Mi abuelo Pep Romero (I)

A veces la realidad te juega malas pasadas. Me sucedió algunos kilómetros de carretera atrás. Le vi caminando entre calles. Con sus gruesas gafas de sol y sus andares inconfundibles. Los de mi padre. Los míos. Sin duda era él. Quise que lo fuera. Mi abuelo Pep, en Pep Romero d’El Terrenocomo le conocían en sus tiempos mozos. También como en Pep Bisco por sus problemas de visión de juventud. Nunca le molestó, porque «cuando algo es verdad, es verdad», decía con media sonrisa y golpeándose las manos como quien da un golpe seco para introducir el tapón de corcho de una botella de vino. José Romero Rodríguez era su nombre completo. Los dos apellidos de la madre. Su padre biológico, de linaje Balaguer, se borró del mapa al saber que había hecho diana con sus cromosomas justo cuando, de repente, recordó que ya era padre de familia en otro portal. Una evidencia más de que siempre ha habido hijos de puta, y no es fruto de la vanguardia. Mi bisabuela, madre soltera en la década de los 20, tuvo que apretar las nalgas y secarse las lágrimas. Comer era lo importante. Se marcharon a Argelia mordiéndose las uñas, y allí mi abuelo Pep soñó por primera vez algunas de las pesadillas que se le repitieron el resto de sus días. Como aquella en la que paseaba de la mano de su madre cuando un soldado despechado asaltó a su mujer en plena calle y la degolló ante la mirada inalterable de los viandantes. Lo que más le jodía, me decía, era que «nadie hizo nada, nin«.      
Precisamente ese ímpetu que reclamaba para los demás le jugó algunas malas pasadas. Mi abuelo Pep era un tipo duro. De los de antes. Fuerte como un yunque. Con dos cojones como equipaje de mano. Y con él a todos lados. Con ese macuto se hizo a sí mismo a base de esquivar a golpes las zancadillas de la vida. Algunas con vistas a un precipicio sin billete de vuelta. Sin tiempo para la infancia, se convirtió en adulto de guardia. No había nadie más. De ahí que no encontrara referencias que aplicar en su paternidad. Trató de suplirlas con el corazón, de tamaño descomunal y sensible como la pluma al viento. Sin reservarse el derecho de admisión. A los quince años ya se había alistado para ir al frente con los nacionales. El lavado de cerebro fue coser y cantar. Pep reconocía que «a esa edad, con más hambre que el perro de un ciego, era lo que había». Con los años fue asumiendo sus ideales sin tapujos. No sólo sucedía que los suyos habían ganado, sino que había que darle un sentido coherente a su vida. No podía estar sustentada toda en un error, debía repetirse a solas ante el espejo. No había nada que perdonar. Él fue el único responsable de sus actos y a nadie más debía rendir cuentas. En todo caso a su conciencia. Pero habría que haber estado ahí para salirse de la fila y no romper esfínteres.

Cuando pasé a la altura de su figurada presencia seguía obnubilado. Le recordaba con aquella precisa pose; un Lucky entre los dedos de su mano a medio alzar, como cuando conducía su celeste Renault 8 TS. La ventanilla bajada y el codo a medio camino. Cómo sonaba aquel coche… Cuando organizaba una jornada de pesca su escrupulosa rutina  me  narcotizaba. Bajábamos al garaje y me decía: «ara espera’t un poc«. Abría la puerta del conductor, encendía el motor, descargaba su pie en el acelerador repetidas veces y salía del coche. Yo aguardaba fuera, ansioso. Abría el capó y el motor relucía como las vajillas de palacio. «A que podríem berenar aquí damunt?«, me soltaba todo orgulloso de su joya rodante. Nos montábamos y la bestia empezaba a rugir. Lo llevaba siempre al trote ligero. Era una atracción para peatones y conductores. Pep lo sabía y disfrutaba como un niño pequeño la noche de Reyes. Quizá porque nunca pudo jugar a tiempo, cuando era el tiempo de jugar. Llegábamos al Club Naútico Calanova y aparcaba en su plaza de toda la vida con una maniobra impecable, meticulosa. No entendía como la gente no hacía lo mismo y respetaba cada uno su espacio. Un día un pescador le pidió precio por el R8 en mi presencia. «No está en venta», dijo Pep orgulloso de su máquina. Le concedía un valor personificado a sus modestas pertenencias. No se las podía abandonar cuando dejaban de funcionar. Se habían ganado su respeto por los servicios prestados y eso no se podía olvidar a las primeras de cambio. Se merecían un esfuerzo para tratar de devolverles su utilidad por tantos instantes de fidelidad…

Me temo que habrá segunda parte.
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2 Respuestas para “Mi abuelo Pep Romero (I)”

  1. Ivantxu 30 marzo, 2010 a las 11:25 #

    Un coche en esas condiciones en las que estaba sólo podía ser el reflejo de cómo era su dueño…

  2. H_Romero 30 marzo, 2010 a las 21:43 #

    Cuánta razón tienes Iván. Por cómo tratamos a lo que nos rodea se nos puede reconocer.