La infancia, ese tesoro que nos robaron

“Nadie conoce a esta autora, ni en España, ni en Europa. Su obra ni siquiera es de literatura, son crónicas periodísticas. Es una lástima que esta clase de premios sean concedidos con fines políticos o de propaganda”. Así rezaba el comentario de un tal Recesvinto entre otros que colgaban de la noticia en la que El Mundo anunciaba que Svetalana Alexiévich, una periodista bielorrusa, había ganado el Premio Nobel en 2015.

Mientras la Academia sueca trata en estos días de localizar a Bob Dylan me ha dado tiempo a leer mi primer libro de esta cronista del Este, cuya elección no causó tanto revuelo como la del músico de Minessota, pero también provocó ciertas suspicacias y desprecios. La obra se titula Últimos testigosLos niños de la Segunda Guerra Mundial (Debate) y es uno de esos textos que difícilmente se hubieran editado en español si no le hubieran concedido el Nobel a su autora. Hasta entonces sólo se había traducido Voces de Chernóbil, una crónica e investigación periodística sobre lo ocurrido en la planta de energía nuclear de la ya famosa, por desafortunada, localidad rusa”.

Mi lectura de Últimos testigos también ha tenido un precedente. Con el libro ya en mis manos tuve ocasión de leer un artículo de opinión firmado por la escritora Ana Merino en El País titulado “Todas las infancias” al que sólo le hubiera faltado incluir una referencia a la obra de Alexiévich. “La historia de la humanidad está llena de infancias perdidas”, dice Merino, quien a su vez hace un repaso de cómo la historia de la literatura universal está llena de advertencias sobre el drama que supone que la sociedad no se haga cargo del daño que constantemente se empeña en infligir a los más pequeños: desde Charles Dickens hasta Gabriela Mistral pasando por Mark Twain, Cervantes, Buñuel. “Ahora las noticias nos recuerdan que Europa está llena de niños y niñas perdidos. Con cada infancia aniquilada va despareciendo nuestra propia humanidad. Desaparecen los cimientos de nuestra existencia. Nuestro futuro se evapora, como nuestra capacidad de creer en la bondad y la inteligencia”.

Con el corazón encogido empecé a leer entonces los testimonios recogidos por Alexiévich entre 1978 y 2004 de ancianos que siendo niños habían sobrevivido a la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial. Unas voces que se apagarán pronto y necesitaban decirle al mundo lo que vivieron. El premio Nobel al trabajo de la cronista bielorrusa no sólo dignifica el oficio del periodismo sino que es el reconocimiento a la responsabilidad asumida por la autora de canalizar esa humanidad que de otra manera se hubiera perdido.

Un día de mediados de junio de 1941 los niños rusos habían ido al colegio como los niños en cualquier otra parte del mundo. Algunos estaban de campamento, otros visitaban con la clase el circo y, de pronto, “la guerra”. Los testimonios reflejan lo que supuso aquella realidad en apenas unos minutos, horas o días. La guerra hizo que en un instante ya no existiera su hogar, la guerra hizo que de la noche a la mañana ya no tuvieran padres. La guerra hizo que toda una generación de niños dejase de existir porque fueron asesinados junto a sus padres o porque se les robó la infancia, esa etapa que Gabriela Mistral describía –lo recuerda Merino- como “el espacio de la pureza inicial del ser humano que debía estimular a los adultos a luchar por un mundo mejor”. Esa pérdida se refleja gráficamente en el pelo encanecido de una niña de apenas doce años que al verse en un espejo pregunta desconsolada a su madre: “¡Mamá! ¿Ya soy abuela?”.

El lugar seguro que tiene un niño impreso en el corazón son sus padres y una guerra lo vacía, lo aniquila y apenas deja crecer nada luego. Sólo hay un antídoto contra esa locura, otra locura mayor, el amor. “La guerra es mi propio manual de historia. Mi soledad… Me he saltado la época de la infancia, ha desaparecido de mi vida. Soy un hombre sin infancia. En vez de infancia tengo la guerra. Sólo hay una cosa en la vida que me haya conmovido igual: el amor. Cuando me enamoré… Cuando conocí el amor”.

Y aquel niño que recuerda la primera lección de amor que le imparte su madre dando  de comer a un prisionero alemán que podía haber fusilado a su hijo unas semanas antes. O ese otro que recuerda cómo su madre seguía lavando las camisas cada día para que él y sus hermanos fueran limpios, a pesar de la guerra.

Las historias del libro de Alexiévich no ahorran nada al lector aunque los ojos que recuerdan aquella violencia gratuita son los de unos niños que no tratan de racionalizar lo que ocurrió, sólo lo describen, hasta el menor detalle lo deslizan por el prisma de la niñez y no tanto por el del paso del tiempo. De hecho impresionan por su lucidez los testimonios de algunas personas que entonces tenían apenas cuatro años.

Es difícil asimilar estas vivencias realmente impactantes en un mundo en el que vemos muy de lejos los grandes dramas salvo por la enfermedad que golpea inevitablemente a las sociedades acomodadas, algo que seguro refleja muy bien Paloma Díaz-Mas en su último libro, Lo que olvidamos (Anagrama), sobre la experiencia del Alzheimer. Pero en Últimos testigos Alexiévich nos recuerda algo que olvidamos con facilidad, que merece la pena cuidar y respetar la infancia de los niños, de lo contrario nuestra sociedad será la que no merezca la pena. Estoy seguro de que Svetlana Alexiévich acompañaría a Gabriela Mistral si Ana Merino volviera a escribir su artículo sobre las infancias perdidas.

Y volviendo al inicio, diré que a mí me ha compensado la lectura de este libro y llevando la contraria a Recesvinto agradezco que se concediese a esta “desconocida” periodista el Nobel en 2015. Quizá dentro de unas semanas agradezca también que se lo hayan dado a Bob Dylan, puede que para entonces haya escuchado su música más allá de esas canciones que todos sus grandes forofos conocen.