Escapadas

Noticias urgentes

Os traigo noticias urgentes. Ahí fuera brotan ya las collejas y los ajoporros, los campos de trigo están verdes y relucen tras los chaparrones, los almendros se despliegan, los abejorros zumban de flor en flor, los pajarillos andan  excitados.

En un día feliz, perseguí por los campos navarros la silueta de una japonesa durante siete horas, cagué junto a un avellano (señal de felicidad), me encontré en Obanos con un amigo que hace películas sobre el azar y al final, mientras sacaba fotos al puente románico de Puente la Reina, un saxofonista terrible tocó de pronto, sin que él supiera que era para mí, el Happy birthday to you.

Foto: fiesta de cumpleaños en Valdizarbe.

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Los que nunca faltan

En los próximos meses voy a caminar mucho, unas 35 jornadas largas, para escribir una guía.

El plan me gusta mucho pero a veces no es fácil. Algunos días se juntan el cansancio, la pereza, el frío, la lluvia, los barrizales, algún huracancito o diez novillos que te cierran el paso y te miran amenazantes.

Ayer me tocaba ir a Sangüesa, a 140 kilómetros de casa, para luego caminar siete horas. Me gusta mucho caminar solo. Pero hay días ligeros y días pesados.

La etapa de Sangüesa venía pesada. Y difícil de organizar. Pero la víspera hubo dos o tres telefonazos y de repente nos encontramos, desayunando en Liédena a las nueve de la mañana, mi madre, J. y yo.

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Con J. hice el primer viaje de mi vida, el primer viaje de nuestras vidas, cuando salimos de casa con las bicis y las tiendas de campaña a los 17 años, sin saber dónde íbamos a dormir esa noche ni las siguientes seis o siete. Procuramos repetir algo parecido todos los años. Primero fue en bici, luego en moto y últimamente en su Mercedes de 32 años, con el que viajamos a una velocidad que no despeine a los chopos.

Procuramos parar siempre en Liédena, camino del Pirineo, y pedir un pintxo de triguero en el hostal Latorre. Hace unos años construyeron la autovía. Ya no hay que pasar por Liédena ni cruzar el puente sobre el río Irati, en el que J. siempre hace la misma pregunta. Y el hostal Latorre quedó fuera de ruta.

A J. le fastidian esos abandonos. Él es fiel, es hombre de ritos, y cuando va al Pirineo se sale de la autovía en Liédena para pedir el pintxo de triguero en el hostal Latorre.

Ayer, como yo iba a Sangüesa, J. se acercó a desayunar a Liédena.

Ayer, como yo iba a Sangüesa, mi madre decidió llevarme y traerme, como cuando me llevó con 17 años a la carrera de ciclocrós de Ormaiztegi y se puso en la zona de control del circuito, para recibir mi bici embarrada, darme una limpia, quitarle el barro a manguerazos a la sucia y repetir el cambio en las siguientes vueltas, todo con un par de grados bajo cero.

Sangüesa, por su arrojo en las guerras medievales contra los vecinos de Aragón, lleva este título en su escudo: “La que nunca faltó”.

Ayer mi madre pasó el día haciendo visitas turísticas mientras yo caminaba, y luego se acercó a Salinas de Ibargoiti, penúltimo pueblo de mi ruta. Allí le dejé mis zapatillas embarradas y empapadas, y me dio otras secas que yo había dejado en el coche.

Hasta Salinas, mi recorrido de ayer marca un trazado bastante recto en el GPS (en naranja). Luego pasó esto:

Salinas

Llegué a Salinas, mi madre me dio las zapatillas secas, dimos un paseo para ver la iglesia, nos metimos por la Calle Mayor, ella me iba contando su visita a la cripta de Leire, y de pronto yo me di cuenta de que ese rodeo con mi madre se estaba grabando en el GPS.

No sé editar estos trazados de GPS ni tampoco quiero hacerlo en este caso. Quedará marcado el bucle, quedará marcada la presencia de mi madre en la ruta.

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Todo lo que tenía que decir

1) Todo lo que tenía que decir lo guardé ayer aquí.

012) Y al bajar vi otras pruebas de que a veces el silencio es mejor opción que las palabras y las imágenes. No sé, digo yo.

0203 3) A mí que me coman los buitres, por favor.

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Donostia a pie

Azala-DONOSTIA-4.inddAcabo de publicar la guía Donostia-San Sebastián, una guía para conocer la ciudad caminando, una guía para propios y marcianos. Ya está en las librerías y en la web. Es de la editorial Sua, con textos míos y fotos de Alberto Muro.

Los recorridos de la guía pretenden dos cosas. Al caminar por los paisajes y escenarios más clásicos, pretenden ir más allá de la mera contemplación, pretenden explicar cuál es su historia, cuáles fueron las apuestas de la ciudad y por qué son así esos paisajes de postal (no: el paseo de La Concha no ha existido siempre, en su lugar estuvieron a punto de convertir el perímetro de la bahía en un gran puerto mercante con muelles, almacenes y vías de tren). Y al recorrer los barrios, los parques, los montes y las riberas, también pretenden descubrir algunas pequeñas sorpresas, como el último reducto de bosque autóctono dentro de la misma ciudad, algunas atalayas balleneras o restos de fuertes y batallas carlistas.

La guía incluye diez recorridos a pie y una vuelta en bici, caminatas por los montes y las costas, varias excursiones en coche por los alrededores, una historia de la ciudad, diez hayques, rutas de pintxos, fiestas, eventos culturales, planes deportivos  y una extensa guía de alojamientos, bares, restaurantes, tiendas y servicios turísticos.

Copio el final de la introducción: “De los diez recorridos a pie que propone esta guía, el más interesante será quizá un undécimo: un vagabundeo sin rumbo, guiado por la intuición y abierto al asombro. Caminar por la ciudad como por un bosque. Pero perderse en la ciudad es una destreza que requiere mucho aprendizaje. Empezamos: adelantamos un pie, luego el otro y paseamos por paisajes de postal, rincones con miga y relatos con sorpresa”.

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Sí que es bonito, sí

La noche del 31 de diciembre una amiga me envía un mensaje desde La Habana. Me dice que están cocinando pata de puerco con frijoles, arroz y yuca, que beberán ron y que luego cantarán en un karaoke y saldrán a bailar salsa. Imagino que igual hasta terminan en la playa.

Imagino también a un cubano preguntándome qué hacemos los vascos para celebrar el año nuevo.

Pues nada, algunos nos levantamos a las siete de la mañana con un sueño horrible y subimos una montaña bajo la lluvia. Hundiendo los pies en el barro, agachados contra el viento, alcanzamos el primer ochomil del año (Adarra, 8.110 decímetros). En la cumbre nos felicitamos, nos damos besos y abrazos, y en el minuto en el que posamos quietos para una foto, arrecia el chaparrón, sopla un vendaval, temblamos y dejamos de sentir los dedos de las manos.

Ajá.

Bueno, no sé, también te encuentras en la cumbre con una amiga inesperada y le felicitas el año con otro par de besos, es bonito. También hay unos voluntarios muy amables que ese día reparten vasos de caldo, es bonito. Y hay desconocidos que se refugian de la lluvia y el viento contra unas rocas, de pronto abren la mochila, sacan una botella de champán y unas copas y reparten tragos y buenos deseos entre la gente que anda por allá, y en las copas la lluvia se mezcla con el champán, sí que es bonito, sí.

Busco ahora mismo, 1 de enero, vuelos a La Habana para diciembre de 2013 y encuentro alguno por 400 euros.

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El mundo vacío con un catalán fumando un porro

Subí a la Mola de Genessies pero no quise regresar por el mismo camino. Según mi mapa cochambroso, un sendero bajaba por la otra cara, luego supuestamente daría un rodeo circular y me llevaría por otro valle de vuelta a Vandellós (Tarragona), mi punto de partida. Un paseo de tres horas.

Encontré un sendero evidente y lo seguí. Descendí en picado, me metí por el fondo de un barranco entre roquedos y pinares, y me alejé cada vez más y más en dirección opuesta a Vandellós. Aquel camino no giraba en ningún momento hacia mis espaldas. Me inquieté un poco, pero el sendero seguía siendo evidente y, si desaparecía durante un tramo, me encontraba con hitos de piedra que indicaban la dirección. Así que por narices tenía que llevarme hasta alguna pista forestal o algún pueblo.

Mi cerebro, que es muy graciosillo, recordó la historia de aquel excursionista que se perdió en la sierra de Urbasa y sobrevivió a una noche de temperaturas bajo cero porque imitó la película Dersu Uzala y se forró el interior de la ropa con hojas. Y para aumentar mis recursos de ingenio y supervivencia, también recordó a aquel chico solitario que caminaba por un cañón de Utah cuando le cayó un desprendimiento de rocas. Las piedras lo arrastraron un trecho y se quedó con un brazo aprisionado bajo una roca enorme. Después de muchas horas atrapado, viendo que nadie llegaría para socorrerle, sacó una navaja, se cercenó el antebrazo y caminó hasta su salvación. Palpé mi modesta navaja y pensé que con aquella hoja roma y con mi legendaria habilidad para las manualidades yo iba a montar una tremenda carnicería y lo iba a dejar todo perdido. Abrí y cerré la mano varias veces. Probando, probando.

A ratos el sendero salía de los barrancos y los pinares y subía claramente por laderas despejadas hasta collados.  Eso me daba ánimos. De algo me tenía que servir haber leído tanto a Cormac McCarthy, todas esas páginas y más páginas de jinetes que recorren sierras, barrancos y mesetas, que pisan y nombran un mundo vacío, que dicen una frase cada treinta páginas, una frase siempre filosófica y buenísima sobre el mundo y los caminos y los mapas y tal.

(Desde la Mola de Genessies, hito de piedras y vista de las sierras de Tivissa que no debía atravesar y que atravesé por despiste).

El mundo vacío está muy bien. Pero cuando encontré una casa de piedra en una hondonada y cuando detrás de la casa encontré a un montañero catalán sentado en una roca y fumando un porro, di gracias a los dioses. El mundo vacío está muy bien pero está mejor si incluye un catalán fumando un porro. Hace trece años, cuando llegamos en moto al acantilado de Cabo Norte, Noruega, latitud 71, había dos catalanes fumando porros.

Este de ahora me explicó cómo subir hasta una cercana pista forestal. Luego debía seguirla a mano derecha durante una hora hasta alcanzar un collado. Allí encontraría a mis pies el pueblo de Tivissa.

Llegué a Tivissa tras cinco horas de caminata sin pausa. En un bar me dijeron que a los tres cuartos de las tres (a las 14.45, ¿no?) saldría el autobús, el único de la tarde, que me llevaría de vuelta a Vandellós. Pedí un bocadillo de jamón con tomate y el hombre del bar me dijo que si me preparaba el bocadillo quizá perdería el autobús.

Pensé que a Homero se le fue ocurriendo la Odisea con cuatro cosicas de estas. Un catalán fumando un porro en mitad del mundo vacío. Un mesonero que te obliga a elegir entre el bocadillo de jamón con tomate y el autobús de regreso a casa.

Me llevé el bocadillo, me lo comí camino de la parada, viajé como pasajero único del bus hasta Vandellós, volví a casa, me tumbé un rato antes de ducharme, me quedé dormido y al despertar ya había anochecido.

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Estrenar diciembre y ya de paso cerrarlo

El sábado 1 tocaba estrenar diciembre y sus nieves. En vez de subir al Txindoki por el camino de los epa (epa…, epa…, epa…, epa…, epa…), el Maquinetti propuso subir por la hendidura que abre la regata de Muitze. Se cumplió su intención: en la primera hora y media no vimos a nadie. Yo descubrí un cacho de mundo que no conocía y que parecía casi sin estrenar. Casi. Veíamos las huellas recientes de un par de botas y de un perro.

Nieve profunda, viento norte, cumbre, higos, saludos y bajamos por el camino habitual y concurrido (epa, epa, epa). En el ostatu de Abaltzisketa comimos arroz con hongos, alubias con berza y morcilla, pollo de caserío, pantxineta y café. Lo declaramos el mejor banquete de todo diciembre, sin necesidad de esperar treinta días más.

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Pancha es Castilla

Así se fueron ocho días que parecieron ochenta.

1) Siesta con plátano sobre Mercedes al sol.

2) Bocadillo y lata de cerveza en Aguilar de Campoo (Palencia).

3) Una tarde en la biblioteca de Villadiego (Burgos). Periódicos, mapas, revistas, calefacción.

4) Alar del Rey (Palencia): inicio del canal de Castilla, siglo XVIII, primera retención del Pisuerga.

5) Sopa castellana en La Granja de San Ildefonso (Segovia).

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Uno que se salió del mundo

Después del madrugón, empezamos la subida a la Peña Amaya, a la que J. bautizó con mucho ojo como el Uluru burgalés.

Pasamos por los restos de un castro celta muy extenso, donde hace dos mil años los cántabros sufrieron el asedio de las tropas del emperador Augusto. Se encaramaron a una fortaleza en lo alto de la cercana Peña del Castillo, en la que aún se aprecian muros de hace dos mil años, trincheras y pasos excavados en la roca. En ese mismo nido de águilas se refugiaron los visigodos y luego los castellanos, para resistir diversos asedios moros.

Qué emoción, le dije a J.: en este mismo lugar alguna vez caminarían dos tipos como tú y como yo, dos celtas que verían esta misma montaña de enfrente, que tendrían los mismos latidos acelerados al subir la cuesta. De qué hablarían, cómo sonarían sus voces, qué ilusiones tendrían, qué temores masticarían, sabrían hacia dónde queda el mar, qué parte del mundo conocerían, qué sentirían al ver acercarse por la llanura a las tropas romanas.

Un poco más adelante encontramos a un señor de barbas borrascosas recogiendo setas. Se llamaba José y vivía abajo, en el pueblo de Amaya, pero nos dijo que subía a la peña a diario.

Cuando J. sacó del bolsillo unas gafas de sol, José se inquietó:

-Eso es malo. Esas gafas y los tatuajes y esas cosas. La gente que lleva tatuajes vive menos.

-¿Y eso? ¿Porque se pasa la tinta a la sangre o algo así? –preguntó J.

-Es que ahora la gente no es libre. Gastan lo que no tienen. Y los que llevan esas gafas y los tatuajes y los pendientes y esas cosas… Esos viven menos. El setenta o el ochenta por ciento de la humanidad está sucia. Ahora hablan de la crisis y los recortes. Eso es Dios, que está limpiando.

“Por eso me fui a vivir a lo alto de la peña. Allí construí unas cabañas y me pasé cuatro años allá arriba. Me sentía más libre. Bueno, vivía allí hasta septiembre. Luego con el frío bajaba al pueblo.

José nos señaló un majuelo en la base de la pared: a partir de allí subía un pasillo empinado y rocoso hasta la meseta de la Peña Amaya. La parte superior de esta montaña es una inmensa explanada rocosa, de un par de kilómetros de largo, en la que podría aterrizar un Jumbo.

Allí estaban las cabañas de piedra que utilizaba José para salirse del mundo.

*

Por la base de la Peña Amaya, hacia la Brecha de Rolando burgalesa y la Peña del Castillo, donde se refugiaron celtas, visigodos y castellanos:

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Madrugar sin una verdadera necesidad

Aparecieron dos guardias civiles a las once de la noche, nos pidieron la documentación y nos explicaron que estaba prohibido acampar en toda la provincia. Incluso, dijeron, podían ponernos una multa de 300 euros. “Y os sale la broma más cara que un hotel de cinco estrellas”, dijo el guardia joven. El guardia viejo aclaró que nunca multaban. Que, como mucho, a los campistas poco discretos los mandaban para otra parte: “Toda la vida hemos salido a la montaña», dijo el guardia viejo, «y hemos acampado en cualquier sitio. No molestábamos a nadie, no ensuciábamos. Pero claro, no gastábamos, y ahora protestan los dueños de los campings y de los hoteles, porque pierden negocio, y van y sacan una ley para prohibir la acampada libre”. Examinaron nuestra tienda con interés, calcularon si podrían llevarla plegada en sus motos, nos preguntaron si teníamos buenos sacos –esa noche hizo dos o tres grados bajo cero- y nos recomendaron que por la mañana nos marchásemos temprano para que no nos viera nadie.

Es lo que hacemos siempre.

Un día más tarde, ya en otra provincia cuya legislación campera ignorábamos, J. me obligó a salir de la tienda a las 7. Yo me hice autónomo, sobre todo, para no madrugar. Para no madrugar en mi propia casa (hacerlo me parecería de muy poco respeto por mí mismo). Si veo amanecer, es señal de que estoy de viaje o de que salgo al monte. Si madrugo, en fin, significa que ese día no trabajo.

Nos levantamos a las 7, digo, en un campo de cereal en Sotresgudo (provincia de Burgos: estamos muy a favor de Burgos). J. temía que llegara algún vecino con el tractor antes de que recogiéramos la tienda, cosa que a mí tampoco me parecía grave, pero en fin, estábamos de vacaciones y podía darme el capricho de madrugar.

Nos despertamos junto a su Mercedes blanco de 1980, en el que tenemos por costumbre anual viajar un poco por Castilla, con un criterio básico: no superar los 80 km/h, conducir sin despeinar los chopos.

J. levantó la tienda al aire, para sacudirle la humedad con los primeros rayos del amanecer. Y nada, que me pareció bonito.

Bola extra: Setas rojas y hombrecillos verdes, de Eider Elizegi.

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Escribo con los veinte dedos.
Kazetari alderraia naiz
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