Encontrando a Haití en el mapa

He decidido que empieza a ser hora de hacer un acto de contrición, aún a riesgo de no ser capaz ni de llegar a la vuelta de la esquina. Seamos sinceros, la cosa no pinta bien. Si en 32 primaveras en mundo desarrollado no he tenido los santos sacramentos de abordar este tema con firmeza, es más que probable que la esencia de este propósito se pierda entre las juntas de mi azotea, cada día con más filtraciones. Sin ir más lejos -y como diría Rafael- yo soy aquel que convenció a su mujer para que le diera puerta a un joven solidario que llamó a la de casa en nombre de Unicef. Como comprenderéis los antecedentes no invitan al optimismo.

Ahora toca Haití. De hecho, me descompone ver las imágenes en la televisión. Ejerzo el zapping como antídoto ante el dolor. Quizá aproveche las circunstancias y me vaya de rebajas. Así podré borrar de mi corta memoria la imagen de este padre roto y desconsolado. Un padre como yo. Pero de otro mundo. De aquel de más allá. Con derecho a un par de telediarios. A un par de entradas en un blog de algún concienciado de souvenir a tiempo parcial. Como el de por aquí…

Hecha la purga de andar por casa, me pongo en faena. Para ello es importante la credibilidad del mensajero. Por eso es indispensable que le ceda el turno a Eduard Punset. Mucho más creíble que uno. O mejor dicho, creíble y punto. Y ésta es su reflexión:

CATÁSTROFE ENTRE LA MISERIA
Que sepan que existe
EDUARD PUNSET

Acababa de morir el dictador Papa-Doc, que había devuelto cierto nivel de dignidad a los negros frente a los mulatos, dueños del país hasta entonces. La mansión o residencia en Petionville, barrio privilegiado en la montaña que desciende hasta Puerto Príncipe, la capital de Haití, se la alquilé lógicamente a un hacendado mulato, pero mis supuestas competencias en política monetaria -como recién nombrado Representante Permanente del Fondo Monetario Internacional en el Caribe- iba a compartirlas con un negro, Antonio André, gobernador del Banco Central, emisor de la gourda, la moneda nacional. Eran los comienzos de la década de los 70.

Haití era el país más atrasado del mundo -seguramente lo sigue siendo, a pesar de aquellos esfuerzos iniciales y algunos de los que le han seguido-, pero en muy pocos he aprendido tanto. Antes de inaugurar allí mi residencia de tres años, yo estaba convencido de la importancia de la ciencia y la tecnología; en otras palabras, que el ritmo de los cambios técnicos era más rápido y duradero que los cambios mentales. En Haití descubrí que aquellos podían palidecer y hasta desvanecerse bajo el influjo de la cultura vudú.

Hoy soy mucho más precavido cuando los expertos me hablan de cambios culturales trascendentales y soy consciente de que el móvil y las resonancias magnéticas funcionales del siglo XX conviven no sólo en Haití, sino también en España, con mentalidades como el machismo, más típicas de la Edad Media. Fue la mía una generación marcada por los avatares y la disciplina de la post-guerra. Había que reinventar la Historia y volver a aprender a sobrevivir; esto pasaba por esforzarse y trabajar mucho, relegando la diversión y el conocimiento de cosas que después descubrimos que eran esenciales: la buena cocina, el conocimiento del otro género, el arte y la música. Por favor, ya sé que los jóvenes saben poco de gestión emocional, pero quien quiera saber algo de esto que se olvide de la gente de mi generación: han descubierto justo ahora el cine, el teatro, la música, la belleza, la importancia de las relaciones humanas.

Bastaba con contemplar a Origènes, el tonton-macoûte que me hacía de chófer, relacionarse con la gente, para descubrir que sabía menos política monetaria que yo, pero mil veces más de la química del amor y de las emociones humanas, del impacto del ritmo de la música y de la pintura naif en el alma naif. Desde entonces tengo una visión más equilibrada de la vida y del universo.

El ministro de Finanzas al que yo tenía que asesorar era licenciado por la Universidad de la Sorbona de París, pero también estaba casado con la diosa del amor Ezsrelé. El progreso, como la vida, descubrí en Haití, es un proceso complejo, cuyo impulso requiere algo más complicado que varios decretos o un simple cambio de Gobierno; se parece mucho más a un concierto con la sala atiborrada de gente, músicos avezados, un director de orquesta y ganas de pasarlo bien en lugar de sacrificar a gente.

Comparto el dolor de las víctimas del terremoto, algunas de las cuales habré conocido. Pero sé que ni a ellas ni a sus familiares les va a amedrentar o cambiar el destino un movimiento sísmico superior al 7 de la escala de Richter. Que el resto del mundo se dé por enterado de su existencia sí podría, en cambio, reorientar su vida: poner atención a lo que ocurre en aquel escenario, aprovechar los impulsos innatos para reformar los sistemas educativos, apoyar a los directivos de los procesos innovadores, disfrutar de los escenarios futuros en los que ellos también habrán participado.

Eduardo Punset es divulgador científico y fue Representante Permanente del FMI en el Caribe.

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