Cuando las mineras y los curas derrocaron al dictador

En la primera línea de su libro, Filemón Escóbar se declara ateo. El resto de las páginas es un homenaje conmovedor a los curas católicos que lucharon contra las dictaduras militares bolivianas de los años 60, 70 y 80, unas peripecias tremendas, protagonizadas por sacerdotes que parecen una mezcla de Gandhi y James Bond.

Escóbar es un dirigente histórico de los sindicatos mineros y las luchas obreras, cofundador del MAS (Movimiento al Socialismo, el partido del actual presidente Evo Morales). Su libro se titula El Evangelio es la encarnación de los derechos humanos y repasa la historia de muchos sacerdotes que trabajaron en la clandestinidad, en defensa de los derechos humanos y la democracia, en tiempos de dictaduras brutales que fueron financiadas y organizadas por la CIA dentro de la Operación Cóndor. Muchos curas fueron detenidos, expulsados, torturados o asesinados por los militares.

Uno de los curas que el libro menciona continuamente es el navarro Gregorio Iriarte. Gracias al contacto que me dio Miguel Sánchez-Ostiz, visité a Iriarte en su casa de Cochabamba hace dos años. Encontré a un hombre amabilísimo, jovial, que me atendió una mañana entera, en la que fue desgranando recuerdos de las masacres militares que presenció en las minas, las luchas clandestinas junto con otros curas y políticos en defensa de los derechos humanos, los libros que escribió en secreto y sin firmar y que contribuyeron a derribar dictaduras sostenidas por el narcotráfico…

Su relato incluía una de mis historias favoritas de la Guerra Fría: el encuentro en la zona minera de Llallagua entre el cura Iriarte y el líder comunista Federico Escóbar (padre de Filemón), en una época en que la radio de los curas y la radio de los comunistas se peleaban a dinamitazo limpio; su posterior amistad y la tremenda aventura en la que Iriarte acompañó en una fuga a través de Bolivia a Escóbar para que no lo mataran los militares del dictador Barrientos. La historia está contada en esta entrevista que escribí:  El infierno en el que vivían los mineros me abrió los ojos ; que después sigue con dos partes más: Planearon el ataque al campamento minero para conseguir una matanza ; Evo ha dado voz a los excluidos pero le falta un proyecto mejor trabajado. (Euskaraz: «Meatzariak infernuan bizi zirela ikusita zabaldu zitzaizkidan begiak«).

El pasado miércoles visité de nuevo a Gregorio Iriarte en la residencia de los padres oblatos en Cochabamba. Tiene 85 años y no para de trabajar. Acaba de publicar su vigésimo libro y sigue actualizando y reeditando su famosísimo Análisis crítico de la realidad, un repaso enciclopédico a la historia y la actualidad boliviana, que lleva ya 17 reediciones.

Tuvo paciencia para aguantar mis preguntas durante media tarde. Entre las muchas cosas que me contó, os dejo aquí, debajo de su foto sacada el miércoles, un episodio famoso: el de la huelga de hambre de las cuatro mujeres mineras que en 1978 derrocaron al general Banzer, una estrategia en la que Iriarte jugó un papel organizador crucial y que él, siempre discreto, no suele mencionar.

“Las cuatro mujeres mineras querían instalarse en el Obispado para hacer la huelga de hambre, como único lugar seguro. El Gobierno de Bánzer se decía muy católico, así que ellas pensaban que no mandarían a la Policía a entrar allí. A mí me pareció un poco feo hacerlo sin el consentimiento del obispo, así que fui a contárselo. Le pareció bien. ‘Pero esas mujeres vendrán sin armas ni dinamita ni nada, ¿no?’, me preguntó. Sí, sí, sin problema.

“Las cuatro mujeres iniciaron la huelga de hambre y nuestra idea era extender más grupos de ayuno en muchos sitios: se reunieron grupos en las iglesias, en otras ciudades…  Y en la sede de Presencia, el periódico de los obispos, se pusieron en huelga Luis Espinal [un jesuita catalán que fue torturado y asesinado por orden del dictador García Meza en 1980], Domitila y otras mujeres. El movimiento se extendió por todo el país y llegó a haber 3.000 personas en huelga de hambre.

“A medianoche recibí una llamada: la Policía había allanado la sede de Presencia y había detenido a los huelguistas. Llegamos allá, había muchísima policía, armamos un lío, nos enfrentamos a los mandos… A mí me identificaron y me echaron. Al día siguiente apareció en mi casa una muchacha, vestida de negro, pidiéndome ayuda porque su padre estaba preso… En realidad era una agente que venía a ver si yo estaba en casa. En la calle, a media cuadra, había un jeep del ministerio del Interior. Ella fue adonde los policías y les avisó, les explicó cómo era yo, para que me detuvieran. Yo vi lo que iba a pasar. Y decidí salir a la calle, porque en mi casa estaba escondido Marcelo Quiroga Santa Cruz [político socialista y escritor, también asesinado por García Meza en 1980] y no quería que lo encontraran. Así que salí y enseguida me apresaron.

“Al llegar al ministerio del Interior, el capitán abrió un armarito, hizo sacar los papeles viejos y los archivos que había allá, y me obligó a meterme. Tenía espacio justo para estar dentro de pie, bien apretado. Lo pasé mal, me ahogaba. Todavía hoy me queda el olor a polvo de aquel armario. Me metieron a la una y media del mediodía y me tuvieron así hasta las nueve de la noche. Uno de los tiras [matones a sueldo] tuvo miedo de que me ahogara y, sin que le viera el capitán, metió un cartoncito doblado en la puerta para que me entrara un poco de aire.

“A las nueve, cuando se fueron los mandos, los tres tiras que se quedaron a guardarme me abrieron la puerta y me trajeron el sillón del capitán para que me sentara. ‘Este capitán es muy malo’, me dijo uno de ellos. Tuvimos una charla amigable. En Bolivia eso se da. Con todas las macanas que tenemos, siempre queda una calidez humana… Yo les dije: ‘Ustedes deben de ganar mucha plata para tener un trabajo tan feo’. No, me dijeron, no hay trabajo, no podemos hacer otra cosa… `Pues yo les voy a conseguir trabajo, cuando salga de acá’. Los tres vinieron a darme sus nombres y sus teléfonos, ‘sí, padre, consíganos un trabajo…`. Uno de ellos salió a buscarme una manta, para pasar la noche en aquel despacho tan frío. Y volvió acompañado por otro hombre. Era otro tira: también venía a darme su teléfono para que le consiguiera un trabajo.

“A mí me dio pena no tener encima algo de dinero. Porque estoy seguro de que esa noche hubiera podido escaparme. Les hubiera invitado: ‘Tomen, por qué no celebramos, por qué no van y compran unas botellas de singani, que la noche es larga…’.

“A las dos o tres de la mañana, me hizo llamar el ministro Gallo, que estaba en el piso de encima. Me hizo sentarme delante de la mesa, y con una voz muy triste, me dijo: ‘Padre, ha ganado la democracia’. El general Banzer, acosado por las huelgas de hambre en todo el país, había firmado su renuncia.

“Me dejaron libre. Salí a la calle y encontré a más gente que salía. Celebramos una gran fiesta, nos abrazamos, lloramos. Fue el triunfo de las mujeres mineras”.

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2 Comentarios Dejar comentario

  1. esnabide #

    ¡que pena no estar por ahí para escuchar más al «cura navarro» y darle un gran abrazo.

  2. Ainhoa #

    Simplemente genial 🙂

    Gracias por dar a conocer esta historia!

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