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La increíble jarra de sangría menguante

Nos juntamos en un bar de tapas para celebrar la graduación de Andrés. Para estar a la altura de las circunstancias pedimos una jarra de sangría de alta graduación. Con ese combustible pudimos hablar durante horas sin que se resecaran las gargantas. Hablamos de todo: del MBA de Andrés, de sushi, del Barcelona y la Liga, del nuevo trabajo y la expansión familiar de Carlos, del desmaquillante de Vic, del futuro de Fernando Alonso…

También me contaron cuáles eran sus posts favoritos de Allendegui. Nunca lo hubiera imaginado: La caja sin fondo, La llamadaDespiste Jurásico. Eric aprovechó para ser muy franco y me preguntó qué tipo de hierba era la que más me inspiraba. Carlos quería saber dónde conseguir un orégano tan fresco. Mientras debatíamos estas fuentes de inspiración, el ambiente se empezó a inundar con música de Bob Marley.  En realidad, no consumo nada de eso. Suscribo la frase de Thomas Alva Edison, de que el «genio es un uno por ciento inspiración y un 99 por ciento transpiración», por eso siempre escribo dentro de la sauna.

Mientras hablábamos, la jarra de sangría, que siempre empezaba llena, se iba vaciando inexplicablemente. Cada vez más rápido. Y cuanto más se vaciaba, menos entendíamos por qué. Creo que nos estafaron, que nunca nos sirvieron sangría y que nunca celebramos la graduación de Andrés. Y ni sé por qué escribí esto ahora.

Nota: Ah, por fin lo encontré, aquí estaba… el orégano

Definiciones

Foto de Zzclef

Chorreo: Leer aquí la definición precisa.

Consejos para emprendedores de Paco el taxista

FOTO DE MATHEW CHACKO

FOTO DE MATHEW CHACKO

Llegué al aeropuerto de Barcelona y no vi a nadie esperando con mi nombre escrito en un cartelito. Pensé que me habría equivocado de destino. Mientras elucubraba sobre esto, apareció jadeante un señor de barba bien arreglada con un papel doblado entre los dedos en el que se podía vislumbrar a duras penas mi nombre escrito en caracteres irregulares y con tachones. 

– Oiga, creo que usted viene a recogerme.

– Sí, es que me equivoqué de terminal. ¿Llevaba mucho esperando?

– No, sólo cinco minutos.

– Ah, bueno.

Nos metimos en el taxi y enseguida introdujo el nombre de la calle de destino en su GPS. 

– A los extranjeros les da mucha tranquilidad que use este aparatito. Me dicen. Ah! Tom-Tom, bueno, bueno.

– Bravo, bravo, dije, dije.

Arrancamos. Conducía con mucha tranquilidad, despacito, como paladeando cada volantazo. Me empezó a contar de su jubilación anticipada, después de trabajar durante años para una multinacional.

– Yo programaba ordenadores con tarjetas perforadas, me dijo.

Me explicó que la idea de tener un taxi era fruto de una minuciosa investigación.

– Yo quería montar un negocio que cumpliera tres condiciones: que no tuviera horarios, que no tuviera jefes y que no implicara utilizar hojas de cálculo. Lo primero que se me ocurrió fue montar un puticlú.

– ¿Un puti-club?

– Sí hombre, claro. Pero llegué a la conclusión de que eso de un puticlú era muy complicado, requiere mucha organización. Luego pensé en una churrería.

– ¿Una churrería?

– Sí, claro. Es un negociazo. Un poco de harina y te forras… se venden como churros. Pero eso tiene sus horarios, así que lo descarté. Al final pensé, pensé… y se me ocurrió: Un tasis (sic). Un tasis te permite trabajar a la hora que quieras, cuando quieras, como quieras. Así que me lancé. Y no me puedo quejar.

Seguimos hablando. Me contó que le gustaba mucho irse con su querida al monte…

– Con mi querida bicicleta. Con ella me subo esos montes, me dijo mientras señalaba hacia el Tibidabo. Y luego llego a casa, me ducho, como y me acuesto con mi querido… con mi querido sillón.

Por fin llegamos a mi destino. Nos bajamos y me acompañó un tramo. Me habló de planes de viaje por América en una autocaravana que pensaba comprar en el norte de Estados Unidos. Poco antes de despedirnos, me miró fijamente y me dijo:

– Deja que te dé un último consejo. Aprovecha la vida, disfrútala, no ahorres demasiado. Guarda algo para la jubilación pero sin dejar de disfrutar desde ahora, porque pasados los ochenta, uno no se aguanta ni sus pedos.