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El hueso eterno

Paseábamos por el Chorro de Quevedo, la zona donde según la tradición se fundó la ciudad de Bogotá. Ya estaba oscuro y el lugar rezumaba vitalidad. Un cuentista de discurso fácil hacía reír a una masa de curiosos. En otra esquina, un grupo de jóvenes coreaba canciones de amor al son de una guitarra, bajo la luz titilante de una farola. Un bar poco profundo y oscuro, con la puerta abierta, dejaba entrever borrachos acodados a la barra, narcotizados bajo los efectos de varios canelazos. Individuos que caminaban sin rumbo fijo, zarandeados por un destino incierto. Vendedores ambulantes de artesanías que intentaban hacer contacto visual con los incautos para entrar al lance con ladina charlatanería.

Ajeno a todo ese devenir estaba un perro callejero, que se peleaba con un hueso, ya mondo y lirondo, en un nervioso ejercicio de contorsión. Nos acercamos para fotografiarlo mientras él seguía a lo suyo, contumaz en el despelleje de su pieza, como si la molla fuera infinita. Lo dejamos allí, en plena faena.

Varios días después me llegan noticias desde Bogotá. Cuentan que el perro sigue royendo el hueso porque no tiene otra cosa que hacer.

El perro que se me olvidó contar

(foto de Matt Wright)

Siempre que mi amigo coreano Gung me invita a comer, cuento meticulosamente los perros que deambulan por su casa. Tiene que haber cuatro: 진히, 미듬, 소망 y 빼빼로. Lo hago como rutina desde que me enteré que los coreanos son aficionados a la carne de can, también conocida como «canne». Por eso, después de saludar a Gung y a su esposa, lo primero que hago es este ejercicio de cálculo. Ya he desarrollado cierto afecto por los chuchos, que me saludan efusivamente meneando la cola cada vez que me ven.

La semana pasada, llegué con tanta hambre a casa de Gung que casi se me olvida saludarles a él y a su esposa. «Dejaré a los perros para después», pensé yo, mientras me sentaba ansioso a la mesa.

La cena estuvo deliciosa y la conversación muy amena. Charlamos de todo lo que nos gusta hablar cuando nos juntamos los tres: de fútbol, de antigüedades chinas y de paraguas de colección. Pasadas las tres horas, decidí que ya era hora de marcharse. Me despedí del matrimonio y también quise decir adiós a los perritos.

– Adiós 진히, adiós 미듬, adiós 소망… ¿dónde está 빼빼로?

Mi perrito Stradivarius

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Acabo de volver de un viaje a la Ciudad de México. En estos días no pude actualizar el blog. Este espacio quedó desierto y unos okupas intentaron secuestrarlo. Por eso aproveché mi visita a la capital mexicana para comprarme un perrito de vigilancia. Se llama Stradivarius y trabajaba para unos mariachis. Ahora me ayuda con el blog, escribiendo posts y respondiendo a comentarios. Además, para evitar nuevos allanamientos ha marcado mi territorio, como se puede ver en esta ilustración de J.

Un perro con pedigree

FOTO DE GOPAL1035
FOTO DE GOPAL1035

Cuando Arturo les enseñó el perro a Carito y Artu, los dos niños se enamoraron de él enseguida. Era un labrador negro, esbelto, de planta imponente. Lo abrazaron por el tronco y el animal respondió con lametones y complacientes movimientos de cola.

El cariño recíproco fue creciendo con los días. Pero una mañana, el labrador negro, esbelto, de planta imponente amaneció tieso como un témpano después de una noche gélida. Arturo se llevó el cadáver antes de que lo vieran los niños. Para ahorrarles el disgusto, se puso a buscar otro perro exactamente igual y así darles gato por liebre. Recorrió todas las tiendas de mascotas, pero la búsqueda fue vana. No había ningún labrador negro, esbelto y de planta imponente. No se dio por vencido y puso un anuncio en el periódico, pero nadie contestó.

Finalmente, se enteró de que en un pueblo lejano, alguien podría tener el perro que buscaba. Antes de lanzarse a la carretera, llamó por teléfono al sitio.

– Oiga, me han dicho que usted vende un perro labrador negro, esbelto, de planta imponente.

– Así es joven.

– Pero, ¿está bien el perro?

– Si, de campeonato.

Arturo empezó a desconfiar.

– Pero, ¿tiene pedigrí?

– Claro, desde que era un cachorro le dábamos croquetas.

– Ya.

A pesar de las dudas, Arturo optó por recorrer los 200 kilómetros hasta el pueblo. El perro era negro, parecía labrador, aunque no era tan esbelto y de planta tan imponente como el finado. Pero los niños llevaban varios días preguntando por el perro y no había tiempo para más búsquedas y zarandajas.

– Me lo llevo.

– Se lleva usted un gran perro. Aquí le doy también dos cajas de pedigree con croquetas de jabugo.

Arturo se llevó el perro y recorrió todo el camino de vuelta con los resuellos del perro en la nuca. Los niños le estaban esperando. Abrió la puerta y el chucho salió con cara de despiste y las extremidades entumecidas. Carito lo miró.

– Papá, este perro es más chiquito…

Arturo quedó desconcertado, pero no estaba dispuesto a que su viaje hubiera sido en balde.

– No Carito, es que tú has crecido mucho.