ATXAGA Bernardo

En mi casa vivíamos como en África y ahora como en California

Bernardo Atxaga hace una entrevista deliciosa a Josu Iztueta en la revista Erlea -pedazo de revista-. Le pide que elija diez objetos relacionados con su vida y que hable sobre ellos. Traduzco al castellano la parte del primer objeto. Los euskoparlantes, segi azkar kioskora, aldizkariak testu bikainak dauzka eta, Afrikako literatura, atleta, esploratzaile eta abarrei buruz (eta Bernardo Atxaga, Asun Garikano, Joxemari Iturralde, Anari, Felix Ibargutxi, Ramon Olasagasti, Jabier Muguruza, Urtzi Urrutikoetxea eta abarren lanak…).

Bernardo Atxaga: El primer objeto que traes es una fotografía, de cuando eras niño, con tus dos hermanas. Dinos, ¿qué recuerdos te trae? ¿Qué te gustaría contarnos?

Josu Iztueta: Esta es mi única fotografía de niño. No me sacaron ninguna otra hasta los seis años. Ahora son «fotos» pero entonces eran «retratos»: venía alguien a sacarlos. La he escogido para recordar de dónde vengo. Mi padre es de Berastegi; mi madre, de Larraul. Los hermanos nacimos en Tolosa, hijos de un matrimonio con muy poca formación, en una casa en la que no había libros. Buena intención no les faltaría, pero no tenían medios. Ángeles es la mayor, a los catorce meses nació Arantxa y a los dos años nací yo.

Creo que no nacimos en mal sitio ni en mala época [1957]. La ventaja de nacer en Tolosa es que teníamos muchas cosas a mano: la escuela, las tiendas… Pero aunque nacimos en Tolosa, casi todos nuestros primos vivían en Berastegi y yo solía ir muchas veces allá. En Berastegi yo era un kalekume [un niño de la ciudad, un urbanita] y en la escuela de Tolosa yo era un kaxero [de caserío]. Y pensaba: «¿Cómo voy a ser kalekume, cuando voy al pueblo los fines de semana, y aquí kaxero, el resto de los días?».

Eso, con el tiempo, ha sido muy importante para mí. Al viajar he conocido muchos pueblos campesinos, muchas culturas de pastores, y me acordaba del mundo de mi infancia. Las cosas que veo ahora en Bolivia, en Marruecos o en algunos países pobres las he conocido yo en el caserío del pueblo, que no tenía agua corriente. En la casa donde nacimos tampoco había ducha, ni televisor, ni teléfono, ni ascensor, ni coche ni nada. Fuimos un eslabón intermedio entre dos mundos.

Conocí ese modo de vida y por eso valoro mucho lo que tenemos ahora. En cuarenta años hemos pasado de África a California. En mi vida yo he conocido el modo de vida de la actual África y el de la actual California, con el wifi y todas esas cosas. Y todo eso en cuarenta años. No han pasado más que dos o tres generaciones.

¿Quién iba a imaginar que mi hermana llegaría a consejera del Gobierno Vasco? Una hermana estudió Exactas, y la otra, Física. Hasta entonces, en mi familia sólo las monjas y los curas habían tenido oportunidad de estudiar algo, Paulo Iztueta, algunos de la familia de mi padre… Pero la primera generación en llegar a la universidad fue la nuestra. No porque fuéramos más listos, sino porque por primera vez nos dieron la oportunidad. En casa nadie tenía ni idea de qué era Exactas y qué era Física. Lo que decía antes: en cuarenta años hemos pasado de vivir como en una aldea africana a vivir como en California. De un abuelo que no sabía firmar, a una nieta que ha sido consejera de Cultura.

Te voy a contar una anécdota. Fui a casa de mis padres y encontré a mi madre con un listín telefónico, buscando el número de unos primos de Ordizia -bueno, en aquellos tiempos, Villafranca-. Le dije: «Ama, ¿pero cómo vas a encontrar el teléfono? Para eso hay que ir a la escuela y aprender el alfabeto». Y le vi la intención: tenía el listín abierto por Beasain. Su lógica era geográfica, la del tren. ¿Por qué tiene que estar Ordizia al lado de Orio?

*

En el resto de la entrevista van apareciendo los siguientes objetos: unas diapositivas y una tarjeta de memoria; tarjetas de visita de todo el mundo; el libro Hiru pauso, hiru norabide; el juego de mesa Nairobitarra; un mapa y un termómetro; una llave inglesa, una brida y cinta americana; una oveja de adorno; un platillo con hielo, arena y gravilla; una gran y resistente yuca.

Les da pie para hablar a fondo de los viajes, las expediciones, la Nairobitarra, los amigos, el contacto con culturas de todo el mundo y el contraste con la propia… Una gozada de entrevista.

Hace ya años que escribí este perfil: Los ojos abiertos de Josu Iztueta. Habría que actualizarlo. Lo cuelgo ahora, aprovechando que está en Nepal, para que no se entere y no me dé una colleja.

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Responso por las ranas aplastadas

Bajo de los hayedos aún invernales de Oberan, pedaleo por los meandros ocultos del Urumea, salgo al asfalto y me encuentro con la señal más evidente de la primavera: docenas y docenas de ranas aplastadas por los coches.

De vuelta en casa, con el ánimo encogido, busco algunos salmos fúnebres adecuados. Para recitarlos conmigo, pinchad esta canción de aquí abajo («Memories of green») y dejadla de fondo. Ayuda a pensar en las ranas.

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Mientras suena, leamos las palabras del señor Summers, el hombrecillo que vive en una cabaña en el bosque, odia a los automovilistas y se dedica a enterrar a los animales atropellados por los coches (Todos los animales pequeños, Walker Hamilton, Tusquets, 1999):

«Las personas pueden enterrarse unas a otras -me contestó malhumorado- pero a los animales hay que ayudarlos. No sólo a los conejos y a las ratas, sino a todos los animales pequeños, muchacho -dejó escapar un suspiro-. Otros hombres los matan y yo los entierro. Entierro ratas, ratones, pájaros, erizos, ranas e incluso caracoles -mordisqueó una galleta-. Bueno, la verdad es que a los caracoles no los entierro, pero retiro sus restos de la carretera y los dejo entre la hierba alta y las ortigas. Los escondo, muchacho, ¿te das cuenta? Los escondo para que no los puedan ver».

(…)

Vamos ahora con el poema «Trikuarena«, de Bernardo Atxaga, que maltraduzco a continuación:

El erizo despierta en su nido de hojas secas

y repasa todas las palabras que conoce;

unas veintisiete, más o menos, verbos incluidos.

Y luego piensa: ha acabado el invierno.

Soy un erizo. Allí vuelan dos ratoneros.

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?

Ahí está el arroyo. Este es mi reino. Tengo hambre.

Y dice de nuevo: este es mi reino. Tengo hambre.

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

¿en qué charco, en qué agujero os escondéis?

Pero se queda quieto como una hoja seca,

porque aún es mediodía, porque una ley vieja

le prohíbe el sol, el cielo y los ratoneros.

Viene la noche, se han ido los ratoneros; y el erizo,

Caracol, Gusano, Cucaracha, Araña, Rana,

deja el arroyo y sube por la ladera,

seguro con sus púas como seguro estaría

un guerrero con su escudo, en Esparta o en Corinto;

y de repente cruza el límite

entre la hierba y la carretera nueva,

con un solo paso entra en tu tiempo y en el mío.

Y como su diccionario universal

no se ha renovado desde hace siete mil años,

no conoce las luces de nuestro coche,

no se da cuenta, ni siquiera, de la proximidad de su muerte.

(…)

Acabemos con unas líneas de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, el libro del que salió la película Blade Runner, de la que sale esta música que ayuda a pensar en ranas aplastadas:

«Amaba todas las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz de traer de vuelta a la vida, tal como habían sido, animales muertos (…). Las leyes locales prohibían invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero continuó haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban (…). Entonces ellos -los asesinos- bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radioactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo de huesos y cadáveres de donde salió tras años de esfuerzo. El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido (…). Él estaba unido al metabolismo de otras vidas y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran (…). Isidore sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas».

Espero que las ranas se encuentren ahora en el gran charco celestial, sobre el que aletean nubes de moscas sabrosas y libélulas crujientes.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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