Historia mínima

Los descubrí en un concurrido y renovado paseo de Palma. Allí estaban los dos, sentados frente a frente, como dos astillas salientes en una madera de carpintería pulida. Allí sobresalían ocupando el margen izquierdo de la avenida, con la discreción del que pretende huir de la panorámica del paseante. Ella, ocupaba con su figura los centímetros que preceden al precipicio que coronaba el asiento de un banco. Él, le sesgaba la trayectoria hacia el desplome colocándose enfrente, acomodado en su silla de ruedas. Parecía el inquilino novel de aquella mula mecánica despoblada de músculo y anatomía. Ambos eran niños de la guerra con más de ochenta años de recorrido. Lo que más me llamó la atención fueron aquellos gorros que culminaban sus cabezas, atrapando aquellas calorías que se creyeron libres tras superar la epidermis.

Eran compañeros de existencia. Ella le miraba a los ojos para poder reconocerse mientras repasaban su vida. Una vida repleta de primaveras y veranos, que ahora habían dejado paso a un espeso otoño caduco, terminal. Interrumpían el relato guardando silencios involuntarios, masticando los recuerdos como el rumiante que saborea de nuevo el manjar, incapaces de pronunciar las palabras que tal vez debieran. El mismo silencio que imaginé que interpretaban ante los suyos. Aquel que se ampara en la convicción de que si se desconoce el sufrimiento se evita su padecer. Él le recuerda ese mandamiento inquebrantable al paso de la convivencia que juraron no traicionar: «Para siempre, ¿recuerdas?». A lo que ella respondió por imitación: «Para siempre, sí».

No había tiempo para prórrogas y esa circunstancia lo envolvía todo con su aroma. Ella, en apariencia, no exhibía constitución endeble. Sin embargo, al raspar con el escarpelo con detalle, y una vez superada aquella pátina de confusa solvencia, se podía contemplar un cuerpo colonizado por una fragilidad de porcelana, cuyas fisuras asomaban a las puertas de sobrepasar el punto de ruptura. Sus movimientos parecían calculados, sustentados en una energía no renovable que los hacía tan preciados como irrepetibles. En uno de esos gestos finitos ella le sostuvo la mano con determinación y firmeza, como el obrero que apuntala un tejado en ruinas mientras su propia vida pende de la certeza de la maniobra. Él, a la par, buscaba con la mirada el camino entre sus pupilas con la intención de asaltar por sorpresa los recodos de su mente que jerarquizaban sus emociones. Y todo para cambiarle su equilibrio de fuerzas y deshacer el lazo que les ataba, deshilachándolo hebra a hebra, hasta enredarla de nuevo entre los vivos. Cerca de las llamas candentes, lejos del humo que se evapora para siempre. Pero ella, impenetrable, no tiene esa intención. Ha decidido que si a él se le consume el aliento, ella también abandona la carrera en esa parada. Porqué más le vale una derrota compartida ante el destino que un triunfo en soledad.

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