Sanidad: ¿quo vadis?

Por Alfonso Campuzano.- Resulta inadmisible escuchar, ya sea en público o privado, que la Sanidad hay que pagarla, porque los servicios que actualmente ofrece son tan caros e insostenibles que, por ende, generan deuda. Sin embargo, aquellos que manifiestan esta opinión es porque posiblemente no han recapacitado lo suficiente, tanto que sería hasta bueno rememorarles que:

Primero, la Sanidad española se paga a través de los impuestos, tanto directos como indirectos, que son cantidad.

Segundo, la Sanidad española, además, se paga a través del descuento proporcional que, en cada nómina mensual, toda empresa entrega a sus empleados, siguiendo la máxima: quien más gana más paga, se gaste o no.

Tercero, en la Sanidad española, cada trabajador activo paga de su bolsillo el 40% de cada prescripción farmacéutica (léase, receta), mientras que los funcionarios civiles y militares, tanto activos como pensionistas, pagan el 30%, a diferencia de las prescripciones ortopédicas que universalmente tienen una franquicia, en tanto que la consulta, el material de instrumentación quirúrgica, así como la estancia hospitalaria están exentas de cualquier abono.

Y esto es así desde que se inició el camino del S.O.E. (Seguro Obligatorio de Enfermedad), allá por los años cuarenta del siglo pasado (diciembre de 1942, para ser más exactos), cuya filosofía continúa inalterable, pese a los intentos, de vez en cuando, más y más acuciantes, con el convencimiento de que, en algún momento, ganarán la partida aquellos que fomentan, a base de repetir tanto, que al fallar, que no faltar, los recursos económicos, aparecerá el llamado copago progresivo, que ya existe. Por tanto, lo que se pretende torticeramente es que se pague dos veces por el mismo producto.

Para hacer más hincapié en este futurible copago, que aparece en el horizonte, según sople el viento, en los últimos treinta años, siempre al finalizar cierta etapa política, incluso hablan de hacer un pacto entre el Estado y las Administraciones Comunitarias Autónomas cuando, hasta el momento, han manifestado tan escaso afán de colaboración como de planificación, al seguir criterios políticos en lugar de técnicos, al no cumplir ciertas normas ni haber adquirido un firme compromiso de respetar, como un derecho adquirido, los principios de equidad y universalidad que inspiran y preservan los principios del Sistema Nacional de Salud (transferido en enero de 2002) para la cobertura de prestaciones sanitarias de carácter nacional, sin extender y coordinar la cartera básica complementaria de servicios comunes (tales como el acceso a nuevas terapias y medicamentos; atención bucodental; calendario vacunal; cuidados paliativos; daño cerebral sobrevenido; salud mental; etc.), dando lugar a variaciones esquizoides de un ente autonómico a otro, haciendo que los gastos se disparen, según región y población y que ningún asegurado esté conforme con lo dispensado cada vez que lo sufre en sus propias carnes porque ha desembocado en una auténtica competición intercomunitaria en busca, posiblemente utópica, de una confederación de 17 sanidades en lugar de mejorar con esta descentralización.

Y, para colmo, en cada territorio autonómico la Sanidad española tiene un coste diferente, lo que engendra un agravio comparativo en el marco del mapa español. Así, el presupuesto que cada ciudadano tiene asignado anualmente para su salud varía entre 1.119 € de la Comunidad Valenciana y 1.506 € de las Comunidades de Extremadura y el País Vasco, en tanto que el gasto farmacéutico varía entre 332,2 € de la Comunidad Gallega y 198,6 € de la Comunidad Balear (según datos de 2009). Y, pese a estas cantidades de vértigo, los gestores responsables de turno están incumpliendo, por incapacidad, con retrasos de hasta dos años, la obligación de pagar las facturas a los fabricantes de productos sanitarios, lo que podría desencadenar un desabastecimiento público de medicamentos, de materiales ortoquirúrgicos, fundamentalmente en Cantabria y Murcia.

Desde tiempo inmemorial es habitual el bombardeo cotidiano de que falta dinero en Sanidad y en Seguridad Social (incluidas las pensiones), pero jamás falta en otros ministerios y, menos aún, cuando se trata de realizar comicios electorales, porque ese dinero se extrae, sin sacacorchos, de esta caja sin fondo. Ante esto no causaría el más mínimo rubor si se suprimieran asesores; compra de coches oficiales; dietas; delirios nacionalistas como las más de 189 embajadas autonómicas absurdas (según datos de 2010), despilfarrando más de 150 M€ anuales, entre las que destacan Cataluña con 48 delegaciones, seguida de Valencia con 26; estudios de muy dudoso calado y futuro; gastos superfluos suntuarios y de representación; parlamentarios nacionales y autonómicos, que dictan leyes de difícil coordinación; radios y televisiones de dudosa cultura; subvenciones lingüistas, viajes; etc., que multiplicando lo evidente por 17, resulta escandaloso, con lo que se evitarían decretos sobre recortes en los sueldos de los empleados públicos, en los servicios básicos sanitarios tales como cierres de centros de salud y de especialidades, plantas de hospitales y la Sanidad quizá no estaría, como está, en el punto de mira que destruya algo tan valioso como es la salud, porque sin salud no hay vida.

Todo ello, y continuando con una reconversión política, ya necesaria después de más de una centuria, comenzando por las Diputaciones Provinciales y continuando por el Senado, Ayuntamientos, Cabildos, Consells, etc., de manera que se impediría el desvío de fondos sanitarios a la construcción de aeropuertos, autopistas, AVEs y carreteras, consiguiendo estos miles de millones de euros que, sin esfuerzo, sacarían a flote esta Sanidad nuestra que hace aguas por todas las partes, sin necesidad de aumentar este copago que, repito, ya existe. Más aún, sería deseable, incluso aconsejable, que la Sanidad se despolitizase y que todos los políticos, absolutamente todos, la respetaran prohibiendo cualquier promesa sobre la salud en cada próxima concurrencia electoral porque, en esto de las promesas incumplidas, los países líderes son Italia y España.

Por supuesto que es de recibo querer reducir la factura farmacéutica por parte de las comunidades autónomas, pero siempre desde el punto de vista ético y legal para que el propio médico, pilar fundamental de toda Sanidad, no pierda libertad y criterio de prescripción, inherente a su propia facultad, y con límites bien fundamentados, no siempre basados en la efectividad demostrada de un determinado fármaco para tratar una patología y, en algunos casos, hasta chantajista, dejando en manos del boticario la dispensa, boticario que tiene una dualidad profesional: es la vez farmacéutico y comerciante. Y en esto se nota.

Pero más retorcida aún es la práctica, fomentada por alguna consejería sanitaria, de ciertas comunidades autónomas, de eliminar ciertos medicamentos del programa informático de sus computadoras para impedir al médico, sin más, la prescripción de marcas autorizadas y necesarias, autorizadas tras duras gestiones por el Gobierno de España (de turno), que es quien fija el precio final, detalle a tener en cuenta, aunque caras porque, en esta vida, nada es barato, y menos la vida, finalizando por parte de los farmacéuticos, con una sustitución mayor de lo que establece la Ley de Garantías y Uso Racional de Medicamentos y Productos Sanitarios.

En cuanto a la obsesión, casi enfermiza, porque se prescriban principios activos, llamados genéricos, sólo Rumanía y España, dentro de la Unión Europea, lo hacen por decreto, en lugar de la patente que, desde el punto de vista deontológico es inadmisible, ya que puede llegar, y de hecho llega, a mermar la calidad asistencial, tanto como que si se trata de acortar el sufrimiento cualquier medicamento genérico irremisiblemente lo alargará. A modo de ejemplo, hay que destacar que España consume el doble de medicamentos antiinflamatorios, genéricos en su mayor parte, que cualquiera de los países europeos, llámese Alemania, Francia, etc. Y, sin embargo, es muy deficitaria, en la utilización correcta de analgésicos. No obstante, el gasto sanitario español se sitúa muy por debajo de la media europea, pese a que ha incorporado elementos que hay que controlar más estrictamente como son los sofisticados dispositivos tecnológicos de importación, envejecimiento de la población, facilitación del aumento de movimiento demográfico e inmigratorio, sin contraprestación alguna.

La experiencia histórica enseña que, cuando el dinero manejado es ajeno, la gestión desemboca en el despilfarro económico, siempre a espaldas de los profesionales sanitarios y de los usuarios del sistema, por lo que habría que exigir responsabilidades judiciales, además de políticas, al equipo encargado de gestionar los fondos sanitarios que ha hecho saltar la alarma, que no parece ser el más adecuado y capaz, ya sea por codicia o por ignorancia, para cuadrar correctamente las cuentas en las columnas del debe y del haber, siguiendo los manuales clásicos de contabilidad.

Sin poner en duda que el paciente debe recibir el mejor y más moderno trato, con el paso de los años, y sin ninguna corrección, debido a la tendencia incontrolable de introducir nuevas tecnologías, tanto equipos como sistemas de información en los servicios asistenciales, cuya inversión puede ahorrar la mitad en costes, se siguen cometiendo errores que abocan al descontrol del gasto. Todo sería más fácil si el personal técnico, integrante del organigrama de cada ministerio, lo compusiera el personal más íntegro y capaz que condujera una economía más saneada y sostenible. Las decisiones deben salir del propio médico y no de la decisión puntual de un despacho político. Porque la mejor inversión, sin recortes, que puede hacer un país es en Sanidad (y Educación), fijando prioridades y centrando la verdadera raíz del problema, es la financiación para conseguir Salud (y Saber).

Si, por casualidad, a alguien se le ocurriera aumentar el copago, su efecto podría ser como la trayectoria de un boomerang, es decir causaría un grave perjuicio para la salud de los contribuyentes españoles, porque el afectado, al desconocer la prioridad de sus necesidades, reduciría la asistencia sanitaria, sobre todo los auténticos desempleados, como ya está ocurriendo actualmente.

No estaría mal visto que aquellos que, con su oficio, que no profesión, proponen hacer recortes sanitarios, porque tienen capacidad para ello, y que se están haciendo, fueran proporcionales a los recortes que se hagan ellos mismos. En España nada es gratis, y menos la salud. La salud se paga, y a qué precio.

El disco duro de España está infectado de virus saprofitos que en los últimos treinta años de endogamia se han convertido en virus patógenos, por lo que ya va siendo necesario un reseteo, una cirugía radical, un cortar por lo sano, antes de que muestren únicamente la osamenta.

España ocupa, mejor dicho ocupaba, la quinta mejor Sanidad del mundo hasta hace siete años con el copago existente, pero esa es otra historia milagrosa, cuyos protagonistas que fueron, y siguen siendo, los médicos, gracias a su formación continuada, sin la menor ayuda pública, historia de la que hablaremos en otra ocasión.

El futuro, por tanto, no está en hacer pagar más, mejor dicho, pagar el doble por algo que actualmente está perfectamente financiado, sino obligar/exigir a los técnicos que gestionen mejor los recursos otorgados, que son abundantísimos, es decir no gastar más del presupuesto asignado, no vaya a ser que cuanto más tengan más despilfarren hasta que lo adelantado, además de vicio, se convierta en una espiral infinita.

Alfonso Campuzano, Médico Cirujano Traumatólogo del Hospital Clínico Universitario de Valladolid

 

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