Historico | 8 abril, 2010

Invadidas

8 Abr

 

Estoy enganchada a una serie llamada The L Word, que relata las vidas de una pandilla de mujeres lesbianas de Los Ángeles. Ayer vi esta escena y me parece que expresa de una forma muy plástica cómo la libertad de las mujeres sigue estando limitada. 

Jenny, una de las protagonistas, descubre de una forma dolorosa que Mark, su nuevo compañero de piso, aprendiz de cineasta, ha instalado cámaras ocultas incluso en los dormitorios, con ánimo de hacer una especie de Gran Hermano lésbico. Le recibe en su habitación desnuda. Se ha pintado en su pecho la frase: «¿Es esto lo que quieres?» Le explica que se siente violada, que está harta de que los hombres se sientan con derecho de invadir a las mujeres. Que Mark ha abierto la caja de pandora haciéndole recordar todos los momentos en los que se ha sentido violada. ¿Os suena? En la escena que os muestro, Mark pide perdón, le dice que ha cambiado y que la experiencia le ha hecho evolucionar y comprender lo difícil que es ser mujer. Se desnuda como para mostrarse él también expuesto. «¿Es esto lo que quieres?», repite. Y dice Jenny:

No. Lo que quiero es que escribas «Fóllame» en tu pecho y salgas así a la calle. A quien quiera follarte, dile: «Claro, claro, seguro, no hay problema». Y cuando lo haga, sonríe y dile: «¡gracias, muchísimas gracias!» Asegúrate de tener una sonrisa en la boca. Y entonces, jodido cobarde estúpido, sabrás lo que es ser una mujer.

Me he sentido muy identificada porque cada día recorro una calle para ir a trabajar en la que hay un montón de hombres apostados contra las paredes. No hay día en el que tres o cuatro no me digan algo. Desde un «hola» gutural, a un «qué guapa» lascivo, groserías o ruiditos que hacen que piense que me toman por una vaca. Y esperan una sonrisa de agradecimiento porque se han fijado en mí y me han piropeado. Me da asco. Me siento asqueada. Me siento como un maniquí de escaparate, expuesta hasta que un tío rompe el cristal, me coge, se restriega contra mí y me baña con sus nauseabundas babas. Sí, me siento hasta pegajosa. Buajjjjj.

«¿Por qué no vas por otra calle?», me pregunta casi todo el mundo cuando saco el tema. Porque me niego a cambiar mi recorrido habitual. No me voy a dejar ganar la partida. Eso sí, da asco pero al menos no siento miedo como cuando voy de noche por otra calle más solitaria, plagada de puntos negros, y un hombre osa hablarme. Me da igual si sabe u obvia que yo, conocedora del riesgo real de sufrir una agresión sexual al que estoy expuesta por el hecho de ser mujer, siento miedo. Eso es violencia de género de baja intensidad. Llamémosle por su nombre.

Por todo ello, me hierve la sangre cuando leo o escucho a hombres que cuestionan que se hagan mapas de la ciudad prohibida y propuestas de urbanismo con perspectiva de género, arguyendo que hay que abordar el urbanismo pensando en todas las personas, porque ellos también pueden ser víctimas de un atraco. (Tengo un artículo en mente pero ¡no lo encuentro por ningún lado!) En todo caso, creo que esas opiniones no son más que una rabieta airada y estúpida ante la evidencia de que el feminismo ha logrado institucionalizar la defensa de los derechos de las mujeres y que ello no sólo no ha excluido de nada a los hombres, sino que las políticas de igualdad (empezando porque iluminen una calle en la que han ocurrido violaciones) también les beneficia a ellos.