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El año que viví peligrosamente

15 años después

A finales de este 2012 hará quince años que volví a nacer. A pesar de sonar a topicazo, no se trata de un recurso literario sino de los hechos que ocurrieron durante casi un año de mi vida. Algunos ya los conocéis y seguro que, como me ocurre a mí en muchas ocasiones, hasta os parecerá un producto de la factoría de vuestra imaginación. Y es precisamente a ti, a vosotros, a quién va dedicado este post como un modesto, pero absolutamente sincero, reconocimiento que hice prometerme que no dejaría pasar por alto allá por el final de 1998.

Una Navidad cualquiera

Todo empezó en diciembre de 1997. Jamás se me olvidará aquel instante en el que se paró el mundo, aunque sólo fuera en mi reloj. Estábamos en vísperas de las fiestas de Navidad y hacía unos días que me había sometido a una pequeña intervención. Estábamos sentados a la mesa y Papá tomó la palabra. Ya teníamos los resultados. No había ido bien. Rompí aquel silencio estremecedor y pregunté: «¿Cómo que tratamiento? ¡Pues que me vuelvan a operar y ya está! Y entonces se me escurrió el suelo bajo los pies. «No hijo, no puede ser. Tienen que ponerte quimioterapia y radioterapia. Se llama linfoma de Hodgkin«. Me encantaría contarte que fui valiente, que miré a ese destino traidor a los ojos sin bajar la barbilla, pero nada de eso ocurrió. Sentí como mi cuerpo se agrietaba de afuera a dentro, desgarrándome las carnes. Solté un alarido en forma de «no» y rompí a llorar como no había hecho jamás. Me levanté y me encerré en mi habitación sin comer. No quise hablar con nadie en días. El primero en llamar fue David. Se lo acababan de contar mis padres. Papá me pasó el teléfono, creo recordar, y al instante nos pusimos a llorar. Colgó y vino corriendo desde el otro lado de la calle. Subió las escaleras de tres en tres y nos abrazamos. Quizá en ese momento comprendí que no tenía por qué adentrarme en el abismo solo. A partir de ahí empezó la batalla.

Lo primero que me esperaba era una visita al Dr. Antich. Estaba tan aterrorizado que temblaba tanto de epidermis para dentro que los huesos parecían resonar, mientras procuraba que esa imagen no se proyectara hacia el exterior. Empezaba a plantearme que debía tener en cuenta a mi familia, que ellos también sufrían. El Dr. Antich no se anduvo con rodeos: «¿Has hecho la ‘mili’? Pues esto es como un servicio militar: en nueve meses todo habrá acabado y después podrás olvidarte». A continuación empezó con la teoría. Era un linfoma de Hodgkin en estadio I y el pronóstico era bueno. «Tranquilo. Se cura en más del 90% de los casos», concretó mientras no dejé de darle vueltas a ese pendenciero 10%. Al tratamiento a seguir se le llamaba «sandwich» (Quimio – Radio – Quimio) con 12 sesiones de quimioterapia y un mes y medio de radioterapia. Lo tenían claro, parecía. Yo, no tanto. Ese mismo día tomé verdadera conciencia por primera vez del tipo de experiencias que abalanzaban sobre mí en los meses posteriores. Antes de marcharnos con la cita para la primera sesión de quimio en el bolsillo, me tuvieron que someter a una punción lumbar. La verdad es que fueron francos: «Esto te va a doler un poco». Me anestesiaron la zona posterior de la cadera para introducirme una aguja del tamaño de un soplete. «Lo que vamos a hacer es llegar hasta el hueso y coger una muestra», dijo el Dr. Antich. Me enseñó el artilugio y mentiría si dijese que no estuve a punto de entrar en colapso total. En su punta constaba de una suerte de dentadura que se manejaba desde lo que parecían unas asas de tijera situadas en el extremo opuesto. Cuando lo introdujo el dolor era soportable hasta que señaló que a partir de ese instante iba a hacerme «algo» de daño. «Esto te va a doler», dijo sin darme tiempo a digerirlo mientras apoyaba casi todo el peso de su cuerpo sobre mi espalda para arrancarme un trozo de esqueleto. El dolor fue tan intenso que durante unos segundos perdí la voz mientras me caían un par de lágrimas sin sollozo alguno, incapaz de consumir energía alguna en expresar cualquier otra manifestación de tal tortura. Para colmo, tuvo que hacerlo dos veces porque en la primera ocasión el congrio de metal regresó sin tajada. Al acabar fue más elocuente: «Te hemos arrancado un trocito de hueso y la anestesia solo te calma el pinchazo de la inyección. La mordedura del hueso se siente completamente. Pero eso es mejor no decírtelo hasta que ya ha pasado», sonrió. Me aseguró que se trataba de una de las pruebas más dolorosas que existen. Así entendí porque casi me desmayo de dolor. A pesar de lo que pueda parecer, debo ser justo y reconocer que el equipo del Dr. Antich y las Dras. Cladera y Balaguer, responsables de mi supervivencia en aquellos nueve meses, me hicieron conocer la vertiente más humana de la medicina, repleta de profesionales imponentes con un trato personal exquisito.

El entorno

En este punto hago un pequeño alto en el camino para acordarme de Mamá, Papá y Samantha, mi hermana. Todas las sesiones de quimio com Mamá, los análisis semanales para ver mi nivel de defensas, los trayectos en coche en que no cejaba en su empeño de ver la botella medio llena mientras yo le amenizaba el viaje con algo de SKA-P y su Cannabis; las noches de ingresos por daños colaterales al tratamiento… Todo atenciones, siempre con una buena cara como receta. Papá estaba en el mismo bando, codo con codo, organizándose el trabajo para poder escaparse a hacerme compañía en mis maratones de 3 horas de quimioterapia, removiendo cielo y tierra para que la burocracia del seguro médico complementara todo el proceso que la Seguridad Social ya estaba asumiendo, conectando nuestra casa a Internet para hacerme llevaderas la cantidad de horas muertas y poderme comunicar con Josu y Pedro, mis amigos y compañeros de carrera que estaban pasando ese curso de Erasmus en Aberdeen, Escocia. Guardo los emails que me enviaron y todas las cartas y postales manuscritas. Entre aquellos aparece alguno de Marcial. Estuvieron tan cerca que los miles de kilómetros de distancia apenas importaron. Igual que ahora, Josu, que nuestras vidas no coinciden tanto como quisiéramos te intuyo igual de cerca. Y cómo no acordarme de Sami, mi hermana, para la que también fue un calvario durante el que jamás remugó. Compaginar la tortura de sus oposiciones a judicatura con los constantes sobresaltos que le propinaba su hermano supuso para ella un sobre esfuerzo descomunal. Fue uno de tus peores casos, ¿verdad magistrada?

Cartas y postales manuscritas, emails, un relato en una publicación universitaria y otros recuerdos de 1998.

Y la conocí. Hablo de Rebeca, mi mujer. Empezamos a salir en pleno tratamiento; no le importó ni mi lamentable apariencia física en aquellos momentos, ni siquiera el olor a buitre carroñero que en cualquier instante podría sobrevolar mi cogote. Con ella se me olvidaba todo. Se me escabullían las hienas de mi azotea cuando compartíamos el tiempo. El próximo mes de abril hará 14 años que lo dio casi todo. Hace 29 meses cerró el círculo: nos hizo padres.

Tuve el privilegio de poder disfrutar de mi suegro Manolo durante unos meses. Aunque el destino no tuvo tanta paciencia con él, su custodia actual de la familia es incuestionable. El resto de la familia, mis cuñado Alberto e Iván, siempre me hicieron sentir como en casa. Recuerdo el día en el que me presenté oficialmente a la familia. Más de una veintena de familiares y amigos pendientes de un cabeza rapada con ictericia. Los nervios se esfumaron al acabar los saludos. No olvido el camino de regreso en el Golf verde edición Rolling Stone de Mateo y los Dire Straits de fondo. Hoy puedo decir que soy uno más de esa familia.

Daños colaterales

A este apartado corresponden todas aquellas consecuencias derivadas de los efectos aniquiladores que las drogas controladas ejercieron sobre mi cuerpo. Padecí una parálisis intestinal que me obligaba a tomar repugnantes antídotos para combatirla. Tras las sesiones de radioterapia mi cuerpo entraba en estado de letargo y era capaz de dormir la mayor parte del día. La radiación era tan potente que un día me desperté con las axilas en carne viva. La radioterapia propició uno de los momentos más dramáticos, a la vez que estúpido, del calvario. Una tarde me empezó un picor terrible en la nuca, desesperante. Empecé a rascarme con nerviosismo hasta que me quedé con un mechón de pelo en la mano. Luego otro, y otro y así hasta quedarme al raso en esa parte de la cabeza. Salí disparado hacia el baño para comprobar qué me estaba pasando. Llamé a mis padres pidiendo ayuda con un llanto desconsolado. Estaba aterrado porque pensé que el maldito linfoma se había apoderado de mi apariencia y ya no podía pasar desapercibido. No quería dar explicaciones y, sobre todo, me repugnaba el hecho de producir en los demás cualquier sentimiento de compasión. Es cierto que cuando me diagnosticaron lo primero que hice fue comprarme una máquina para raparme el pelo. Era la época en que los De la Peña, Ronaldo -el original- y compañía habían puesto de moda el peinado al cero y eso me ofrecía una cierta coartada. Pero ésta quedó desfasada cuando la radio engulló parte de mi cabellera. Mi familia y amigos se encargaron de hacer invisible esa circunstancia durante muchos momentos.

La neumonitis pulmonar como efecto de una de las drogas de la quimio. Un día, a traición, me quedé a mitad de escalera. Tuve que subir los últimos dos pisos a cuatro patas, me faltaba la respiración. Desde ese momento tuve que someterme a pruebas periódicas para controlar una posible pérdida crónica de capacidad pulmonar. Finalmente se quedó en una huella residual que no me afectaría para nada en mi vida cotidiana.

Una pericarditis en Madrid. Las Navidades siguientes, a los tres meses de finalizar el tratamiento, me entró un fuerte dolor en el pecho y en cuestión de horas apenas podía moverme. Pensé que estaba sufriendo un infarto. Ingresé en urgencias de una clínica próxima al barrio de Arturo Soria y me quedé durante algunos días pensando que por lo menos los pacientes serían de postín, pero no fue así. El susto fue morrocotudo. Mi padrino estuvo allí al pie del cañón, demostrándome lo que significa ser familia aunque solo pudiéramos ejercer en las fechas señaladas.

Recuerdos

De todos esos meses, quedan muchos recuerdos. Como las clases de la facultad a las que acudía en semanas alternas, ausentándome durante las que me tocaba tratamiento. Fue impresionante comprobar como mis compañeros -algunos de ellos forman parte de mi círculo de amistades más íntimo- se desvivieron para que no perdiera el hilo de las clases. Trabajos en equipo hechos a mi medida y gestiones con el profesorado en mi nombre, eran una constante. Todavía me acuerdo de las risas y las continuas bromas que me procuraba el bueno de Jaime. Aquí no puedo olvidarme de algunos de mis profesores que, saltándose el calendario escolar, me examinaron cuando las ondas y la química me concedían una tregua. Recuerdo a Joana Mª Seguí o a Climent Picornell, entre otros, que pusieron su agenda a mi disposición. Ese curso conseguí superar diez asignaturas.

Recuerdo cuando hablé con Mamá sobre el cannabis. Le dije que si las sesiones de quimioterapia se me iban de las manos quería que se lo planteáramos a los doctores. Eran tres días con el cuerpo descompuesto que se hacían interminables. Al final no tuvimos que recurrir al THC.

Recuerdo los partidos en el Fondo Norte del Lluís Sitjar. El día del apagón contra el Real Madrid cayendo el diluvio universal. Durante esos 90 minutos sanaba por completo. Por lo menos mentalmente. El colmo del hooliganismo fue pedir permiso al equipo de oncología para viajar a Valencia, con Martín y David, para asistir a la final de la Copa de Rey que jugaría el RCD Mallorca ante el FC Barcelona, en el Estadio de Mestalla. Me concedieron el deseo y no me lo pensé. Nos sacamos los billetes y nos fuimos para allá en un auténtico disparate de barco de la desaparecida compañía Flebasa. Salimos antes que nadie del puerto de Palma -12.00AM- y llegamos los últimos, con el partido empezado [aquí está la prueba]. Tanto es así que celebramos el gol del mallorquinista Stankovic en la misma bodega del barco, justo antes de desembarcar en la ciudad del Turia. Estaba tan extenuado a la vuelta que me quedé dormido durante todo el trayecto justo al lado de las máquinas recreativas, a la entrada de la sala de butacas. Una experiencia inolvidable, a pesar del atraco futbolístico y sus consecuencias en el resultado.

Recuerdo las llamadas de mi prima Rocío siempre ofreciendo su apoyo y su buen humor, a pesar de la lejanía. Al igual que mi tía Margot, que no necesitará leer estas líneas porque sabe perfectamente cuánto se preocupó por mí. Y como no, mi padrino «Tito Jose» -sin acento-. Recuerdo a mi tía Mª Antonia y su reencuentro después de muchos años, aportando su granito de arena a la familia.

Recuerdo hablar por teléfono con mis abuelos Pepe y Margot cuidando hasta la última palabra o mi entonación. No podían percatarse de nada. Que vivieran en Madrid era condición suficiente para evitarles un sufrimiento inútil en la distancia. No hubieran tolerado nada bien no poder arrimar el hombro.

Recuerdo a la perfección todas aquellas juergas «lights» que me procuraban los buenos de Martín y David. Las semanas de parón en el tratamiento nos reservábamos las noches de los sábados para recorrer el Paseo Marítimo, en mi caso, a base de Coca-Cola para no castigar demasiado al hígado que ya se llevaba un buen tute entre semana con tanta química.

Recuerdo a mi amigo Colau. Cuando me llamaba al portero de casa para que fuéramos a probar su nuevo Fiesta XR2 hasta Valldemossa. O para que fuera a su casa a enseñarme las nuevas adquisiciones de su discografía metalera. El motor, la música y el Mallorqueta nos unieron para siempre.

Recuerdo a otros muchos que, incluso sin percatarse, me allanaron el camino apartándome del lado oscuro simplemente siendo como son. En muchos casos hace años que hemos perdido el contacto y aunque no haya sabido encontrarle un hueco a vuestro nombre en estas líneas, sí que goza de uno, y preferente, en mi recuerdo.

Despedida y cierre

Si te preguntas por qué hago esto ahora, la respuesta es sencilla. Durante aquellos meses me hice algunas promesas que jamás debería traicionar: la primera, hacer un ejercicio periódico de memoria para no olvidarme nunca de cómo he llegado hasta aquí; la segunda, recordar a todos los que contribuyeron a mi ‘renacimiento’ desde sus pequeños detalles hasta los apoyos más incondicionales. Empecé a finales de 1998 publicando en una revista universitaria un relato de agradecimiento para todos aquellos que contribuyeron a la causa [aparece en la imagen adjunta]. Cuando se cumplieron los 10 años desde que recibiera el alta tuve que cumplir el siguiente propósito. Pensé y repensé en una cita que me sirviera para que jamás perdiera de vista lo que me enseñó aquella experiencia vital y, muy a mi pesar, me la tatué: ‘Caer es el primer paso para levantarse’. Elegí colocármela en el abdomen para que después de cada ducha supiera que estaba allí, mientras el resto del día permanecía oculta cumpliendo discretamente con su cometido. Por eso, este reconocimiento de hoy corresponde precisamente a esa lista de tareas pendientes de por vida. Se van a cumplir 15 años de todo aquello y valía la pena este ejercicio de memoria.

Si te das por aludido y deseas compartirlo conmigo -y con el resto de esta modesta familia bloguera- te invito a que dejes tu testimonio en un comentario a continuación. Si te puede la pereza, me conformo con tu paciente lectura, aunque sea por dosis.

Gracias amig@. Gracias a todos. Gracias por todo.

Fotos como nuestros padres

Hoy, 33. Para celebrarlo os propongo una visita por el blog Like Mom Like Dad. En él los lectores/redactores cuelgan fotografías en las que aparecen con sus hijos imitando las instantáneas que décadas atrás se hicieron con sus padres. Una magnífica iniciativa para no olvidarse del camino recorrido y de lo que resta por venir. En la sección Young me/Now me puedes encontrar los retratos de infancia de los internautas junto con la recreación actual de esa misma fotografía. Me temo que algun@ de vosotr@s disfrutará de las fotografías mientras piensa en cómo sería la suya propia.
Vía Señorita Puri
Por recomendación de mi profesor de repaso emocional, os sugiero que disparéis este temazo de Revolver…

Cosas que pasan

He decidido titular así esta entrada, robándole el nombre a un amigo y sublime blogger, para resumir en tres palabras como me siento últimamente. A partir de aquí, todos aquellos a los que os importe un pellejo de perejil lo que voy a contar podéis salir de la sala sin remordimientos colaterales. Si tuviera lo que hay que tener, yo también lo haría.
Después de ser padre la vida te cambia de sopetón. Para empezar te partes la jeta cuando piensas en el primer tipo al que un día se le ocurrió decir que para llevar una vida sana y ordenada y rendir decentementre en tu trabajo se deben dormir 8 horas al día. He buscado sin éxito su dirección postal para obsequiarle con un momento all-bran congelado y envuelto para regalo, por supuesto siempre desde el cariño -frase recurrente que suele preceder a un garrotazo verbal de los que te dejan las orejas temblando-. Cuando son las 05.00h y tus párpados se han llegado a tocar apenas un par de veces, empiezas a darle a la centrifugadora y arrancas a delirar. Cuando estás con una mano sujetando el chupete de tu hijo y con la otra intentando cubrir dos terceras partes de tu cuerpo con principio de hipotermia, te preguntas cómo el ser humano es tan sumamente incoherente: es capaz de mandar a un arganboy a Marte y no de crear un artilugio sujeta-chupete automático.

Después del sueño, el siguiente síntoma que te pone sobre la pista de que hay goteras en la terraza es que te empiezas a emocionar a menudo por las pijadas más absurdas que se puedan imaginar. Es evidente entonces que no puedo descuidar mis plegarias para sortear como sea el tener que cruzarme con algo realmente conmovedor, porque la cosa se complica de tal manera que eres capaz de lagrimar como los padres del futbolista revelación del Tegucigalpa, en la firma de su contrato por el Torrelodones B sobre la piel de una banana seca -lo primero que pillaron a mano-. En estos meses he ensayado tantos «se me ha metido algo en ojo» que llevo las americanas repletas de tarjetas de visita de oculistas sugeridos por extraños.

Otro de los cambios experimentados me tiene desconcertado. Me da por pensar concienzudamente a menudo, algo tan impropio de mí que me tiene abrumado. Vamos a ver, con lo bien que me iba a mí dedicándome a leer el Marca, viendo las fotos de la Rihanna de turno en las playas de Las Barbados o decidiendo si hoy me toca pizza o pa amb oli de menú, y ahora me tiene que estar pasando esto a mí. Lo curioso del asunto es que esos ejercicios mentales me han conducido al pasado. Una vez tras otra experimento como aspectos cotidianos de la vida me remontan a situaciones vividas muchos años atrás, con gente a la que quiero o he querido mucho. No le encuentro una explicación aparente. Quizá la perspectiva de la paternidad me ha devuelto el acceso a recovecos ocultos de mi memoria que estaban  guardados como oro en paño, bajo alguna contraseña extraviada. He vuelto a hablar con mis abuelos como si no hubiera pasado el tiempo. Como si estuvieran aquí todavía. He montado en el R8 de Pep y me ha contado cómo se las hizo pasar canutas a aquel gallito de El Terreno; he caminado por la calle Princesa con José -siempre impecable con su abrigo y  el ABC bajo el brazo- y en sus paseos estivales en Sa Indioteria me ha vuelto a dar unas monedas a escondidas para que comprara golosinas. También he vuelto a montar en bicicleta en El Dorado o a nadar a Cala Blava, a pasar las Navidades en Madrid o a jugar los domingos en el campo de La Victoria. Debe ser el preludio a mi nuevo rol familiar. Quizá haya sido mi hijo el que, sin decirlo, me esté pidiendo a gritos que le guarde una copia de seguridad de mi disco duro para que más adelante pueda contarle de dónde viene. Así están las cosas y así te las he contado.

Mi abuelo Pep Romero (II)

En la entrada anterior sobre mi abuelo Pep quedó pendiente, entre otras cosas, una recopilación de fotos y documentos que ilustran parte de esos momentos de su vida. Con ellos os dejo:

 

Mi abuelo, el primero por la izquierda, en un acto en Na Burguesa con el alcalde de Palma de la época.

 

Artículo del Última Hora sobre la apertura de la sala de fiestas El Caimán.
Mis abuelos bailando en la pista de la sala de fiestas Saint-Tropez de la que mi abuelo Pep era el gerente.

Mis abuelos (en primer plano) en la terraza del Saint-Tropez.

 

Documento oficial con el logo de la sala de fiestas Saint-Tropez.

Mi abuelo Pep Romero (I)

A veces la realidad te juega malas pasadas. Me sucedió algunos kilómetros de carretera atrás. Le vi caminando entre calles. Con sus gruesas gafas de sol y sus andares inconfundibles. Los de mi padre. Los míos. Sin duda era él. Quise que lo fuera. Mi abuelo Pep, en Pep Romero d’El Terrenocomo le conocían en sus tiempos mozos. También como en Pep Bisco por sus problemas de visión de juventud. Nunca le molestó, porque «cuando algo es verdad, es verdad», decía con media sonrisa y golpeándose las manos como quien da un golpe seco para introducir el tapón de corcho de una botella de vino. José Romero Rodríguez era su nombre completo. Los dos apellidos de la madre. Su padre biológico, de linaje Balaguer, se borró del mapa al saber que había hecho diana con sus cromosomas justo cuando, de repente, recordó que ya era padre de familia en otro portal. Una evidencia más de que siempre ha habido hijos de puta, y no es fruto de la vanguardia. Mi bisabuela, madre soltera en la década de los 20, tuvo que apretar las nalgas y secarse las lágrimas. Comer era lo importante. Se marcharon a Argelia mordiéndose las uñas, y allí mi abuelo Pep soñó por primera vez algunas de las pesadillas que se le repitieron el resto de sus días. Como aquella en la que paseaba de la mano de su madre cuando un soldado despechado asaltó a su mujer en plena calle y la degolló ante la mirada inalterable de los viandantes. Lo que más le jodía, me decía, era que «nadie hizo nada, nin«.      
Precisamente ese ímpetu que reclamaba para los demás le jugó algunas malas pasadas. Mi abuelo Pep era un tipo duro. De los de antes. Fuerte como un yunque. Con dos cojones como equipaje de mano. Y con él a todos lados. Con ese macuto se hizo a sí mismo a base de esquivar a golpes las zancadillas de la vida. Algunas con vistas a un precipicio sin billete de vuelta. Sin tiempo para la infancia, se convirtió en adulto de guardia. No había nadie más. De ahí que no encontrara referencias que aplicar en su paternidad. Trató de suplirlas con el corazón, de tamaño descomunal y sensible como la pluma al viento. Sin reservarse el derecho de admisión. A los quince años ya se había alistado para ir al frente con los nacionales. El lavado de cerebro fue coser y cantar. Pep reconocía que «a esa edad, con más hambre que el perro de un ciego, era lo que había». Con los años fue asumiendo sus ideales sin tapujos. No sólo sucedía que los suyos habían ganado, sino que había que darle un sentido coherente a su vida. No podía estar sustentada toda en un error, debía repetirse a solas ante el espejo. No había nada que perdonar. Él fue el único responsable de sus actos y a nadie más debía rendir cuentas. En todo caso a su conciencia. Pero habría que haber estado ahí para salirse de la fila y no romper esfínteres.

Cuando pasé a la altura de su figurada presencia seguía obnubilado. Le recordaba con aquella precisa pose; un Lucky entre los dedos de su mano a medio alzar, como cuando conducía su celeste Renault 8 TS. La ventanilla bajada y el codo a medio camino. Cómo sonaba aquel coche… Cuando organizaba una jornada de pesca su escrupulosa rutina  me  narcotizaba. Bajábamos al garaje y me decía: «ara espera’t un poc«. Abría la puerta del conductor, encendía el motor, descargaba su pie en el acelerador repetidas veces y salía del coche. Yo aguardaba fuera, ansioso. Abría el capó y el motor relucía como las vajillas de palacio. «A que podríem berenar aquí damunt?«, me soltaba todo orgulloso de su joya rodante. Nos montábamos y la bestia empezaba a rugir. Lo llevaba siempre al trote ligero. Era una atracción para peatones y conductores. Pep lo sabía y disfrutaba como un niño pequeño la noche de Reyes. Quizá porque nunca pudo jugar a tiempo, cuando era el tiempo de jugar. Llegábamos al Club Naútico Calanova y aparcaba en su plaza de toda la vida con una maniobra impecable, meticulosa. No entendía como la gente no hacía lo mismo y respetaba cada uno su espacio. Un día un pescador le pidió precio por el R8 en mi presencia. «No está en venta», dijo Pep orgulloso de su máquina. Le concedía un valor personificado a sus modestas pertenencias. No se las podía abandonar cuando dejaban de funcionar. Se habían ganado su respeto por los servicios prestados y eso no se podía olvidar a las primeras de cambio. Se merecían un esfuerzo para tratar de devolverles su utilidad por tantos instantes de fidelidad…

Me temo que habrá segunda parte.