Videoniños
Hace siglos, muchos lectores de la nobleza -el doncel de Sigüenza, entre otros- se hacían representar en sus tumbas de mármol o de bronce con un libro en las manos, sin duda con la ilusión de hacer la muerte más llevadera. Eran tiempos donde los libros eran escasos. Tan escasos que en las bibliotecas estaban atados con una gruesa cadena, reforzada con amenaza de excomunión para el que robara uno. Los libros eran tan valiosos que Bocaccio no dudó en entregar su caballo a cambio de uno de ellos, y un caballo era algo más que un coche en aquel tiempo. Hoy las cosas han cambiado. Uno de los mejores humoristas europeos dibujaba, en una viñeta, a dos jóvenes hermanos -chico y chica- leyendo tranquilamente en un sofá de su casa. Así son sorpendidos por su padre, que les recrimina su actitud con estas palabras: “Parece mentira… Se os deja media hora solos y apagáis la tele y el ordenador, y os ponéis a leer… ¡Y queréis que confiemos en vosotros!”
Con su ironía, ese humorista se suma a una denuncia casi generalizada: la marea audiovisual que nos invade está provocando, más que un cambio cultural, una auténtica mutación. Está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en homo videns, infraeducado por la imagen. Por eso, padres y profesores se enfrentan hoy a un reto sin precedentes: la educación de videoniños, de criaturas que pasan más tiempo en el mundo virtual de una pantalla que en el mundo real. Esta situación es alarmante y hace que la cultura escrita sea más necesaria que nunca.
No es inoportuno recordar que este país -como cualquier otro- necesita buenos lectores. Muchísima gente joven reconoce que apenas lee, y cuando lo hace es por obligación y con una inmensa desgana: “Ayer estaba tan aburrido -me decía un alumno- que hasta me puse a leer un libro”. Mi alumno no sabía que el libro es el instrumento de humanización que nos saca del estado de homo neandhertalensis en que todos nacemos. Tampoco sabía que un buen libro es la plenitud de esa humanización, y que le necesitamos para pensar y sentir, para esclarecer la realidad y el laberinto del mundo. Porque lo cierto es que vivimos en una época con sobredosis de información y de mensajes contradictorios, donde a menudo “lo bello es feo y lo feo es bello”, como cantaban las brujas que engañaron a Macbeth.
Necesitamos el libro -ha dicho un premio Cervantes- para vivir la verdadera vida, que está por encima de la ficción política. Para vivir libres de la preocupación por nosotros mismos. Para arrojar luz y placer en las mañanas del mundo que nos son concedidas. Me estoy refiriendo a buenos libros, a lecturas selectas, pues es evidente -como lamentaba Borges- que cada vez se publican más tonterías. Pienso en esos libros capaces -mientras son leídos- de reducir el resto del mundo a ruido de fondo. Como nos ha pasado con Ulises y Penélope, con Rodian Raskolnikof y Sonia, con Gandalf y Frodo, con Platero y Harry Potter, con Átticus Finch, con el rey Lear, con Calixto y Melibea, con Segismundo y don Quijote. Si no ganamos esta batalla, el videoniño no crecerá mucho más, y a los treinta años será un adulto con todo el vacío del mundo en la cabeza.