Los susurros de Sinatra

En aquella fotografía aparecían todos los poetas de la Generación del 27. Entre ellos estaban sus padres. Él había sido catedrático de literatura. Aunque un poco distante siempre había sido cariñoso con ella. La educación de una niña no pasaba entonces por la universidad pero él se había empeñado en que ella y sus hermanas tuvieran la oportunidad de obtener un título superior. Tenía grabada en la memoria su silueta asomándose por la puerta de la habitación cada noche. No podía imaginar que en muchas ocasiones ella le esperaba mirándole desde la oscuridad con una sonrisa de satisfacción que le duraba en sueños hasta el amanecer. Murió de leucemia a los 49 años. Mamá en cambio tenía un carácter melancólico y triste. No se sobrepuso nunca a aquella prematura muerte.

«I’ ve got you under my skin. I’ ve got you deep in my hart of me»… Sinatra volvía a hablarle en pugna constante con la aguja del viejo tocadiscos de madera. Se imaginaba de nuevo bailando con Javier en el River Hall de Manhattan. La vida comenzaba con aquella canción y el mundo daba vueltas sin parar. Él sonreía, siempre sonreía y le decía «te quiero y te querré siempre». Sus zapatos le rozaban pero él sonreía siempre, de la misma manera que lo hacía en la foto del periódico que anunciaba su nombramiento como responsable de una de las mayores empresas del país. Unas gotas de color púrpura  adornaban su cabeza exenta convirtiéndole en el líder de una troika que se había confabulado contra ella. Aquello le recordó que tenía que seguir el plan.

Se sirvió otra copa de aquel vino oscuro y dulce. Javier había querido lo mejor para su boda y, entre otras cosas, había conseguido un lote del mejor oporto del 55. Todavía quedaban algunas botellas en la bodega y beberlo en aquellos momentos era la mejor manera de decirle que se sentía decepcionada. Había escuchado que algunas famosas también habían dicho adiós así, bebiendo el mejor vino mientras Sinatra les susurraba al oído cosas que ya nadie les decía. Si al otro lado había algo o alguien no habría resaca y sería más fácil entablar una conversación. Se imaginaba un espacio minimalista, como su corazón en los últimos años. Una voz grave le llamaría por su nombre, «Lucía», y ella pensaba en su padre esperándole con los brazos abiertos, enfundado en su traje gris. Así era como se imaginaba el cielo. Su padre al final de cada día con los brazos abiertos.

Quiso coger la copa de nuevo pero la golpeó torpemente y derramó el vino. Un lado de la cajita de pastillas había quedado empapado hasta el número de teléfono al que se aconsejaba llamar en caso de sobredosis. Tuvo una idea absurda. Leía un texto imaginario en el que se especificaba que en caso de ingestión masiva voluntaria debía evitarse llamar a ningún lado. Para que los nefastos efectos fueran más rápidos lo mejor era mezclar las pastillas con un buen vino y, si todavía se quería lograr una mayor dosis de dramatismo, se podía uno atiborrar de recuerdos de momentos y personas inolvidables. Lo tenía todo y se lanzó al vacío. Sinatra la cogía de la mano sonriente y la llevaba con él a dar vueltas sobre el disco saltando los surcos que separaban cada canción y agachándose para evitar ser golpeados por la aguja. «I’ ve got you under my skin».

Pero ni la mano en realidad era de Sinatra ni la aguja era la del tocadiscos. Sentada a su lado, su hermana Celia le miraba condescendiente mientras la enfermera le pinchaba en el brazo, esta vez una dosis de cordura. Cómo dolía la puñetera aguja. Al parecer, con el Oporto parapetado en su azotea no se había conformado con que Sinatra le susurrara y había subido el volumen tanto que la vecina había llamado a la policía. La habían encontrado tirada en el sillón arropada con el blanco y negro de algunas viejas fotografías. Ni rastro del cielo, ni de su padre. Tan sólo una sonrisa hasta el amanecer.