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Confirmado: soy chino

(Foto de Yewenyi)

Hoy estaba en el parque jugando con mis hijas y se me acercó un niño rubio como el oro. Nos había oído hablar. Me miró fijamente y me preguntó:

– ¿Hablas chino?

La pregunta me desconcertó. Cavilé un segundo. Le contesté que no, «no hablo chino». Pero me quedé pensando si, en realidad, yo debería hablar chino. Cuentan que los niños siempre dicen la verdad, así que quizás sí hablo chino y todavía no me había cuenta.

Nada más llegar a casa, lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Tenía los ojos rasgados y la piel azafranada. Empecé a hablar y no entendía nada de lo que decía. Aquel niño tenía razón. Hablo chino.

Los nuevos miedos infantiles

(Foto de Maurice)

Recuerdo que en mi infancia la forma más eficaz de intimidar a un niño era decirle:

-¡Pórtate bien, que si no vendrá el Coco y te comerá!

Pero creo que eso ha cambiado. El Coco ha perdido su poder disuasorio. Ahora hay amenazas más eficaces.

Este fin de semana nos visitaron David y Eu con sus hijos: Tomás, de 5 años, y María Paz, de tres. Una de las mañanas estaban jugando Catita y Tomás. Yo escuchaba su jolgorio desde mi habitación, todavía en estado letárgico. Algo debió pasar que no alcancé a entender bien entre mis sueños, pero pude escuchar la amenaza de Tomás a Catita:

– ¡Catita, no lo hagas, o si no se te contagiará la gripa (sic) porcina!

Otros planes

FOTO DE PSD
FOTO DE PSD

M. estaba doblando la ropa de su hijo más pequeño cuando se le acercó el mayor, de 10 años.

– Papá, ¿qué estás haciendo?

– Estoy doblando la ropa de tu hermanito, para regalarla.

– ¿Pero por qué?

– Porque papá y mamá no tienen planes de tener más niños.

– ¿Y qué pasa si Dios tiene otros planes?

M. se río de la ocurrencia.

Dos días después tuvo que desdoblar la ropa.

Más listos que un ajo

A los niños no se les puede dar gato por liebre porque enseguida te descubren. Poseen una capacidad especial para detectar fraudes.

Andrea tiene debilidad por mi teléfono móvil. Pero con todos los estudios sobre los efectos nocivos del electromagnetismo, no me hace ninguna gracia que juegue con él. Así que, cuando me lo arrebata, yo se lo birlo de nuevo para quitarle la pila y dejarlo inerte. Cuando se lo devuelvo, lo mira con desprecio y lo tira al suelo, como un juguete roto. Para ella, pierde todo el interés.

A Catita no le gusta que le diluya el zumo de naranja. No le importa que lo haga por su bien, para reducir su consumo de azúcar. Se queja y me desafía: «Papi, quiero zumo, pero no le pongas agua». Me acerco a la nevera, saco el zumo con sigilo, me cercioro de que no me está mirando y, subrepticiamente, escancio un generoso chorro de agua en el vaso. Se lo entrego, sorbe y se gira hacia mí con la mirada de quien descubre una trampa: «Papi, le echaste agua». Yo me tapo la cara y sonrío, contento de que me descubran.