Santa Claus no va a China
(Foto de Joriel Jiménez)
Con los oídos todavía adormilados escucho el diálogo entre Catita y Olivia en el asiento de atrás del coche. Vamos camino al colegio y son las 7:30 de la mañana. Está muy oscuro y llovizna. Una mañana desapacible.
– Catita, Santa Claus no lleva regalos a los niños en China.
– ¿Por qué?
Imaginé algunas posibles causas, como el temor de Santa a ser encarcelado por incitar al consumismo o a que se violaran sus derechos humanos.
– Porque no tiene tiempo de ir a China, respondió Olivia.
– Ahhhhh…
– Catita, ¿alguna vez has visto a Santa Claus?
– Sí, ayer lo vi (efectivamente, ayer estuvimos con Santa en una fiesta de Navidad en mi barrio).
– ¿Pero alguna vez lo has visto bajar por la chimenea?
– No… Papi, ¿tenemos chimenea?
– Sí Catita, pero no es una chimenea de verdad, es decorativa, le contesto.
– Ahhhh.
– Catita, si no lo has visto, entonces ¿cómo sabes que viene Santa Claus?
– Porque llama a la puerta…
Le cuento la anécdota a Catalina. Se ríe y se acuerda de otra.
Los hijos de una amiga, que ya tienen 8 y 10 años, todavía creen en Santa Claus, a pesar de que en el colegio ya les han revelado el secreto. Están empecinados en que Santa existe. La ilusión infantil parece más poderosa que la evidencia. Cuando su madre los interroga, le contestan muy convencidos:
– Mamá, tú no podrías ser Santa Claus porque no tienes dinero para comprar regalos…
¿Se os ocurren más argumentos para demostrar la existencia de Santa Claus o los Reyes Magos?