Los chicos del vertedero vieron ciegos hombres de negro que hurgaban en la nuca de familias enteras, mientras dormían en los parques de atracciones una siesta de picnic, pollo frito y mondas de naranja; arrulladas por un flamear de bolsas de plástico prendidas en las ramas de los árboles.

Y escaparon por campos tendidos en la luz del mediodía, entre grupos de placas solares embebidas en el cielo, que viajaban estáticas, siempre hacia atrás, a la velocidad de los autobuses de línea por la carretera.

Vieron camiones llenos de grava, de arena, de cemento, de ladrillos… que descargaban justo en los lugares donde el viento y el agua se habían llevado el barro del adobe que sujetaba nuestros huesos.

Y allí crecieron casas con antenas parabólicas que conectaban la órbita de la fascinación, la órbita del vacío y la luz, la orbita en la que las estrellas realmente pueden alcanzarnos, con habitaciones interiores, de ventanas tapiadas, donde sestean los cerebros conservados en el formol de la televisión.

Trenes de niebla y carbón cruzando el frío de patios de colegio-sucio ladrillo rojo, desayunos de hambre y ejercicios con el sol despertando a lo largo de aulas y corredores de madera seca.

Trajes plateados con bigote que querían confinar la sangre nueva en el sótano de los colegios, como agua estancada que pudiera vivir una paz submarina de algas muertas.

Mercados que rebosaban frutas, verduras, ropa interior de algodón y matamoscas en una mañana de vino y CO2, por calles-atasco a veinte kilómetros por hora y casas deformadas bajo el peso de un futuro mal soñado.

Vieron la grasa de los cuerpos fundidos con el cemento bajo la megafonía, de las piscinas, el cloro de los gritos y la artillería multicolor de los bazares chinos.

Vieron a lo largo del río la masa del bosque, dragón con otra luz y en otro tiempo, tumbado junto al agua, en cuyo vientre anidaban los pájaros y el verano.

Caminos de vegetación extraviada-garganta de sueño verde y flores de piel estampada bajo el sol-aire diluido en telas de araña y canto de culebras.

Una rabia de calor y moscas empujando nubes de tormenta y sudor entre charcos de mosquitos, amoniaco de cuadras y la bilis de los pocos viejos necios que enmudecen a la sombra de los árboles nuevos.

Vieron coches ardiendo en las orillas, y las llamas caían reflejadas por el agua fría hacia alguna otra orilla bajo sus pies, donde ardían coches con llamas reflejadas por el agua, y así una y otra vez hasta el infinito.

Vieron banquetes de boda en restaurantes de carretera y estaciones de autobús. Tintineo de llaves, monedas y teléfonos móviles. Sol de plazas-arroz y palomas que cagaban de blanco directamente sobre el encaje de los vestidos de novia.

Vieron futbolines quietos y máquinas tragaperras,
Vacas ciegas y coches japoneses,
Pozos artesianos y refrigeradores de ochenta litros,
Sombreros de paja y gorras John Deere,
Cotos de pesca y piscinas hinchables.
Alfombras de césped verde manzana a un lado de la valla y al otro una selva de culebras, caracoles, babosas y toda la fauna que es capaz de generar la madera muerta cuando llueve.

Vieron patios y corrales como tumbas abiertas. La osamenta de los tractores, el costillar de la maquinaria, los huesos y la quincalla de varias vidas pidiendo clemencia bajo el sol, entre zarzas y guijarros.

Cementerios donde morían despacio las grúas en abandono de obras-abatirse de nubes-hormigueo de óxido bajo la pintura y la extensión del recinto era mucho más grande de lo que nunca hubieran imaginado.

Vieron campos de maíz y los cuatro estómagos de la vaca tirados por los caminos, quemando piedras y raíces que volvían a brotar con esa furia de plantas que prefieren la tierra de las sepulturas.

Vieron los últimos bares donde se fuma, se bebe y se envejece a golpe de baraja y dominó con todas las ventanas abiertas, pero con los ojos cerrados.

Vieron viejos que respiraban como hongos en tinieblas, que nunca intentaron comprender el lenguaje de la carne viva cuando les hablaba con la urgencia y el ahogo de los peces en el aire.

Residencias de ancianos-barcos fantasma en la niebla, navegando por campos ahorcados de carreteras, y la obstinada tripulación cuidaba de la muerte con sonrisas de gelatina, puré de patata, tarta de queso y zumo de melocotón.

Vieron otros chicos jugando al billar en ropa de playa, en medio de campos de trigo y cosechadoras, a doscientos kilómetros del mar, y su futuro se acercaba como una serpiente bajo el agua.

Niños que trepaban por los hierros de la maquinaria, dejando jirones de ropa y piel en los ganchos y los engranajes para poder mirar, a lo lejos, el paso veloz de los coches por la carretera.

Y entonces los chicos del vertedero volvieron la vista hacia una noche-rabia de párpados en blanco y puños desollados contra paredes de piedra y tiempo.

Y finalmente huyeron bajo el grito de las constelaciones, siguiendo una ruta nocturna de autopistas, túneles y pasos elevados que les llevó directamente al corazón fosforescente de las ciudades,

y allí, dejaron de correr y trataron de olvidar.

 

Tiernos pájaros de alas insolentes juegan amenazados por la piedra y las cornisas.

Les arañan los tétanos de mármol y  mausoleos, cuando escapan bajo los arcos de triunfo hacia el bosque.

Se aventuran por el cableado de las centrales eléctricas-bosques de alta tensión, turbinas y transformadores, buscando la música que liberan sus propias heridas abiertas.

Por el sangrado ácido de cubos de basura y callejones, donde muere la luz a cuchillo de cemento, ladrillo y ventanas que se cierran de golpe y agonía.

Tan ciegos como veloces en el aire de las carreteras, con el sol fragmentado por encima de la chapa y los parabrisas: frágil vuelo de huesos en la estela de los motores.

Ocultos en el eco de los gritos, corren a lo largo de calles y paredes como lagartos en el calor, evaporados de garajes, calderas y cocinas de comida rápida que hierven bajo el gas de la maquinaria.

Donde se encuentran los niños expulsados de la escuela, que desafiaron los cuidadosos planos de la geometría y los diccionarios, con los borrachos que arrastran la cara por los vidrios del alcohol.

En las grietas del viento que traen y llevan voces.

En el reflejo sucio del agua de los charcos.

En la hierba que crece bajo el pavimento.

En las hojas arrancadas de los cuadernos.

En la frontera de la mirada

que antes les alcanzaba de lleno.

Entre coches aparcados, ruedan canicas.

Sobre manchas de aceite, Los Chicos del Vertedero se juegan los tesoros que contiene una caja de zapatos, con la mirada a ras de asfalto y cucarachas.

La tarde cae sobre los tejados con una fatiga de alas en el aire quieto.

Aúllan los perros por la zona oscura de los sueños.
Las fieras gruñen al otro lado
de una barrera levantada con juguetes.

Azul contra el espacio,
se quema de hogares el borde inferior de la noche:
los chicos duermen.

No se encuentran del todo en los espejos.
Se buscan, se huyen, se adivinan.

Se temen.

Y se ignoran por momentos
escondidos en los abrazos.

Los últimos.

 

Tiempo…el suficiente

y sabrán por qué volvimos a través de los campos magnéticos y el viento solar,
ocultos por el barro y los deshechos, entre ladrones de máquinas desahuciadas.

Sobre la mortaja de coches antiguos cruzan el ocaso los trenes que hunden su grito imantado bajo la noche de las ciudades.

Serpientes de neón estallan por las fachadas buscando el calor-sudor que evaporan fotos naufragadas en oscuras habitaciones de hotel.

Por el gesto-contraluz de maniquíes congelados bajo las escaleras del Bradbury, penetran escalofríos de agua, sombra y anuncios flotantes de Off-World.

Donde el vértigo de los edificios infinitos apaga la caída de las estrellas, y las pantallas urbanas acarician el sueño de palomas muertas por lo más altoazul de las tinieblas.

Llueve sobre la mirada de aquellos que buscan vida, que se defienden de la angustia, del miedo, de la incertidumbre… con la risa y el llanto que han podido robar en los catálogos de emociones.

Tiempo…el suficiente

y sabrán hasta dónde nos llegó la mirada.

Qué fríos cuadrantes del espacio no pudimos abarcar con un gesto.

Qué planetas no orbitaban la esfera de nuestro asombro.

Qué aire perdido entre las calles
no nos hablaba.

Qué niebla
no arropaba nuestra huida.

Es toda una experiencia vivir con miedo,
si, los ángeles ígneos cayeron sobre el tráfico, por la cara oculta de los rascacielos, con el corazón cargado de lágrimas a punto de tormenta.

Por la espalda de los templos viajan ascensores al cielo.
Por la ceguera bifocal que examina la estadística de la desazón.

Jugando al ajedrez con el futuro escapamos hacia la nada
sobre el dios cobarde del padre muerto.

Tiempo…
El suficiente,

y sabrán por qué matábamos y moríamos
con el mismo aullido,
con el mismo ansia,
con la misma fiebre,
con la misma desesperación,

con que nos comíamos la piel de los besos.

 

Nosotros somos Los Chicos del Vertedero, y no venimos a recitar poesía, venimos a dispararla.

Con los cuadernos entre los dientes, nos descolgamos por la cornisa del edificio de la bolsa, monos aulladores con la polla enrojecida, meando a los que pasan por debajo malgastando la primavera.

Por valles oscuros donde la noche pierde su nombre, montamos caballos de otros planetas que nos llevan, bajo la burla de los astros, por mapas-cacofonía de recortes de periódicos y diccionarios paranoicos, en el viento perdido de las bibliotecas.

Nos precipitamos desde la órbita más alta de la mente:
ángeles de alas quemadas, en el aire veloz,
sembrando de ceniza lunar,
el corazón de los fanáticos de la muerte.

A través de los túneles caemos lanzados como la corriente por el cobre, iluminados por fuego de placas solares-brillo de big-bang que estalla como en la cola centrífuga de pavos reales.

Y sabemos reír con la cara, pero también con el culo…

…y con el vómito y descoser el pecho en gritos, listos para caer como una plaga sobre el WELCOME de las cabezas-felpudo que teclean cifras cancerígenas en la mirada de niños voladores aún no identificados.

Cabalgamos tensando bridas de dragones,
arrasando piscinas, campos de golf, residencias de ancianos, tanatorios, crematorios, urbanizaciones…

Nos desbordamos a través de calles planificadas en el miedo de los cielos por los arquitectos de los cementerios, hasta el corazón-calor de los campamentos urbanos que resisten el asedio de los cajeros automáticos, la envidia de los brujos y el mordisco de sus bestias de tiro.

En la escuela, los técnicos de la putrefacción aritmética intentaron cerrar los caminos que habrían de llevarnos a vivir, como pájaros cuánticos, entre la hiedra de los manicomios. Entonces, prendimos hogueras en los puentes y todo el que quiso pasar, no tuvo más remedio que mirar directamente a fuego y verse reflejado en él.

Nos colocamos en la trayectoria de la tempestad dispuestos tomar la cresta de sus olas-crin-furia-galope de caballos frente a los domadores de ríos, bosques, nubes, y el insulto de sus paraguas.

Camuflados en el smog fotoquímico de los corredores, a lo largo del eco doblado de los pasos , en el tropiezo de bultos y maletas, quietos en el aire acondicionado y la paciencia de las cintas transportadoras, desde el horizonte circular de los aeropuertos.

Como torrentes por cauces tóxicos a golpe de metales pesados, venimos a corroer el baño de oro en los corazones que se dejaron atrapar-disecar para el adorno policromado en casas de navidad-chocolate-azúcar en polvo y calefacción central.

Merodeamos el perímetro de los laboratorios-crisol de átomos futuros, al asalto-liberación de partículas-cobaya, espacios-cobaya, tiempos-cobaya, seducidos por el canto-alba de las máquinas que vendrán y los millones de colores de sus cielos pixelados capaces de concebir lunas nuevas en el interior de nuestros párpados.

Vivimos colgados de semáforos y cables eléctricos-lianas tendidas en el humo de las ciudades. Asoman a través de nuestra mirada pájaros incandescentes abrasando tierras baldías de informes, índices, estadísticas y todo lo que no está directamente tatuado de la piel hacia fuera.

Patriotas de la tormenta, hinchando siempre nubes a punto de estallar, amigos del rayo y las baterías, a toda velocidad por carreteras en trance bajo la lluvia hasta puertos de mar-atardecer sonámbulos-plata de peces nocturnos fluyendo por la cara oculta de la luna.

Nos dejamos caer, blandiendo antorchas de papel de periódico e inhibidores de ondas de radio y televisión, por el cielorraso de las ciudades dormitorio, y pintamos de rojo los tres días deportivos del interminable fin de semana en chandal.

En metros, trenes y autobuses nos lanzamos al ahogo de los obispos de la deuda, los académicos del temor, los catedráticos de la impotencia, forenses de niños, fuentes y auroras.

Sobre la vida, bajo el fuego, con el fuego, como relámpagos atrapados entre nubes empeñadas en rompernos la mirada.

Escapando siempre.

Nosotros somos Los Chicos del Vertedero, y ahora no venimos a recitar poesía, venimos a dispararla.

 

Nacimos en las orillas de ríos antiguos cuyas aguas dudaron miles de años sobre el camino a seguir.

Cazábamos, durante la siesta, pequeños animales que chillaban entre los árboles, ante la indiferencia del ganado con la mente disuelta en prados de color azul.

Vimos cómo estallaban las tormentas de verano, por las noches, y el tañido de campanas que se abrían paso en el aire a través de rayos, truenos y oraciones.

Cruzamos extensos plantíos que callaron mientras pasábamos, y detrás de cada árbol había duendes y fantasmas.

Nos olían las manos a fruta y el pelo a trigo. Nuestra piel era la misma piel de los caballos, con la sangre tan densa como el plomo.

Vimos músicos incansables, con traje plateado, elevarse por encima del baile, de las casetas, de las cantinas, de los árboles, de los tejados, de los campos, de las carreteras y atravesar la dormida cúpula de la noche como ángeles con zapatos negros.

Nos venció el sueño cuando el Apolo XI se posaba en la boca abierta de nuestros abuelos, que se llenaba de luna en blanco y negro, mientras fuera de la casa aullaban los perros.

Y después, cicatriz de ferrocarriles por el cuero de los montes. Frío de pantalón corto y bicicletas que madrugaban por encima de la nieve. Cifras, dictados y botellas de leche. Colegios que olían a masilla de sujetar cristales.

Sangre remansada en kioscos de cacahuetes rancios y tebeos en alquiler, flotando en el ritmo de flippers y rocolas de cristal. En la partitura de la guerra no había jinetes bajo la tormenta.

Encontramos borrachos a gatas por la hierba alta de solares viejos entre casas nuevas, y las piedras que les tirábamos llevaban escrito su nombre.

Vimos crecer iglesias modernas en los barrios del sur, para obreros que aún no habían aprendido a sacudirse el polvo del cornezuelo del centeno.

Nos pusimos pantalón largo para sujetar las erecciones con las manos en los bolsillos, y quisimos arrancar a mordiscos los culos de todas las mujeres desconocidas.

Sudábamos. Olíamos como las bestias. Nos corríamos por las esquinas, en los cuartos de baño, en la cama, en el suelo, en la mismísima garganta de los sueños.

Éramos una herida abierta. Un deseo de arrancarnos la ropa, de quemar los muebles. El mundo no terminaba de cicatrizar a nuestro alrededor, queríamos vomitar lo que no sabíamos decir y nos obligaban a guardar silencio al paso de los muertos.

Descendíamos colinas abajo en busca de las estaciones, al abrigo de los trenes de mercancías. Las alambradas de los mapas del tiempo nos atenazaban el corazón y las antenas parabólicas rebotaban cañonazos de angustia hacia el espacio exterior, donde se disipaba en llamaradas de fuego frío.

Perdidos por las orillas de un río donde encontrábamos tesoros entre la basura, éramos peces de colores nadando en una botella de agua turbia. No había, para nosotros, noticias en los periódicos y en países lejanos, que conocíamos por mapas de nuestra invención, vivían niños que imaginaban máquinas capaces de pensar.

Arrastramos los pies por canchas, columpios y atracciones de feria, bañados en el sudor del aceite, comiendo patatas fritas, hasta que nuestras caras desaparecían flotando en una polvareda de música lejana y ropa sucia.

Corrimos por autopistas de luz hacia el futuro, abriendo todas las cajas de Pandora que pudimos encontrar, con la cabeza bañada en la estela de los cometas y los pies hundidos en la tierra de los cementerios.

Rompimos botellas vacías contra el arcén de las autopistas y con el sabor de la mierda de camello latiendo entre los ojos, reímos hasta la asfixia, destilando en las tripas, alcohol barato y sueños imposibles.

Continuamente arrojábamos sobre el mundo miradas de urinario roto, de puta vengativa, de hurto menor, de patada en los cojones, de escozor en la punta de la polla, de perro suelto, de mierda humana y de que me la chupe esta o la otra pero sobre todo tu hermana.

La distancia entre lo que sabíamos y lo que ignorábamos, nos convirtió en miopes y el suelo se diluía en preguntas, minuto a minuto, bajo nuestros pies.

Y cada cual siguió su camino, como un perderse en la lejanía de torres de alta tensión. No nos quedó ningún refugio, salvo el pasado, al que nadie quiso volver por no verse obligado a comparar la cara de las fotos con la cara de los espejos.

Pero yo no olvido vuestra sangre y la mía desbordada por los montes en busca de ríos y mares que nuestro corazón, lleno de barcos, hizo navegables.

Qué aliento de velas hinchadas no albergaba nuestro pecho.

Qué pesadillas no éramos capaces de conjurar.

Qué balas no podíamos parar con los dientes.

Qué muerte nos esperaba

qué vida.

Donde estáis ahora, pequeños animales de mirada perdida.

En qué basurero arde la crin de vuestros caballos.

Qué muerte que no fuera,

la del suicida.

 

Los chicos del vertedero descienden hacia las vías más alejadas de la estación. Caminan entre montones de escombros que se derraman sobre agua estancada, botes con restos de pintura, recortes de moqueta, periódicos y revistas porno.

Los chicos descubren pequeñas piezas de electrónica bajo kilómetros de papel continuo y otros desechos de oficina. Buscan el fantasma en la máquina, restos de vida inteligente creada para servir los sistemas de telefonía. Corazones quemados, presos de una maraña de hilo de cobre. El eco de los latidos de un electroimán que impulsaba el aliento de las palabras a través del metal de los cables y el plomo de las tormentas.

Después de la lluvia, a través del aire tranquilo de la tarde, los  chicos del vertedero fuman escondidos bajo los trenes de mercancías que gotean esperando destino en la vía muerta. Mientras la ciudad alborota su tráfico y sus luces, ellos observan el horizonte desecho en relámpagos e imaginan paisajes de otros mundos. Hablan poco, porque  suelen ver las mismas figuras bailando en el oráculo del humo de los cigarros. Permanecen quietos como gorriones en los cables de la luz, esperando oír el paso de las nubes por encima de sus cabezas.

Mientras la ciudad limpia sus cristales, reciben SMS´s a través de la noche, desde la luz lejana de las estrellas; saben, por los videojuegos, cómo es la vida en otros planetas y dibujan en el papel pautado de sus cuadernos escolares, los planos de máquinas desconocidas para viajar por el tiempo.

Mientras la ciudad barre sus calles, sentados bajo el tren, los chicos navegan haciendo equilibrios en la cuerda floja del ciberespacio.

De vuelta en casa, por encima del ruido de la TV, los chicos del vertedero le hablan a sus padres sobre el futuro en un idioma extraño, incapaz de competir con las noticias del presente en alta definición:

–Hemos podido ver lo que vendrá, porque siempre miramos hacia otra parte cuando hablan los viejos. Hace tiempo que lo sabemos y lo tenemos grabado en el cerebro, como la luna en la mente del perro, pero nos aterra el momento en que dejaremos de ver el mundo tal como es.

 

 

Por el suelo, rosas de papel con restos de café, mantequilla y carmín, adornando jardines de madera sintética. En el aire, conversaciones de mano y equipajes con prisa.

La vida en silla de ruedas buscando con la mirada la ansiedad de lo que no hay a la vuelta de la esquina,
surcando mares confortables a bordo de cruceros de vacaciones con vistas al patio de la clínica de Alzheimer.
La vida alimentada por el buffet libre de los hoteles de la costa.

La vida que hoy asciende a los cielos en el humo de los crematorios, celebró cada domingo por todo lo alto con medio pollo asado y extra de patatas fritas.

La vida sobre sandalias, hamacas y toallas con dibujos de caballos y palmeras,
cubierta de lycra, goma y crema solar,
construyendo castillos de arena extraordinariamente complejos,
tumbada en playas urbanas, compitiendo por un lugar bajo el sol junto a los desagües,
comiendo con restos de pescado entre los pies descalzos y un horizonte de pizza cuatro estaciones al caer la tarde.

La vida en el vértigo de los aviones, sujeta a la silla eléctrica por cinturones de seguridad,
arrastrando equipajes entre la megafonía y los fantasmas de cristal a lo largo de corredores y reflejos de duty-free,
elevada a un cielo de ascensores, escaleras mecánicas y pasillos deslizantes,
disecada en salas de espera flotando en el vacío,
mirando al cielo de las mascarillas de oxígeno.
La vida compactada en la duración de un vuelo low-cost
con destino al cielo.

 

Yo escribo para los que escupen a la cabeza de los perros del pasado, cuando vienen a morderles en la yugular del aire nuevo que alienta sus poemas de hoy.

Los que pintan paredes con la mirada atravesada por los viaductos, expuestos a las paradas de autobús, en la línea de tiro de las autopistas y un crepúsculo de ladrillo rojo sobre el pelo erizado.

Los que recuerdan el brillo misterioso de las ciudades vibrando a través de capas de calor prensado en el horizonte, visto desde campos y granjas hundidos en el canto narcótico de los insectos.

Los que  tiemblan con la carrera solitaria de coches, helicópteros y sirenas de policía, coral de aspas y motores que se deja caer hacia la madrugada.

Los que oyeron ecos de voces lejanas en un vacío superpoblado de pasillos de hospital, garajes y aparcamientos subterráneos y prestaron atención.

Los que no podían dormir bajo las pantallas de información, con los ojos incendiados por el fósforo de los aeropuertos, pero no podían dejar de soñar.

Los que callan cuando la penumbra de los edificios más altos oculta una pequeña parte de la noche mientras pasan las constelaciones.

Los que ocultan el crujido de sus huesos en los arcos de seguridad y esconden las orejas de lobo portando bandejas entre corderos descalzos.

Los que poblaron de gritos y hogueras las academias, asaltaron la sillería de las catedrales y liberaron palabras embalsamadas por la madera seca de los pupitres.

Los que se sentaron durante horas bajo el reloj de los andenes, atentos al vuelo de su propia mente por el techo-aire alto de la estación, y no estaban de paso.

Los que esperaron y esperaron por una palabra en un verso, un verso en una estrofa, una estrofa en un poema y finalmente olvidaron el tiempo transcurrido.

Los que vieron fantasmales maniquíes desnudos en los escaparates de pequeñas tiendas que salpicaban calles vacías y hablaron con ellos.

Los que dormían con el frío y el calor de pisos en alquiler donde se encontraron los ancianos habitantes de fotos en blanco y negro con los recién nacidos en la memoria de los ordenadores.

Los que, en plena calle, miran hacia lo más alto de la tormenta cuando se desploma sobre cinco millones de cabezas en stand-by, congeladas en el nitrógeno líquido de la televisión.

Los que se encontraron errando por mercados de música callejera, salchichas, soul-food-café, camellos que surgen del desierto entre nubes de arena roja, animales de otros planetas, pollo frito, refrescos, té a la menta y alguna que otra serpiente artificial.

Los que se aventuran por carreteras que huyen entre bosques-noche-oráculo de ramaje implacable, delirio bajo las nubes, que esconden la salida hacia los valles día mientras no se hagan las preguntas adecuadas.

Los que duermen donde las luces de neón deforman ruedas en el brillo del agua, cuando los trenes les atraviesan el sueño a la altura de los tejados.

Los que descansaron en la moqueta desgastada de viejos teatros donde se fumaba, bebía, follaba­-flotaba en bandas de blues y sangre de viejas películas que rezumaba de las paredes como el eco de un antiguo crimen.

Los que cayeron por sótanos de espejos y oricalco bajo la hipnosis de la glitter-ball que les escaneaba la camisa y revelaba el encanto ultravioleta de su mejor sonrisa.

Los que rodaron por el escenario de botellas rotas-putas del tercer mundo, cocinando coños-perro que gruñe a los neumáticos dormidos de camiones, en aparcamientos y bares fondeados en el arcén de las autopistas.

Los que desembocaron de madrugada por el derribo de la tormenta en barrios que despertaron escombros de agua, vallas de obras y semáforos de mirada intermitente.

Por calles entumecidas de almacenes cuando de madrugada compite la luz-aurora con la vista de faros cansados de tabaco, noche y alcohol–las autoridades sanitarias advierten que la vida puede ser perjudicial para su salud y a la larga lo acabará matando…idiota.

Por el amanecer de coches robados, dolor de luz en la frente e incertidumbre de sueños y garajes que esperan otra noche, otras luces, otra muerte, hacia el final de carreteras en construcción sobre barrancos interminables.

Por el cielo de las ambulancias.

Por el rojo vivo de los motores.

Por la paranoia de los vigilantes.

Por la luz amarilla de las ciudades-ocaso.

Por los pájaros muertos en las canchas de baloncesto.

Por el baile ciego de las grúas en el viento.

Por los animales inciertos de los subterráneos.

Por el bramido de los trenes en sus guaridas.

Por la mutación abominable de los desagües.

Por los escaparates nocturnos de bazares chinos bajo pequeños hoteles con habitaciones de amor-sudor y toallas por cuenta de la casa, huyen los borrachos del alba a través del tráfico azul de los hombres-cifra, las mujeres-cifra, los niños-colegio, los viejos-muerte…

Y yo escribo para aquellos sobre cuya piel los rayos cósmicos dibujaron escalofríos, cuando por su retina inocente se deslizaban los ingenuos mapas del espacio exterior.