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Volar en avión, el camino más directo al Cielo

(Foto de Matt Hintsa)

Quizás al leer el titular pienses que es un chiste fácil y que Allendegui vuelve a las andadas con sus tonterías. Es obvio que volar en avión te lleva directo al cielo, mucho más directamente, digamos, que un coche, un barco o un tren. Pero la mayúscula del «Cielo» no es un error tipográfico ni un despiste (hablando de aviones). Me refiero al Cielo, Cielo; al Paraíso, al Jardín del Edén, o como lo quieras llamar.

Después de mi última experiencia aérea, estoy convencido de que viajar en avión puede abrir el camino a la canonización pues ofrece muchas situaciones en las que vivir heróicamente las virtudes.

Para empezar, las teologales. Uno no se subiría a uno de esos aparatos para estar suspendido a miles de pies de altura durante varias horas si no tuviera fe en los que revisaron ese avión o en el piloto que lo va a manejar, por ejemplo.También se necesita esperanza, no sólo porque confiamos en llegar al destino a pesar de todos los riesgos de por medio, sino también porque los retrasos son comunes y toca esperar, y esperar, y esperar. Y caridad, mucha caridad, para soportar con amor al pasajero obeso que te toca al lado y que te oprime el píloro con sus protuberantes codos; o al que se levanta veinte veces para ir al baño, incapaz de domeñar su aparato excretor, y te impide conciliar el sueño; o al que se quita los zapatos para sentirse como en casa y a ti te hace sentir como en una pocilga de hedor nauseabundo…

Pero no sólo hay ocasiones de practicar las teologales, también las cardinales. Por ejemplo, la fortaleza para cargar con un equipaje de mano cada vez más pesado, ahora que las aerolíneas limitan el peso y el número de bultos facturados. O la templanza, para resistir sin quejarse los largos vuelos a base de cacahuetes y galletas saladas. O la justicia, para hacer fila religiosamente sin sucumbir a la tentación de colarse. O la castidad, para guardar la vista al cruzar por la cabina de business class sorteando a las azafatas. Pero sobre todo, diría, la prudencia para escoger otro medio de transporte la próxima vez que viaje.

Las consecuencias geográficas de una congestión

Foto de Foxypar4

Llegó al mostrador del aeropuerto muy cansado y con una congestión nasal aguda. Todo lo que quería hacer era dejar la maleta y subirse al avión para quedarse profundamente dormido hasta aterrizar en la capital de Sri Lanka.

– Buenos días, señorita, aquí está «bi basaborte»… «disculbe» que le hable así, es que tengo «bucha congestión».

La empleada de la aerolínea ni le miró a la cara. Se limitó a teclear sin mediar palabra.

– La «baleta» aquí se la «bongo»…  ¿le «barece»?

La azafata siguió tecleando. Imprimió el billete y se lo entregó al viajero, que lo introdujo maquinalmente en el bolsillo de su abrigo. Se fue a rastras hasta la puerta de embarque y se quedó dormido en la sala de espera. Cuando despertó, estaban entrando al avión los últimos pasajeros. Se levantó corriendo, entregó su billete a la azafata y embarcó. En cuanto llegó a su asiento, se abrochó el cinturón y cayó completamente dormido. Tres horas después se despertó con el anuncio del piloto.

– ¡Merhba Malta!, Espero que disfruten su estancia en La Valeta.

Seguidores del sendero luminoso

FOTO DE INGORR
FOTO DE INGORR

Entré en el avión y busqué mi asiento. Estaba en una salida de emergencia. Más espacio y también más responsabilidad. Me arrellané como si estuviera en una butaca de cine y me abroché el cinturón. Enseguida emergió una azafata para darnos las instrucciones de seguridad. Normalmente suelo ignorarlas pues ya las he escuchado miles de veces pero, esta vez, lo sentía como un deber de pasajero que viaja en la salida de emergencia. Así que presté atención. Era la misma cantinela de siempre hasta que escuché…

– En caso de emergencia, por favor, sigan el sendero luminoso, dijo la azafata haciendo un recorrido con sus dedos por todo el pasillo hasta los últimos asientos.

Giré la cabeza y pude ver que en las últimas plazas de la cabina se sentaban cuatro individuos encapuchados, con fusiles Kaslashnikov en ristre, ataviados con camisetas negras con el símbolo de la hoz y el martillo en amarillo. Gritaron algunas consignas ininteligibles de las que sólo pude entender el nombre de «Abimael Guzmán«, alzaron sus fusiles al aire y recuperaron la compostura. Volví la cabeza hacia el frente y respiré aliviado por este revolucionario procedimiento de seguridad aérea.