Marta

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Aquella noche del 8 de diciembre, cuando el personal estaba de vuelta con las maletas de los aeropuertos que se habían cerrado por falta de control, las portadas traslucían la satisfacción que procura hincar el diente a un escándalo fresquito y tierno  y así poder liberar la tensión contenida contra quienes le habían echado a perder el puente.
Ella era una persona de probada capacidad, de espíritu esforzado y trabajador, que unía a la disciplina y el sacrificio consustanciales a su actividad, unía simpatía y sencillez, ese no darse importancia que es atributo de los mejores que le había llevado a lo más alto según la prensa de aquel día había cometido el mayor de los delitos.
Vimos a la policía entrar en su casa y salir después de registrarla con las pruebas que demostraban que Marta se había ayudado en sus victorias mediante sustancias prohibidas y este país de descreídos, de gente que está de vuelta, que desconfía a muerte de políticos, jueces e instituciones, se aprestó a creer, de un día para otro, que una deportista honorable era una tramposa y una delincuente.
La prensa aportó lo suyo. El principal diario deportivo calificaba de «gran noticia» la detención de la atleta. Caiga quien caiga, clamaba. ¡Tanto mejor si cae de lo más alto! Ni una duda. Ni una fugaz alusión a la presunción de inocencia, tan invocada donde no corresponde. Y el diario global anunciaba con su don profético: «El dopaje también acaba con la gran dama del atletismo». En un parpadeo se pasó del «quién lo iba a decir» al «ya nos lo decíamos». Y todos tan contendos. Cómo no estremecerse y deleitarse ante la imagen de una dama de posición que, de pronto, es arrojada del palacio al arroyo. Y si la dama es del PP, qué gozo.
Pasado un embarazo de declaraciones interminables y comprobadas una a una todas las pruebas la juez decide archivar la causa ya que los anacletos de turno se han cubierto de gloria. De ese «oro» de herbolario que incluyeron, sin más, en el código del hampa. Con ellos comparten podio quienes rehúyen ahora toda responsabilidad, como Rubalcaba que solo quería desviar la atención o Lissavetzky y sus compis que se querían vengar.
Para ello el Ministerio de Interior distrajo unas pruebas a la juez y como no estuvieron conformes con los análisis que no encontraron ningún rastro de dopaje las llevaron sin su permiso a Colonia convencidos que el “oro” que Marta decía tener no era sino una nueva sustancia que daba alas a quien la consumía. Y se dieron de bruces.
Pero, descontadas esas miserias, queda el asombro ante la vertiginosa facilidad que en este país se siegan reputaciones, el escaso valor que se concede a una trayectoria intachable, la prontitud con la que se excitan los bajos instintos y se despierta el apetito de linchamiento. Siempre que sea el todopoderoso Ministro de Interior quien avale estas acusaciones.
El caso archivado de Marta no solo confirma su inocencia, sino que deja en evidencia que hubieron muchos culpables del asedio y la mentira. ¿Alguien va a pagarle por el daño causado?
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