, archivado en Orange is the New Black

Piper Chapman no podía saber que el Cielo quedaba tan cerca del Infierno. Es la clave para entender el último gran ciclón seriéfilo, la novedad de la que todo el mundo habla maravillas este verano: la refrescante Orange is the New Black.

2013-08-08-orangeis

Su premisa, inspirada en hechos reales, adoba un clásico de la comedia: el pez fuera del agua. Partimos de una neoyorquina empeñada en hacer efectivo el cliché, amasando inciales (jasp, wasp) y etiquetas (universitaria, desprejuiciada, emprendedora, clase media-alta y liberal… en el sentido anglosajón del término, of course). Lo del Infierno viene por el paisaje donde se inserta esta heroína pop: la prisión para mujeres de Lichtfield. Un año de condena. Tráfico de drogas. Semejante berenjenal otorga al relato un punto salvaje, inicialmente pesadillesco, donde la protagonista ha de mudar de piel para adoptar cuanto antes los colores de la selva. En este sentido, los primeros quince minutos del piloto buscan introducir al espectador en el nuevo ambiente empleando la sutilidad de la ducha fría; atesoran más carne y exceso que todo el resto de la serie junta. Tanta aspereza en el primer capítulo engaña. Es como si en la línea de salida la serie hiciera explícito su intento de jugar al cable premium, emulando las juergas visuales de HBO y demás amigos de la terapia de choque. Luego todo se vuelve más modosito y tradicional, pese a su cáscara.

http://www.youtube.com/watch?v=nryWkAaWjKg

Y aquí es donde el modelo que está imponiendo Netflix (y como sigamos así, el verbo “imponer” se convertirá en una argolla) saca partido a la posibilidad de maratonear sus series. El piloto de Orange is the New Black resulta interesante y apunta una mirada y un universo originales, pero no pasa de correcto. Me temo que mucha gente le habría dado un sorbo a la serie y se habría olvidado de ella si hubiera tenido que esperar al siguiente viernes. Sin embargo, a poco que uno engarce un par de episodios, pronto se da cuenta de que la propuesta de Kenji Kohan esconde un cordero con piel de lobo. Ya saben que nunca me convenció el nihilismo fumeta de Weeds, aunque sí recuerdo varios diamantes en medio de la mierda, como esa Nancy Botwin emocionándose ante viejas grabaciones de su marido. Orange is the New Black conjuga mucho mejor -de manera mucho más amable- el equilibrio entre transgresión y autenticidad, entre violencia y sentimentalismo. Esto no es Deadwood. Ni siquiera Oz (*), con quien estas zagalas podrían bailar un tango crossover. No. Orange is the New Black es, salvo unos cuantos granos de pus que hay que drenar, una serie agradable de ver. Muy entretenida.

(*) Oz es una serie muy importante en la historia de la ficción, puesto que preludió el tsunami -narrativo, moral- de Los Soprano. A pesar de lo alucinado de su enfoque y de ciertos momentos cómicos, la serie ofrecía una perspectiva netamente dramática. Era posible identificarse con varios personajes, pero la presencia del mal era mucho más palpable que en Orange is the New Black. Por eso, también, resultaba mucho más difícil de digerir. Los hombres, que somos muy bestias, ya sabéis.

(Espoilers a partir de aquí) Por eso, como escribía al arrancar esta crítica, Orange está cosechando tanto éxito: le nacen alas de ángel. Porque nos ofrece un aroma, pero no nos sumerge. Porque debajo de su retórica de navaja en el liguero y jabones en las duchas, asoma una historia de buenas personas, de tipas que buscan la redención y el amor, de peña que dio un mal paso y trata de enmendarlo o de convivir con la culpa. No al estilo de la sensacional y atormentada Rectify, sino de forma más festiva. En resumen: todo el mundo es güeno (**). Para lograr la necesaria identificación del espectador con las reclusas, primero es necesario humanizar al criminal y los flashbacks que articulan cada capítulo -un poco a lo Lost, salvando las distancias- hacen el trabajo sucio. Todos los pasados nos presentan historias que exculpan moralmente a los personajes y nos hacen ponernos de su lado: una actúa en defensa propia, la otra quiere proteger a alguien más débil,  lo de aquella te lo explicas por la soledad que siente o por lo bruja que es su madre, de esta de aquí siempre se han reído y a esta otra la engañaron, una iba fumada, la otra drogada, la de más allá necesitaba el dinero para adquirir su verdadera identidad…

(**) En un tic de previsible de corrección política, los únicos villanos de la serie son blancos. White trash. El problema, además, es que carecen de la hondura del resto de personajes, quedando como cartulinas de cómic. Mendez -excelente en su repulsión Pablo Schriber- solo gana aristas cuando descubrimos que el tipo es, ejem, un romántico; Pensatuckee -el personaje más insoportable- habría ganado complejidad si lo hubieran escrito los guionistas de Justified, puesto que su dentadura hillbily parece sacada de Harlan, pero en versión tópico a discreción; y Healey, bueno, no he terminado de entender su metamorfosis, francamente, aunque admito que los guionistas se han esforzado en mostrarnos el porqué de su ensaladilla rusa y su frustración interna.

Junto a los flashbacks, el día a día de la prisión va haciendo ganar matices a cada personaje, humanizándolos, de modo que el espectador evoluciona al mismo tiempo que Piper. Ella pierde el miedo a través del conocimiento, igual que nosotros identificamos la humanidad que siempre hay tras un uniforme. Un caso paradigmático: Crazy Eyes, quien cobra una dimensión desconocida cuando descubrimos la conversación con sus padres (blancos y educados) y su amor por Shakespeare.

Por eso tiene tanta enjundia, como enfatizan en Time, la entrevista radiofónica a Larry (un sorprendente, por contenido, Jason Biggs) en “Tall Men With Feelings” (1.11.). El prometido se estanca en el estereotipo, en las primeras impresiones que le contaría su novia, en la carnaza que todos esperamos al enfrentarnos a una serie ambientada en una prisión. La autenticidad del mal, poder tocar a la bestia y demás metáforas de zoológico que harían las delicias de un reportaje satírico de Tom Wolfe. ¡Leches! Lo que hace Orange is the New Black, sacando partido de la narrativa serial, es convertir los conflictos carcelarios en una soap-opera. Sentarse a mirar cómo se relacionan, cómo superan el día a día, cómo preparan una función navideña o unas elecciones por distritos. Inevitable no coger cariño a personajes tan inofensivos, tan cotidianos… y tan bien escritos.

Lo más curioso de su jugueteo genérico es que no deja que bajes la guardia. Al inicio entras suponiendo un drama duro y te encuentras una comedia a ratos disparatada, a ratos romántica. Te confías, jijijaja, y, ¡zas!, llega el crochet del ahorcamiento de Tricia. “‘¡Vaya, que esto iba en serio!”, piensas. Pero continúa el carnaval y el constante quiero y no puedo de la pobre Piper… hasta que llega la última paliza, tan brutal, en medio de una fiesta de Navidad casi mágica. Eso es romper la cintura, como si los creadores se afanaran en recordarnos que son ellos quienes tienen las riendas. ¿El problema? Como apunta Cecilia, que hay giros en los que se les va la mano y la coherencia se resiente.

Con todo, Orange is the New Black ha sido una grata sorpresa. Engancha, emociona, hace reír y hasta consigue que olvidemos sus licencias de guión y sus frenadas de telenovela. Con su postura humanista, su buenismo antropológico y su literal in dubio pro reo, Kohan consigue que cada personaje importe y nos entren ganas de cantarles, con esperanza, aquello de “¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?”.

Sobrevivir y empezar de nuevo.

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Otras consideraciones:

-No creo que exista en la serialidad contemporánea un reparto femenino más esmerado. Todas las actrices lucen soberbias, incluso quienes tienen papeles más repulsivos. Mención especial para el portentoso acento ruso de Kate Mulgrew, un bombón de personaje para actores de método. Solo ha habido un ángulo muerto: la Alex interpretada por Laura Prepon es un témpano. Nunca he detectado el encanto que alguien como Piper podría ver en ella, francamente.

-Entiendo lo de mostrar cómo evoluciona, fuera de la prisión, el círculo íntimo de Piper, pero en varias ocasiones ha quedado dislocado del relato. No sería fácil renunciar a ello, claro, puesto que la premisa de la serie nos obliga a mantener el cordón umbilical con el exterior, reforzando así la sensación de Piper como cuerpo absolutamente extraño en el entorno de la prisión. Pero es evidente que estas excursiones narrativas restan unidad al relato.

-Algo similar ocurre en algunos flashbacks, especialmente en los protagonizados por la propia Piper (y por Alex). En su intento por hacer evidente la evolución dramática fuerzan demasiado y carecen de la sutilidad psicológica que sí apreciamos dentro de la prisión.

-“Es una cosa tribal, no racista”. Uno de los ángulos que más asombra de la serie -salvo lo fácil de poner como malos a blancos, el único “colectivo” (¡qué palabra más fea!) que nunca se quejará de su representación- es su abordaje de la cuestión racial. La frase de Morello lo sintetiza de maravilla y la propia serie se afana en trabajar la diferencia sin pisar ningún callo -esa suerte de elecciones donde cada minoría equivale a un distrito y escoge sus representantes-, adoptando los estereotipos de grupo para neutralizarlos mediante una sana ironía, la fraternidad femenina y el roce cotidiano.

-La historia de amor entre el guarda y la reclusa es bastante cursi e improbable. Pero, oye, funciona bien dentro de las coordenadas del show y, además de servir para tocar la tecla, ejemplifica el afán orgánico de la trama: lo que parecía una línea argumental aislada y marginal cobra protagonismo y se convierte en clave dentro de las luchas de poder de la prisión.

-Con sus muchas luces y sus inevitables sombras, Orange is the New Black es una serie esencial para entender la ficción televisiva del 2013. Ni las estrellas rutilantes de House of Cards, agarrotadada en su necesidad de hacer “gran televisión con mensaje”, ni el hype del regreso de los Bluth (no la he visto, pero la crítica se ha mostrado algo tibia con Arrested Development). Al final, ha sido esta dramedia carcelaria la que se ha llevado el gato al agua. ¿Cuál será el techo de Netflix si ha empezado tan arriba?

4 Comentarios

  1. carlos risu

    MMM, cómo resumirte mi impresión de esta serie: La he visto sin mirarla mucho, solo en casa y siempre haciendo otra cosa: fregando platos, hablando por teléfono, mirando facturas o tumbándome, por fin, en el sillón. O cocinando (y cenando luego, claro), como con un ojo en ella y otro en otra cosa, (al principio te fijas en todo, intentas captar las motivaciones, sigues la trama un par de horas… estudias a cada personaje nuevo, te aprendes su nombre, todo eso) pero luego pasan los capítulos… y ya son de la casa. Confías en ellos, (o sea, ¡en ellas!). Y te duermes luego feliz pensando esto:- las cárceles son un sitio estupendo con mujeres dentro. Eso es así. No como en mi casa, no como… en Oz.

    Cualquier atención, cualquier gesto de cariño, cualquier visita agradable, aunque venga del imac 27 pulgadas te da energía… ya puedes barrer la salón, desinfectar la cocina, limpiar de una vez los cristales, arreglar esa grieta de la pared que te da tan mal rollo y abordar de una vez por todas el WC. Y si te engancha, que es el caso, no necesitas ya ni la luz del sol. Orgulloso de ser blanco, ¿pasa algo?

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  2. ikerhuarte

    No tengo nada nuevo que decir, solo reafirmar apuntes que haces.

    Cogí la serie después de acabar \’Luther\’ y para apaciguar la espera de los capítulos semanales de \’Breaking Bad\’ y ha sido todo un acierto. Como a ti, \’Weeds\’ no me convenció, aunque su primera temporada me pareció decente. Espero que Jenji Kohan haya aprendido y lo que viene esté al mismo nivel de lo ya visto.

    Del excelente reparto, me quedo con Pablo \”Pornstache\” Schreiber, un actor del que he visto bastantes cosas y siempre dando la talla. Para no tragarme spoilers no he querido investigar hasta ahora sobre el resto de intérpretes, así que ya tengo entretenimiento para estos días.

    Respecto a las tramas, me cansa mucho, como dices, el círculo íntimo de Piper (su madre no, pero lo de su hermano, por ejemplo…). Lo mejor de todo es que no tengo personajes favoritos, así que me da igual ver a Nicholls, Red, las hispanas, Taystee o al metefichas de Caputo.

    En una serie con tantos clichés, quizás sea un tanto reprochable que el estereotipo con el que más se ceben es el religioso. El personaje de Pennsatucky es, sin duda, el más odioso, y todo lo que le rodea es un continuo sinsentido. Habrá que ver si le queda algún diente en la segunda temporada…

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