Historico | diciembre, 2010

Sola

31 Dic


Esta semana me he dado el gustazo de hacer una escapada. Es triste, pero resulta que osar ir por ahí sola y sin coche es de lo más transgresor.

Buscando planes posibles, ya descubrí algo que no sabía: que viajar sola es una ruina. La mayor parte de ofertas están pensadas para parejas o familias. Una habitación individual (si es que tienen de eso) cuesta prácticamente lo mismo que una doble. Incluso en la web de la Travel Club, al marcar el número de personas para ir a balnearios, ¡se han comido el número uno!

Me decidí por un plan sencillo: balneario y paseíto por la montaña. En el balneario, el personal se empeñó en hablarme constantemente en plural («¿Desean algo más?»»Siéntense en esa mesa y ahora les atiendo»…). Me dieron dos llaves y dos toallas. Me decía Magapola que bien podía haber reclamado por esa lógica dos masajes. Al final les llamé la atención por ello, y la respuesta fue confusa: me dijeron que es cuestión de costumbre pero que, por otro lado, esa noche otras cinco personas habían dormido solas en ese hotel. Se trata de un establecimiento pequeño así que ¿no es ese porcentaje de afluencia de gente sola suficiente para cuestionarse el uso por defecto del plural? Pensé que sería cosa sólo del balneario, pero en la Oficina de Turismo, al hacer autoestop o en el restaurante también suscité miraditas de sorpresa.

En todo caso, me ha parecido una experiencia super liberadora y empoderadora no dejarme limitar por no tener pareja o coche. No necesito ni pareja ni coche. Para nada. Que lo sepáis. Me gustó tener la enorme cama y la bañera de hidromasaje para mí sola. Me gustó hacer autoestop (no lo hacía desde la adolescencia). Me gustó contemplar en silencio el sobrecogedor paisaje desde el mirador. Me gustó meterme entre pecho y espalda un codillo al horno en un restaurante de currelas. Me gustó viajar sin prisa en tren.

El mismo día de la escapada, chateé con mi amiga bloguera Marta Navarro y me advirtió: «ama, pero no te enamores». No me quiso explicar la diferencia: «Piensa en ello». Y le di vueltas mientras atravesaba hayedos nevados y bordeaba los acantilados. Me ha convencido. Creo que la clave está en la identidad, la autonomía y la libertad. Si yo amo, yo soy el sujeto, y mantengo mi identidad intacta. Si me enamoro (como si me enfermo), cambia mi estado, paso a «estar enamorada». Y estar enamorada supone, al menos en base al modelo de amor romántico imperante, estar pendiente de la otra persona: dejar de pensar en mí para pensar en nosotrxs. Lo cuál puede estar bien si se elige conscientemente y si es correspondido. Pero no por inercia, por no saber amar de otra manera. Y eso es lo que ocurre en la mayoría de los casos.

Esas cosas pensaba yo asomada al Salto del Nervión. Termino el 2010 y saludo al 2011 disfrutando de la soledad elegida. Me siento completa: no necesito medias naranjas ni príncipes azules. Os deseo un año nuevo lleno de libertad, ilusión y amor, sobre todo hacia vosotrxs mismxs.

Nota: No saqué fotos. Y no tengo ninguna que sea coherente con lo que estoy diciendo. Así que me he tomado la libertad de robarle a Ander una foto que sacó haciendo el mismo paseo. Él también lo disfrutó solo y nos lo contó así.

Sabían que les iban a asesinar y siguieron informando

15 Dic


Hoy he asistido a la entrega del Premio Portell a la Libertad de Expresión que concede la Asociación Vasca de Periodistas (AVP). Este año, el premiado ha sido Terry Gould, periodista norteamericano autor de «Matar a un periodista. El peligroso oficio de informar (Los Libros del Lince)». Me he quedado muy impresionada con lo que nos ha contado. Insiste en algo sobre lo que me hizo reflexionar por primera vez Gervasio Sánchez en su charla este verano en Santander: se habla mucho de los corresponsales de guerra, pero a quienes realmente habría que reconocer es a los periodistas locales de las zonas en conflicto.

Terry Gould investiga en su libro la vida de siete periodistas asesinados por informar contra el crimen organizado, la corrupción y la impunidad en los países en los que vivían. Repito: investiga sus vidas, no sus muertes. Lo que le interesa es profundizar en lo que ha llamado la psicología del sacrificio: qué lleva a una persona que sabe que está en riesgo de ser asesinada por su labor periodística, a seguir desempeñándola.

Los siete protagonistas de su libro dijeron unos días antes de ser asesinados cosas como «yo seré la siguiente». Tomaros diez segundos para pensar cuán bestia es saber y expresar que te van a matar dos días antes de que se cumpla tu pronóstico. Pese a ser conscientes de ello, continuaron trabajando hasta el final, hasta que la autoridad de turno ordenó al sicario callarles la boca. El colombiano se llevó tres balazos, según nos contó Gould: uno en el corazón, para que dejara de sentir así; uno en la boca, para que dejara de hablar así, y uno en la cabeza, para que dejara de pensar así. Eso sí, una cosa que me atrae del libro es que no se trata de retratos complacientes: no esquiva las caras oscuras de la personalidad «compleja» (según el propio escritor) de los protagonistas, en los cuáles, detrás de su generosa entrega a contar la verdad se escondía la necesidad de redimirse por errores pasados.

Sólo una de las muertes ha tenido eco mediático: la de Anna Politkovskaya. Decidió incluirla en el libro dado que fue asesinada sólo unos días antes del día en el que se habían citado para hablar del asesinato de otros dos periodistas rusos. Me parece muy importante ese llamado a rescatar la memoria de quienes cuentan lo que pasa en sus propias casas, viendo el sufrimiento de sus vecinos, narrando las muertes de sus allegados. Dado que seguimos rigiéndonos por el esquema «nosotros» y «los otros», a mí me resulta evidente que ese trabajo es mucho más complicado que el que se va a informar sobre el sufrimiento ajeno. Sin embargo, el periodista local rara vez despierta la admiración del corresponsal de guerra.

Gracias a Lucía Martínez Odriozola, presidenta de la AVP (y, como sabéis, co-impulsora de Pikara) por darnos a conocer a Gould.