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El año que viví peligrosamente

15 años después

A finales de este 2012 hará quince años que volví a nacer. A pesar de sonar a topicazo, no se trata de un recurso literario sino de los hechos que ocurrieron durante casi un año de mi vida. Algunos ya los conocéis y seguro que, como me ocurre a mí en muchas ocasiones, hasta os parecerá un producto de la factoría de vuestra imaginación. Y es precisamente a ti, a vosotros, a quién va dedicado este post como un modesto, pero absolutamente sincero, reconocimiento que hice prometerme que no dejaría pasar por alto allá por el final de 1998.

Una Navidad cualquiera

Todo empezó en diciembre de 1997. Jamás se me olvidará aquel instante en el que se paró el mundo, aunque sólo fuera en mi reloj. Estábamos en vísperas de las fiestas de Navidad y hacía unos días que me había sometido a una pequeña intervención. Estábamos sentados a la mesa y Papá tomó la palabra. Ya teníamos los resultados. No había ido bien. Rompí aquel silencio estremecedor y pregunté: «¿Cómo que tratamiento? ¡Pues que me vuelvan a operar y ya está! Y entonces se me escurrió el suelo bajo los pies. «No hijo, no puede ser. Tienen que ponerte quimioterapia y radioterapia. Se llama linfoma de Hodgkin«. Me encantaría contarte que fui valiente, que miré a ese destino traidor a los ojos sin bajar la barbilla, pero nada de eso ocurrió. Sentí como mi cuerpo se agrietaba de afuera a dentro, desgarrándome las carnes. Solté un alarido en forma de «no» y rompí a llorar como no había hecho jamás. Me levanté y me encerré en mi habitación sin comer. No quise hablar con nadie en días. El primero en llamar fue David. Se lo acababan de contar mis padres. Papá me pasó el teléfono, creo recordar, y al instante nos pusimos a llorar. Colgó y vino corriendo desde el otro lado de la calle. Subió las escaleras de tres en tres y nos abrazamos. Quizá en ese momento comprendí que no tenía por qué adentrarme en el abismo solo. A partir de ahí empezó la batalla.

Lo primero que me esperaba era una visita al Dr. Antich. Estaba tan aterrorizado que temblaba tanto de epidermis para dentro que los huesos parecían resonar, mientras procuraba que esa imagen no se proyectara hacia el exterior. Empezaba a plantearme que debía tener en cuenta a mi familia, que ellos también sufrían. El Dr. Antich no se anduvo con rodeos: «¿Has hecho la ‘mili’? Pues esto es como un servicio militar: en nueve meses todo habrá acabado y después podrás olvidarte». A continuación empezó con la teoría. Era un linfoma de Hodgkin en estadio I y el pronóstico era bueno. «Tranquilo. Se cura en más del 90% de los casos», concretó mientras no dejé de darle vueltas a ese pendenciero 10%. Al tratamiento a seguir se le llamaba «sandwich» (Quimio – Radio – Quimio) con 12 sesiones de quimioterapia y un mes y medio de radioterapia. Lo tenían claro, parecía. Yo, no tanto. Ese mismo día tomé verdadera conciencia por primera vez del tipo de experiencias que abalanzaban sobre mí en los meses posteriores. Antes de marcharnos con la cita para la primera sesión de quimio en el bolsillo, me tuvieron que someter a una punción lumbar. La verdad es que fueron francos: «Esto te va a doler un poco». Me anestesiaron la zona posterior de la cadera para introducirme una aguja del tamaño de un soplete. «Lo que vamos a hacer es llegar hasta el hueso y coger una muestra», dijo el Dr. Antich. Me enseñó el artilugio y mentiría si dijese que no estuve a punto de entrar en colapso total. En su punta constaba de una suerte de dentadura que se manejaba desde lo que parecían unas asas de tijera situadas en el extremo opuesto. Cuando lo introdujo el dolor era soportable hasta que señaló que a partir de ese instante iba a hacerme «algo» de daño. «Esto te va a doler», dijo sin darme tiempo a digerirlo mientras apoyaba casi todo el peso de su cuerpo sobre mi espalda para arrancarme un trozo de esqueleto. El dolor fue tan intenso que durante unos segundos perdí la voz mientras me caían un par de lágrimas sin sollozo alguno, incapaz de consumir energía alguna en expresar cualquier otra manifestación de tal tortura. Para colmo, tuvo que hacerlo dos veces porque en la primera ocasión el congrio de metal regresó sin tajada. Al acabar fue más elocuente: «Te hemos arrancado un trocito de hueso y la anestesia solo te calma el pinchazo de la inyección. La mordedura del hueso se siente completamente. Pero eso es mejor no decírtelo hasta que ya ha pasado», sonrió. Me aseguró que se trataba de una de las pruebas más dolorosas que existen. Así entendí porque casi me desmayo de dolor. A pesar de lo que pueda parecer, debo ser justo y reconocer que el equipo del Dr. Antich y las Dras. Cladera y Balaguer, responsables de mi supervivencia en aquellos nueve meses, me hicieron conocer la vertiente más humana de la medicina, repleta de profesionales imponentes con un trato personal exquisito.

El entorno

En este punto hago un pequeño alto en el camino para acordarme de Mamá, Papá y Samantha, mi hermana. Todas las sesiones de quimio com Mamá, los análisis semanales para ver mi nivel de defensas, los trayectos en coche en que no cejaba en su empeño de ver la botella medio llena mientras yo le amenizaba el viaje con algo de SKA-P y su Cannabis; las noches de ingresos por daños colaterales al tratamiento… Todo atenciones, siempre con una buena cara como receta. Papá estaba en el mismo bando, codo con codo, organizándose el trabajo para poder escaparse a hacerme compañía en mis maratones de 3 horas de quimioterapia, removiendo cielo y tierra para que la burocracia del seguro médico complementara todo el proceso que la Seguridad Social ya estaba asumiendo, conectando nuestra casa a Internet para hacerme llevaderas la cantidad de horas muertas y poderme comunicar con Josu y Pedro, mis amigos y compañeros de carrera que estaban pasando ese curso de Erasmus en Aberdeen, Escocia. Guardo los emails que me enviaron y todas las cartas y postales manuscritas. Entre aquellos aparece alguno de Marcial. Estuvieron tan cerca que los miles de kilómetros de distancia apenas importaron. Igual que ahora, Josu, que nuestras vidas no coinciden tanto como quisiéramos te intuyo igual de cerca. Y cómo no acordarme de Sami, mi hermana, para la que también fue un calvario durante el que jamás remugó. Compaginar la tortura de sus oposiciones a judicatura con los constantes sobresaltos que le propinaba su hermano supuso para ella un sobre esfuerzo descomunal. Fue uno de tus peores casos, ¿verdad magistrada?

Cartas y postales manuscritas, emails, un relato en una publicación universitaria y otros recuerdos de 1998.

Y la conocí. Hablo de Rebeca, mi mujer. Empezamos a salir en pleno tratamiento; no le importó ni mi lamentable apariencia física en aquellos momentos, ni siquiera el olor a buitre carroñero que en cualquier instante podría sobrevolar mi cogote. Con ella se me olvidaba todo. Se me escabullían las hienas de mi azotea cuando compartíamos el tiempo. El próximo mes de abril hará 14 años que lo dio casi todo. Hace 29 meses cerró el círculo: nos hizo padres.

Tuve el privilegio de poder disfrutar de mi suegro Manolo durante unos meses. Aunque el destino no tuvo tanta paciencia con él, su custodia actual de la familia es incuestionable. El resto de la familia, mis cuñado Alberto e Iván, siempre me hicieron sentir como en casa. Recuerdo el día en el que me presenté oficialmente a la familia. Más de una veintena de familiares y amigos pendientes de un cabeza rapada con ictericia. Los nervios se esfumaron al acabar los saludos. No olvido el camino de regreso en el Golf verde edición Rolling Stone de Mateo y los Dire Straits de fondo. Hoy puedo decir que soy uno más de esa familia.

Daños colaterales

A este apartado corresponden todas aquellas consecuencias derivadas de los efectos aniquiladores que las drogas controladas ejercieron sobre mi cuerpo. Padecí una parálisis intestinal que me obligaba a tomar repugnantes antídotos para combatirla. Tras las sesiones de radioterapia mi cuerpo entraba en estado de letargo y era capaz de dormir la mayor parte del día. La radiación era tan potente que un día me desperté con las axilas en carne viva. La radioterapia propició uno de los momentos más dramáticos, a la vez que estúpido, del calvario. Una tarde me empezó un picor terrible en la nuca, desesperante. Empecé a rascarme con nerviosismo hasta que me quedé con un mechón de pelo en la mano. Luego otro, y otro y así hasta quedarme al raso en esa parte de la cabeza. Salí disparado hacia el baño para comprobar qué me estaba pasando. Llamé a mis padres pidiendo ayuda con un llanto desconsolado. Estaba aterrado porque pensé que el maldito linfoma se había apoderado de mi apariencia y ya no podía pasar desapercibido. No quería dar explicaciones y, sobre todo, me repugnaba el hecho de producir en los demás cualquier sentimiento de compasión. Es cierto que cuando me diagnosticaron lo primero que hice fue comprarme una máquina para raparme el pelo. Era la época en que los De la Peña, Ronaldo -el original- y compañía habían puesto de moda el peinado al cero y eso me ofrecía una cierta coartada. Pero ésta quedó desfasada cuando la radio engulló parte de mi cabellera. Mi familia y amigos se encargaron de hacer invisible esa circunstancia durante muchos momentos.

La neumonitis pulmonar como efecto de una de las drogas de la quimio. Un día, a traición, me quedé a mitad de escalera. Tuve que subir los últimos dos pisos a cuatro patas, me faltaba la respiración. Desde ese momento tuve que someterme a pruebas periódicas para controlar una posible pérdida crónica de capacidad pulmonar. Finalmente se quedó en una huella residual que no me afectaría para nada en mi vida cotidiana.

Una pericarditis en Madrid. Las Navidades siguientes, a los tres meses de finalizar el tratamiento, me entró un fuerte dolor en el pecho y en cuestión de horas apenas podía moverme. Pensé que estaba sufriendo un infarto. Ingresé en urgencias de una clínica próxima al barrio de Arturo Soria y me quedé durante algunos días pensando que por lo menos los pacientes serían de postín, pero no fue así. El susto fue morrocotudo. Mi padrino estuvo allí al pie del cañón, demostrándome lo que significa ser familia aunque solo pudiéramos ejercer en las fechas señaladas.

Recuerdos

De todos esos meses, quedan muchos recuerdos. Como las clases de la facultad a las que acudía en semanas alternas, ausentándome durante las que me tocaba tratamiento. Fue impresionante comprobar como mis compañeros -algunos de ellos forman parte de mi círculo de amistades más íntimo- se desvivieron para que no perdiera el hilo de las clases. Trabajos en equipo hechos a mi medida y gestiones con el profesorado en mi nombre, eran una constante. Todavía me acuerdo de las risas y las continuas bromas que me procuraba el bueno de Jaime. Aquí no puedo olvidarme de algunos de mis profesores que, saltándose el calendario escolar, me examinaron cuando las ondas y la química me concedían una tregua. Recuerdo a Joana Mª Seguí o a Climent Picornell, entre otros, que pusieron su agenda a mi disposición. Ese curso conseguí superar diez asignaturas.

Recuerdo cuando hablé con Mamá sobre el cannabis. Le dije que si las sesiones de quimioterapia se me iban de las manos quería que se lo planteáramos a los doctores. Eran tres días con el cuerpo descompuesto que se hacían interminables. Al final no tuvimos que recurrir al THC.

Recuerdo los partidos en el Fondo Norte del Lluís Sitjar. El día del apagón contra el Real Madrid cayendo el diluvio universal. Durante esos 90 minutos sanaba por completo. Por lo menos mentalmente. El colmo del hooliganismo fue pedir permiso al equipo de oncología para viajar a Valencia, con Martín y David, para asistir a la final de la Copa de Rey que jugaría el RCD Mallorca ante el FC Barcelona, en el Estadio de Mestalla. Me concedieron el deseo y no me lo pensé. Nos sacamos los billetes y nos fuimos para allá en un auténtico disparate de barco de la desaparecida compañía Flebasa. Salimos antes que nadie del puerto de Palma -12.00AM- y llegamos los últimos, con el partido empezado [aquí está la prueba]. Tanto es así que celebramos el gol del mallorquinista Stankovic en la misma bodega del barco, justo antes de desembarcar en la ciudad del Turia. Estaba tan extenuado a la vuelta que me quedé dormido durante todo el trayecto justo al lado de las máquinas recreativas, a la entrada de la sala de butacas. Una experiencia inolvidable, a pesar del atraco futbolístico y sus consecuencias en el resultado.

Recuerdo las llamadas de mi prima Rocío siempre ofreciendo su apoyo y su buen humor, a pesar de la lejanía. Al igual que mi tía Margot, que no necesitará leer estas líneas porque sabe perfectamente cuánto se preocupó por mí. Y como no, mi padrino «Tito Jose» -sin acento-. Recuerdo a mi tía Mª Antonia y su reencuentro después de muchos años, aportando su granito de arena a la familia.

Recuerdo hablar por teléfono con mis abuelos Pepe y Margot cuidando hasta la última palabra o mi entonación. No podían percatarse de nada. Que vivieran en Madrid era condición suficiente para evitarles un sufrimiento inútil en la distancia. No hubieran tolerado nada bien no poder arrimar el hombro.

Recuerdo a la perfección todas aquellas juergas «lights» que me procuraban los buenos de Martín y David. Las semanas de parón en el tratamiento nos reservábamos las noches de los sábados para recorrer el Paseo Marítimo, en mi caso, a base de Coca-Cola para no castigar demasiado al hígado que ya se llevaba un buen tute entre semana con tanta química.

Recuerdo a mi amigo Colau. Cuando me llamaba al portero de casa para que fuéramos a probar su nuevo Fiesta XR2 hasta Valldemossa. O para que fuera a su casa a enseñarme las nuevas adquisiciones de su discografía metalera. El motor, la música y el Mallorqueta nos unieron para siempre.

Recuerdo a otros muchos que, incluso sin percatarse, me allanaron el camino apartándome del lado oscuro simplemente siendo como son. En muchos casos hace años que hemos perdido el contacto y aunque no haya sabido encontrarle un hueco a vuestro nombre en estas líneas, sí que goza de uno, y preferente, en mi recuerdo.

Despedida y cierre

Si te preguntas por qué hago esto ahora, la respuesta es sencilla. Durante aquellos meses me hice algunas promesas que jamás debería traicionar: la primera, hacer un ejercicio periódico de memoria para no olvidarme nunca de cómo he llegado hasta aquí; la segunda, recordar a todos los que contribuyeron a mi ‘renacimiento’ desde sus pequeños detalles hasta los apoyos más incondicionales. Empecé a finales de 1998 publicando en una revista universitaria un relato de agradecimiento para todos aquellos que contribuyeron a la causa [aparece en la imagen adjunta]. Cuando se cumplieron los 10 años desde que recibiera el alta tuve que cumplir el siguiente propósito. Pensé y repensé en una cita que me sirviera para que jamás perdiera de vista lo que me enseñó aquella experiencia vital y, muy a mi pesar, me la tatué: ‘Caer es el primer paso para levantarse’. Elegí colocármela en el abdomen para que después de cada ducha supiera que estaba allí, mientras el resto del día permanecía oculta cumpliendo discretamente con su cometido. Por eso, este reconocimiento de hoy corresponde precisamente a esa lista de tareas pendientes de por vida. Se van a cumplir 15 años de todo aquello y valía la pena este ejercicio de memoria.

Si te das por aludido y deseas compartirlo conmigo -y con el resto de esta modesta familia bloguera- te invito a que dejes tu testimonio en un comentario a continuación. Si te puede la pereza, me conformo con tu paciente lectura, aunque sea por dosis.

Gracias amig@. Gracias a todos. Gracias por todo.

¿Pero quién te has creído que eres?

Actualización 12/02/09, 15.30h: ¿Pero quién te has creído que eres? II

Esta pregunta va dirigida a ti. Seré breve. A ti mujer u hombre, político, ciudadano, doctor, paciente, católico, apóstata, agnóstico, miembro de otra iglesia, estudiante, empresario, trabajador, parado o pensionista, simpatizante de izquierdas, de centro o de derechas, soltero, casado o viudo… Te recomiendo que te hagas esta pregunta cuando tengas las santas posaderas de censurar la decisión de la familia de Eluana Englaro de acabar con el sufrimiento irreversible de su hija, en estado vegetativo desde hace 17 años. ¿Pero quién carajo te has creído que eres para juzgar a esa familia?. Sólo les corresponde a ellos, como único vínculo de sangre directo, plantearse o no la posibilidad de luchar por una muerte digna para su hija. Si trato de ponerme en su pellejo por unos instantes, y desde ya pongo en duda que me sea posible llegar a imaginar qué pueden estar sintiendo esos padres en estos momentos, no tengo la más remota idea de cuál sería el proceder más adecuado en este caso, lo más justo para ella, y si tendría las agallas suficientes, en el peor de los supuestos, para autorizar la defunción de mi hij@. Pero que no se nos olvide algo muy importante: ni yo ni mis ideas pintamos una regadera en toda esta historia. Tú, a no ser que te apellides Englaro, tampoco.

Exijamos un respeto firme e inflexible de la libertad de decisión de las personas. Si tienes convicciones religiosas, exijamos que puedas ejercerlas sin que te veas coartado por ello ni debas pedir perdón por tus ideas. Y si no las tienes, exijamos idéntico respeto para ti. Si aquel es tu caso, quizá puedas rezar por el alma de Eluana y su familia… pero no te atrevas a juzgarles más allá de la puerta de tu casa. A todo aquel que se dé por aludido tengo el placer de decirle que: ¡no toques más las pelotas con tu opinión! No ha lugar. Nadie te la ha pedido. No queremos escucharla. Deja que la gente decida en paz, mientras tú haces lo propio con tu vida, junto a los tuyos. Basta ya de aleccionadores rancios de una sola verdad. Respetemos la capacidad de autogobierno de las personas, por difícil que nos resulte entender sus circunstancias. Si, como debe de ser, defiendes tu integridad e ideales con uñas y dientes, ¿a qué leches responde que quieras entrometerte en la vida de los demás?. Que te quede claro: no tienes derecho.

Punto, pelota.

Cita postuaria: «El límite bueno de nuestra libertad es la libertad de los demás».(Jean Baptiste Alphonse Karr, 1808-1890)

Un día de furia…

Todo empezó así. Tenía que hacerme unas analíticas y perdí el volante. Era mi primer día libre y a las 08.00h ya estaba en el hospital para solicitar una copia. Me dicen que ha entrado un nuevo sistema y ya no es suficente con entregar el papel el mismo día que decida ir a que me pinchen. Ahora se debe pedir hora por teléfono. La cosa se enchunguece. Consultamos la lista de espera y bingo: no hay hora hasta dentro de dos semanas. Eso sí, para adelantar puedo hacérmelos en otro centro. Eso es bueno, me digo. La parte mala viene ahora: no llegaré a tiempo porque cierran a las 08.30 y son y veinte. Me encanta que los planes salgan bien.

Por sugerencia paterna, llamo para pedir hora para el día siguiente en mi centro de salud y me dicen que ellos no reservan telefónicamente y que hay que ir en persona. Eso sí, los céntimos de euro que me han soplado por llamar al 902 sin que me aclaren nada, volaron. Hoy es mi día, me digo. Vista la conjura de los astros, me voy en persona una hora más tarde para cerrar in situ el asunto. Al llegar allí me atiende un señorita tan amable como desinformada. Me dice que no hace falta reservar día, puesto que basta presentarse a las 08.00 hora zulú -hay que ponerse riguroso en estos casos- y me lo harán al momento. Más o menos como el DNI pero con 14 horas de espera menos, se supone. Le pregunto si mañana va bien y me responde que «claro».

Ya es mañana. Aunque estoy de vacaciones, me levanto a las 07.00 hora de mier–. Bajo a poner un par de calles y a las 07.40h estoy en la puerta del centro. Una pareja de ancianos guarda el turno en la entrada resguardados del frío en un portal de 2×2, ideal para jóvenes emancipados. Están solos y me acerco a ellos para preguntarles esa información, vistos los precedentes. Regreso al coche que se encuentra a escasos 15 metros de allí. Aguardo en él hasta que se hacen las 07.55h y allí no aparecía ni el sereno. Me entretengo osbservando los movimientos de un par de prostitutas y sus chulos. Siempre ha habido clases. Ellas callejeando con una bufanda por falda con una rasca que cortaría los labios a un oso polar y los fulanos resguardados en el interior de un cajero automático. Ni un nirvi, diría l’amo en Pep.

Salgo del auto -en ese barrio ya se denomina así- y me dirijo optimista hacia mi centro de salud. No se incrementó la cola y prontito estaré en mi cama intentando conciliar el sueño que me birló el Estado hace unas horas -por si hay algún iluminado, repito que estoy de vacaciones-. Durante décimas de segundo estudio emprender acciones legales (está tan de moda que seguro que yo también puedo, ¿no?). Le pregunto a la pareja de ancianos si están esperando para unas analíticas (de unos años a esta parte la gente te mira con cara de asco si pronuncias la palabra «análisis» y ya veo bastantes getas de esas a diario como para no descansar en vacaciones -y van tres-). El señor, de esos a los que regalarías un abrazo entrañable, escucha y le transmite la respuesta por telepatía a su señora, que hace las veces de portavoz: «No hijo, hoy no hassen análissí. Llama y pregúntalo pero veraj que eh azín». Llamo y me abren al momento. Sale una señora que me mira con cara de ser demasiado pronto (las 07.58h) y le pregunto ahorrando todas las palabras que me permite mi escasa lucidez a esas horas: «Hoy se hacen analíticas, ¿verdad?». Y la respuesta es clara: «No, hoy no, no ves que lo pone ahí», y me señala un folio en el que se indica que hasta el 29 nasti de plasti. Yo, con un cabreo propio de «la Patiño» -agradezco este recurso a algunas de las mujeres de mi vida- le digo que ayer una compañera suya, sentada en el mostrador situado a mi lado, me dijo que «mañana mismo» -por hoy- podía hacerme los análisis, perdón, las analíticas -seguro que esto es cosa de Ibarretxe-. «Pues eso no puede ser porque ahí lo pone bien claro», y me vuelve a señalar el documento del delito que, perfectamente camuflado, podría haber pasado por un elemento más del decorado navideño del centro de salud. A todo esto, oigo una voz que sale de una habitación contigua: «Oye chaval, que aquí no puedes estar, ¿eh?». Lo que me faltaba. Un friki con porra que añora a Charles Bronson y tiene ganas de que le adelante algún presente antes de la Noche Buena. Falsa alarma. El propietario de esa voz, y de un cuerpo que ni en los mataderos de Jabugo, era un antiguo compañero de equipo con el que jugué en el Recreativo La Victoria. Por la gracia del espíritu navideño y mi falta de reflejos matinales, el destino puso el freno de mano y no quiso recrearse en su mala baba conmigo. El armario ropero al que iba a prometer un par de budspencers era de los míos y para lástima de mi cirujano maxilofacial, todo quedaría en un conato de envalentonada revenido a compadreo algo pastelón, por mi parte. Ya se sabe que los cambios bruscos de estado de ánimo, no me acaban de gustar, y del «pásame el teléfono de tu compañera que le voy a decir cuatro cositas» a la sujeto A, al «qué tiempos aquellos cuando tu tenías más pelo y mucho menos bíceps», hay un Palma-Cabrera-Palma a nado.

Lo dicho. Feliz Navidad y todo lo que le sigue. Sed felices, aunque los demás se empeñen en sabotearos el plan.

Cita postuaria: «Cuando la madre de Guillermo Jesús, de 7 años, le dijo que iba a llevarle al médico para que le sacara sangre, éste le contestó: ‘Vale, pero sólo si después me la devuelven’ (Extraido del libro Frases Célebres de Niños de El Hormiguero)