Reportajes

El hombre que ordeñó la niebla

Cuatro días antes de cumplir los 97 años, don Tadeo Casañas recuerda la noche en que salvó de la sed a los habitantes de El Hierro. Sentado en el sofá de su casa, pide perdón porque confunde las historias, se le quedan a la mitad, vuelve una y otra vez a los muertos, la cantidad de muertos que vio tirados en la batalla del Ebro, vuelve a la trinchera en la que durmió acurrucado con un compañero que a la luz del día resultó ser otro muerto más, vuelve a la novia que tuvo entonces en Sant Sadurní d’Anoia, en cuya casa se alojaba a veces.

-Ella se acostaba con su madre y amanecía conmigo- cuenta tres veces, y se ríe las tres.

Pide perdón porque confunde las historias, pero hay algunas que narra de corrido. Las que resisten en la memoria, a los 97 años, cuando todas las demás se han desintegrado: las historias de la guerra, las historias del amor y las historias de la sed.

En 1948 no llovió ni una gota. Los pozos de la isla de El Hierro se secaron, las tierras se agrietaron, los frutales se marchitaron, las vacas y las ovejas se morían. Los humanos no morían, porque un barco cisterna traía agua desde Tenerife y un camión repartía las cubas casa por casa, pero muchas familias se arruinaron. La sequía empujó la gran emigración clandestina a Venezuela: 12.000 canarios se apretaron en 94 veleros para cruzar el Atlántico entre 1948 y 1950.

Don Tadeo tuvo una idea. (Seguir leyendo en Papel).

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Don Tadeo, hace unos años, en las montañas de El Hierro. Foto cedida por Isidoro Sánchez.

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Los gunas, el pueblo anfibio amenazado por el océano

En cuanto soplan vientos fuertes y sube la marea, el océano amenaza con tragarse el archipiélago Gunayala. Veintiocho mil gunas (o kunas) viven en estos islotes coralinos sin relieve, en el Caribe panameño, y trescientas familias tienen ya un plan para trasladarse al continente.

Sin embargo, las obras de las viviendas, el hospital y la escuela que se iban a construir para ellos llevan años paralizadas. Los gunas están pendientes de la evacuación y de la cumbre sobre el cambio climático que se celebra en París a partir del 30 de noviembre. Los representantes de Panamá reclaman ayudas para amoldarse a un cambio que han producido otros.

El reportaje sigue en CNN.

Gunas Gunayala

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El explorador que miraba y no veía

El explorador Abbadie levantó un castillo tintinesco en la costa de Hendaya, repleto de tesoros africanos y mensajes enigmáticos en los catorce idiomas que hablaba. Un hueco atraviesa las paredes del castillo y la biografía entera de Abbadie, un hueco acompañado por un lema: «No vi nada, no aprendí nada»

El porteador Bitawligne subía la montaña canturreando lamentos: ¡Ay, pobre de mí! ¡Mi patrón camina hacia las nubes! ¡Ay, madre mía, acaso me pariste para que yo caminara hacia las nubes!

Era el 13 de mayo de 1848 y los demás porteadores se habían plantado unas horas antes, asustados por la nieve, en el borde de los precipicios de esa montaña altísima a la que nadie subía jamás: era el territorio de los espíritus. En la cima se adquirían conocimientos poderosos pero el acceso estaba prohibido a los humanos. Bitawgline seguía, qué remedio, al Abba Diya, al padre del caballo blanco, hombre sabio, brujo europeo. Al Abba lo recibían en las cortes abisinias, le pedían bendiciones y trucos de magia, le pedían que adivinara el futuro, que hiciera de embajador para llevar a las hijas de los reyes a casarse con los hijos de reyes enemigos, le regalaban esclavos para sus expediciones misteriosas por el país.

El Abba Diya era Antoine d’Abbadie, explorador, cartógrafo, físico, astrónomo, etnógrafo, lingüista, nacido en Dublín en 1810, de madre irlandesa y padre vascofrancés. Y sí: perseguía un conocimiento que solo podía obtenerse en la cumbre del monte Bwahit.

Pero ese conocimiento le fue prohibido. Las nubes le impedían ver nada, ningún otro punto en las montañas, ningún horizonte para hacer sus triangulaciones y seguir cartografiando la cordillera etíope del Simen. Con una bruma tan espesa, el sextante y el teodolito que había acarreado Bitawgline hasta la cumbre no servían de nada. Abbadie le ordenó que encendiera un fuego y pusiera un cazo de agua a calentar. Luego sacó el hipsómetro de su estuche: un termómetro especial para sumergirlo en agua hirviente. El agua hirvió a 85,5 grados, así que Abbadie dedujo que la cima del Bwahit alcanzaba los 4 600 metros. En realidad mide 4 437 metros y es la tercera montaña más alta de Etiopía. Dos días después Abbadie escaló el techo del país: el picoRas Dejen, a 4 553 metros. Se entusiasmó. No por ningún afán deportivo: simplemente, en el monte más alto de Etiopía, esa tarde, no había tantas nubes. Pudo medir un tour d’horizon casi completo, una panorámica en la que determinó varios puntos lejanos con sus alturas.

Como temían los porteadores abisinios, la ascensión de Abbadie a las cumbres desató una maldición. El explorador estaba fascinado por los pueblos abisinios, pasó allí diez años, escribió el primer diccionario de la lengua amárica con quince mil términos, cartografió doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados —el equivalente a media península ibérica—. Los diez mapas de Etiopía fueron su aportación más perdurable a la ciencia, casi la única que no se desmoronó con el paso de los años. Pero esos mapas vinieron de maravilla a los generales del ejército italiano en su primera invasión de Abisinia, en 1895. «Debieron de ser muchos más los abisinios que murieron víctimas de los mapas de Abbadie que los que él pudo salvar del hambre y la enfermedad financiando las misiones», escribió su biógrafo Iñigo Sagarzazu.

Antoine d’Abbadie emprendió una de las exploraciones más apasionantes del siglo XIX, puso en marcha experimentos ingeniosos, hizo miles de observaciones, casi todo le salió mal. Aprendió que la mayoría de las veces no se ve nada, no se aprende nada.

Para seguir leyendo: El explorador que miraba y no veía (Jot Down).

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 Fotografía. Bernard Blanc (CC)

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Un retrete en el desierto para la reina Isabel

Australia es un país muy raro, una isla enorme que se separó de las demás tierras hace cincuenta millones de años y que evolucionó por su cuenta. Se nota en cuanto uno pisa el aeropuerto de Sídney y acude a la oficina de cambio. En las diversas monedas australianas aparece una colección de seres estrambóticos: canguros, emúes, koalas, ornitorrincos y la reina Isabel II.

El ornitorrinco es un monotrema: un mamífero que pone huevos y que tiene cloaca, como las aves y los reptiles; o sea, un orificio único para tragar, excretar y reproducirse. Además, es un bicho nadador con pico de pato, cola de castor, patas de nutria y espolones venenosos. Y tiene un sistema de electrolocalización: para cazar a sus presas en el agua, cierra los ojos y la nariz y detecta los campos eléctricos que producen los movimientos musculares de otros animales.

Isabel II es una monarca: se llama Elizabeth Alexandra Mary, pertenece a la casa Windsor, tiene 89 años, se parece a Xabier Arzalluz con una bola de algodón de azúcar en la cabeza, y suele aparecer en público tocada con coronas, tiaras, sombreros o pamelas, adornada con lazos, plumas y floripondios, vestida con una amplia gama de colores que va alternando en función del hábitat. Según explican los observadores especializados, cuando Isabel II visita un hogar de ancianos, elige un color brillante para que puedan identificarla los viejitos que ven mal. Cuando va a plantar un árbol o a inaugurar un jardín, evita el color verde para no ser redundante. Cuando visita escuelas, lleva sombreros con flores o plumas para atraer la atención de los niños. Después de usar un color -por ejemplo, un traje de chaqueta y falda azul cielo, o un vestido de amarillo pastel y rosa, o el vestido de color melocotón que se puso en la apertura de los Juegos Olímpicos de Londres para que su tono no coincidiera con el de ninguno de los países participantes-, después, digo, no volverá a usar ese color durante muchos meses. Elizabeth Alexandra Mary, que lleva pequeñas pesas en el dobladillo de los vestidos ligeros para que el viento no descubra sus piernas, es jefa de los cincuenta y tres Estados de la Mancomunidad de Naciones –repartidos por todos los continentes salvo la Antártida-, es reina de dieciséis de esos Estados, gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra y Defensora de la Fe.

Estas dos formas extravagantes de la vida terrestre, Isabel II y el ornitorrinco, han coincidido algunas veces en el mismo territorio.

El texto completo está en el número de septiembre de Jot Down.

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Foto: La reina Isabel II visita Australia en 1954. National Archives of Australia.

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Una visita a Chernóbil y a sus supervivientes

En el número 1 de la revista Jot Down Smart, que se vende durante todo octubre con el diario El País, viene el reportaje que escribí sobre Chernóbil: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella».

Vasili Koválchuk recibió una llamada el mediodía del 26 de abril de 1986.

—Me dijeron que me presentara inmediatamente en Chernóbil. No me explicaron para qué.

Koválchuk tiene ahora 55 años, viste vaqueros, chaquetón de camuflaje y una gorra que se quita para mostrar una cicatriz que le atraviesa en diagonal la ceja derecha y le distorsiona levemente la mirada. Le eleva la ceja, le marca una especie de gesto de sorpresa permanente. Es una variación del famoso «collar de Chernóbil», el tajo que muchos ucranianos y bielorrusos llevan en la base del cuello, señal de que les han extirpado la glándula tiroides para curarles el cáncer producido por la radiación. A Koválchuk le extirparon un osteoma, un tumor óseo que le creció encima de la ceja.

Cuando el reactor número 4 de Chernóbil explotó a la 01.23 de la madrugada, Koválchuk dormía a catorce kilómetros de allí, en su aldea natal de Korogod (Ucrania, cerca de Bielorrusia). Él era un soldado soviético de veintiocho años. Aquel sábado tenía fiesta. Se despertó, desayunó y salió al campo a sembrar patatas con sus padres. Era un sábado estupendo, recuerda Koválchuk, una mañana calurosa de primavera. Tomó la azada y se puso a cavar bajo un cielo despejado y luminoso.

A esas horas la central ardía. Una explosión había destruido el núcleo del reactor y había reventado el techo del edificio. El combustible nuclear y los materiales de la central, fundidos en una masa incandescente, ardían a dos mil grados de temperatura, y de esa hoguera atómica se elevaba una columna de humo de mil quinientos metros de altura. Mientras Koválchuk cavaba la tierra en camiseta de tirantes, del cielo caía una lluvia invisible y silenciosa de cesio, estroncio, yodo, plutonio, neptunio, circonio, cadmio, berilio, lantanio, rutenio y otras partículas radiactivas.

—Me presenté en Chernóbil, me dieron una pala y me mandaron corriendo a llenar sacos de arena.

Seguir leyendo: «No sabíamos que la muerte pudiera ser tan bella» (Jot Down).

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Una carretera construida para castigar a los ciclistas

El Muro de Sormano es una carretera trazada en 1960 para que los ciclistas sufrieran más en el Giro de Lombardía. Se subió en tres ediciones, pero resultó tan terrible que lo abandonaron durante medio siglo.

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En 1960 el patrone Torriani se empeñó en que debían torturar más a los ciclistas. Ya estaba harto de que un pelotón numeroso superara las cotas del Giro de Lombardía sin mayores problemas y de que el triunfo se decidiera en un sprint masivo. Habían pasado los años épicos de Bartali y Coppi, de las cabalgadas solitarias, y el palmarés se le estaba llenando de velocistas: Van Looy, Defilippis, Darrigade. La subida emblemática de la prueba, el santuario del Ghisallo, ya no era aquel camino embarrado de los años treinta y cuarenta, plagado de socavones, que desperdigaba a los ciclistas. Era una carretera bien asfaltada, que ya daba poco miedo.

Y el patrone Vincenzo Torriani, organizador de las mayores carreras italianas, sabía que una de sus tareas consistía en hacer sufrir a los ciclistas. Él introdujo la subida al Poggio —y su descenso revirado— para electrizar el final de la Milán-San Remo; él se atrevió a mandar a los ciclistas del Giro de Italia al Gavia y al Stelvio, rozando los tres mil metros de altitud en mayo, con paredes de nieve a los costados, con tormentas, con nieblas; y él llamó un día a Angelo Testori, alcalde del pueblo de Sormano, para que le buscara alguna subida empinada, cerca del Ghisallo.

El alcalde Testori conocía un camino en el bosque. Solía pasear monte arriba, cruzaba el puente de Corno —apenas una pasarela de madera sobre el torrente— y trepaba por un sendero tan empinado que le obligaba a apoyarse a ratos en los castaños para recuperar la respiración. El sendero llegaba a la Colma di Sormano, un collado en el que había un par de cabañas. Testori llamó a Torriani, organizador del Giro de Lombardía: tenía la subida, el único problema era que se trataba de una mulattiera, un camino de mulas.

Torriani decidió que eso no iba a ser un problema: lo ampliarían y lo asfaltarían, construirían una carretera en esas montañas que se alzan sobre el lago de Como, solo para endurecer el Giro de Lombardía. Aquella nueva carretera subía 297 metros de desnivel en 1,7 kilómetros: una pendiente media del 17,5%, con rampas máximas del 25%, una barbaridad.

Cuenta el periodista Pino Lazzaro que Torriani tenía miedo de que aquello se convirtiera en un «spingi, spingi» (¡empuja, empuja!). Por eso colocó a algunos voluntarios en la subida, para impedir que los espectadores empujaran a los ciclistas y distorsionaran la carrera. En los tramos más vertiginosos, instaló una red metálica para que los corredores no se salieran del camino y se despeñaran. Y prohibió el acceso de los coches de los equipos: los mecánicos cogerían las ruedas de repuesto y subirían con ellas en unas Vespas dispuestas por la organización.

Para seguir leyendo:  «Una carretera constuida para castigar a los ciclistas» (Jot Down).

 

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El orgullo de los malditos

—Somos hijos de una raza maldita.

Xabier Santxotena habla, a menudo, en primera persona del plural.

—Decían que éramos herejes, que hacíamos pactos con el diablo, que teníamos lepra, que no teníamos lóbulos en las orejas, que nuestra sangre hervía. Que si pisábamos descalzos, la hierba no volvía a crecer. Si agarrábamos una manzana, se pudría. En este valle no nos dejaban tener tierras, ni ganado, ni sacar madera de los bosques comunales, ni beber de las fuentes de los pueblos. Teníamos que llevar un distintivo rojo, una tela cosida en la ropa con forma de huella de oca.

Santxotena desciende de aquellas gentes que se instalaron en la Edad Media en el barrio de Bozate, un racimo de caseríos blancos en una pradera del valle del Baztán (Navarra). Es un pueblo de cien habitantes, caminos empedrados, calles estrechas, varias huertas, una pequeña plantación de maíz, casas con explosión de geranios en los balcones y carteles que ofrecen miel casera y zumo de manzana. En la pradera pastan las ovejas, al fondo se elevan las primeras montañas pirenaicas de mil metros, un telón de laderas verdes y rasas. Bozate es una postal, Bozate fue un gueto hasta ayer.

Sus habitantes no podían casarse con otra gente y sufrieron esa marginación, como otras, hasta bien entrado el siglo XX. La antropóloga Paola Antolini mencionó una boda que causó escándalo hacia 1940: una cocinera de Bozate se casó con un carpintero tallista de Arizkun, el pueblo que queda a un kilómetro y medio, al otro lado del río Baztán. Bozate es un barrio de Arizkun; durante siglos pareció que pertenecía a otra galaxia. La boda entre la moza de Bozate y el mozo de Arizkun fue muy criticada, escribió Antolini.

—Pues esos eran mis padres: Julián y Jesusa —dice Santxotena, que nació en Arizkun en 1946, y que pronto sospechó que algo pasaba al otro lado del río—. A mí me mandaban, de niño, a llevar las vacas de Arizkun al prado de Bozate. Cruzaba el río, con ocho o nueve años, y yo sabía que entraba en un sitio un poco especial. No recuerdo nada muy concreto, pero sabía que Arizkun y Bozate eran distintos, que la gente era distinta. Algún día me llegó la palabra. Recuerdo que se lo pregunté a mi padre: qué es eso de los agotes. Qué quiere decir que los de Bozate son agotes. Y él me dijo: ¡Eso son tonterías! No me dijo nada más.

La palabra estuvo oficialmente prohibida: en 1817, las Cortes navarras decretaron que a nadie se le llamara agote, «so pena de injuriador». Según explicaba el decreto, algunos consideraban que esas gentes descendían de los herejes albigenses de la Edad Media: «Esas conjeturas y otras vulgares tradiciones han sido causa de que hasta ahora se les haya tratado con notorio desprecio, reputándoles viles, excluyéndoles de todos los oficios públicos, incluso del trato social y civil». Prohibieron la palabra, el desprecio duró. Algo queda todavía.

Sigue en la revista Jot Down: ‘El orgullo de los malditos’.

Xabier Santxotena (Agotes)Xabier Santxotena con la ‘Máscara del agote’

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Cuando en Islandia estaba bien visto matar vascos

La semana pasada Islandia anuló la ley que permitía matar vascos. He escrito un artículo en El País sobre la matanza de los 32 balleneros vascos en 1615, la mayor masacre de la historia de Islandia, que se prolongó varias semanas. Cuando en Islandia estaba bien visto matar vascos.

En el acto final, el capitán donostiarra Martín de Villafranca se arrodilló y habló en latín al cura Jón Grímsson para pedirle perdón y clemencia, el cura lo perdonó, y en ese momento uno de los islandeses se echó encima del vasco y le pegó un hachazo en el pecho. Villafranca echó a correr hasta la orilla, se zambulló en el mar y cumplió un prodigio: nadó. «Nadaba como una foca o una trucha». Un prodigio, porque los islandeses no sabían nadar. En ese océano helado nadie nadaba, porque nadie podría sobrevivir. Dice el cronista que Villafranca nadó mientras cantaba en una lengua extraña la canción más conmovedora que jamás habían oído los islandeses. Los hombres del jefe Magnússon saltaron a una chalupa y remaron a por Villafranca…

Ballenero

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El aficionado que descubrió los paseos de los dinosaurios

El boliviano Klaus Pedro Schütt me recibió en su casa y, antes de nada, me enseñó un gran coprolito. Es decir: una mierda de dinosaurio fosilizada. Él descubrió las mayores caminatas de dinosaurios del mundo, en 1994, y nadie le hacía caso. La semana pasada los paleontólogos confirmaron que en ese yacimiento de Cal Orck’o (Sucre) hay más de diez mil huellas, una escena extraordinaria de la vida de los dinosaurios poco antes de su extinción. He escrito la historia en CNN: El boliviano que descubrió los paseos de los dinosaurios.

05-huella-de-titanosaurio-en-cal-orcko-foto-parque-cretc3a1cicoHuellas de titanosaurio en la pared de Cal Orck’o. (Foto: Parque Cretácico de Sucre)

 

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Premio Europeo de Prensa para el reportaje ‘Así se fabrican guerrilleros muertos’

Han dado el Premio Europeo de Prensa al reportaje ‘Así se fabrican guerrilleros muertos‘, que publiqué en la sección Planeta Futuro del diario El País. Ayer lo recogí en Copenhague.

Debo un agradecimiento enorme a Pablo Tosco, fotógrafo, reportero y tipo más majo que majo, que trabajó conmigo y me empujó tantísimo en este reportaje, a la gente de Oxfam por su apoyo indispensable en Colombia (Alejandro Matos, Lucila Rodríguez-Alarcón, Diana Arango, Sandra Cava…), a Gloria Moronta por su ayuda en la búsqueda de contactos, a los periodistas colombianos que trabajan día a día destapando historias con un coraje y un talento extraordinario, y que además son tan generosos con quienes llegamos de fuera: Jineth Bedoya, Hollman Morris, Félix de Bedout, la plantilla de La Silla Vacía…

Admiro sobre todo la valentía, la fuerza y la hospitalidad de Luz Marina Bernal, María Sanabria, todas las Madres de Soacha, sus familias y sus amigos, que siguen peleando contra la impunidad de quienes asesinaron a sus hijos.

Creo que también merecen ser divulgadas las historias que contamos en el otro reportaje colombiano: La nadadora entre los tigres.

Luz MFoto: Pablo Tosco (Oxfam).

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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