Archivo 5 noviembre, 2015
El nuevo progresismo
Escribo esta entrada en respuesta al artículo de Antón Costas Cinco retos para un nuevo progresismo, que para él son los siguientes:
- Primero. Crear instituciones que favorezcan la estabilidad macroeconómica y la preservación de los servicios públicos fundamentales (educación, sanidad, pensiones).
- Segundo. Fortalecer la política contra los monopolios, los cárteles y los privilegios concesionales y corporativos. Estas actividades, que elevan precios y márgenes, son como sanguijuelas que sangran la renta y el bienestar de los consumidores.
- Tercero. Dar un giro radical a las políticas empresariales. Virar el rumbo desde la rentabilidad hacia la productividad.
- Cuarto. Un Estado menos intervencionista y más innovador y emprendedor. La rivalidad entre Estado y mercado es un tópico interesado de la «Belle Époque».
- Quinto. Un nuevo Estado social volcado en la igualdad de oportunidades. Las políticas actuales del Estado del bienestar y el sistema fiscal protegen bien el bienestar de las generaciones mayores y de las clases acomodados, pero dejan desprotegidas a las generaciones más jóvenes.
Yo opino, en cambio, que el progresismo consiste en mejorar de forma sostenible las condiciones de vida de los habitantes de un país. Cada país tiene necesidades muy diferentes. En España los partidos progresistas deberían orientarse hacia la consecución del pleno empleo. En Alemania o Reino Unido, donde ya está conseguido, hacia mejorar los salarios y condiciones (conseguir, por ejemplo, jornadas completas para quienes, a su pesar, las tienen parciales, o reducírselas a quienes las tienen abusivas). En naciones como Marruecos, hacia proporcionar vías de comunicación, agua, saneamiento, vivienda y energía a todos sus habitantes, y una vez conseguidas esas metas, hacia crear sistemas eficientes de sanidad, educación, justicia y pensiones.
No hay que confundir el progresismo con el liberalismo ni con el intervencionismo. El progresismo quiere sinceramente que todos mejoren. El liberalismo finge creer lo mismo y aboga tramposamente por más libertades económicas, que solo conducen al medro de los que ya están más avanzados. El intervencionismo se lanza a estorbar la actividad económica con medidas destiladas de ideologías caducas en vez de la experiencia.
Supongamos una carrera de diez atletas, uno muy bueno, seis normales y tres malos. El liberalismo dejarán que corran tal cual, sabiendo quién ganará, y gustándole, porque es hijo del supuesto liberal. El intervencionismo atará pesos en las piernas del mejor y quizá ponga muelles en los pies de los peores. El progresismo dejará que corran, pero aplicará al ganador un impuesto razonable sobre sus ganancias y con los ingresos ayudará a los más rezagados.
Lo que el progresismo debe tomar por bandera en todos los países es un combate sin cuartel contra el fraude fiscal. No solo en los países desarrollados, eliminando los pagos en efectivo, como ya ha hecho Dinamarca, sino para todo el mundo, acabando con los paraísos fiscales que drenan los recursos de los pobres. Eso sí, estableciendo límites para evitar el expolio fiscal. Como referencia, los impuestos directos anuales no deberían superar, ni siquiera para los más ricos, el 49 % de la renta ni el 1 % del patrimonio. Y los indirectos no deberían sobrepasar el 25 %.
Estos ingresos deben emplearse para mantener sistemas eficientes de sanidad, educación, pensiones y dependencia (redes suficientes de guarderías para niños de corta edad y de residencias atendidas para mayores y discapacitados psíquicos) que, bien administrados, SON PERFECTAMENTE SOSTENIBLES e incluso muy positivos para una economía desarrollada (generan mucho empleo, de calidad, no deslocalizable, y permiten a las mujeres incorporarse masivamente al mercado laboral). QUIEN DIGA QUE SON INSOSTENIBLES MIENTE INTERESADAMENTE.
Eso sí, hay que poner el énfasis en la buena administración. Un sistema sanitario moderno y eficiente debe tomar la prevención de enfermedades (diabetes, hipertensión, obesidad, corazón, cáncer) como su primer objetivo, y enseñar a los enfermos crónicos a controlar ellos mismos su padecimiento.
Tampoco se debe aceptar que un buen sistema educativo es necesariamente caro: los países que mejores resultados obtienen en el informe PISA no son los que más gastan por alumno. Se ha visto que dotar a cada alumno con el último dispositivo tecnológico (cuando redacto esta entrada, tableta táctil) incrementa muchísimo el gasto y empeora los resultados. Es sustancialmente más importante que a los chicos les interese realmente aprender (y a sus padres, que aprendan), que les guste leer, que estudien y que tengan buenos profesores.
Igualmente, no es necesario internar en residencias a todos los mayores. Buena parte de ellos pueden seguir viviendo en sus casas, que además es lo que quieren, con, en algunos casos, ayuda domiciliaria (compra, cocina, limpieza, acompañamiento al médico…). Ni jubilar a personas que pueden y desean continuar trabajando.
Y por supuesto, el progresismo no debe aspirar solamente las vidas de los habitantes del país donde gobierne, sino también las del resto del mundo. Resulta perfectamente inútil esforzarse en dar a los ciudadanos una existencia casi perfecta (ver el notable artículo sobre Australia de John Carlin) si el agujero de ozono les impide salir a la calle de día (esto estuvo cerca de pasar precisamente en Australia, pero la cooperación internacional eliminó los gases que producían este agujero). De nada sirve que los contribuyentes de un país hayan desperdiciado billones de dólares en excelentes carreteras, escuelas y hospitales si los azotan sequías, incendios y huracanes provocados por las emisiones de gases de efecto invernadero en otros países (esto pasa ahora mismo en Estados Unidos).
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