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El hueso eterno

Paseábamos por el Chorro de Quevedo, la zona donde según la tradición se fundó la ciudad de Bogotá. Ya estaba oscuro y el lugar rezumaba vitalidad. Un cuentista de discurso fácil hacía reír a una masa de curiosos. En otra esquina, un grupo de jóvenes coreaba canciones de amor al son de una guitarra, bajo la luz titilante de una farola. Un bar poco profundo y oscuro, con la puerta abierta, dejaba entrever borrachos acodados a la barra, narcotizados bajo los efectos de varios canelazos. Individuos que caminaban sin rumbo fijo, zarandeados por un destino incierto. Vendedores ambulantes de artesanías que intentaban hacer contacto visual con los incautos para entrar al lance con ladina charlatanería.

Ajeno a todo ese devenir estaba un perro callejero, que se peleaba con un hueso, ya mondo y lirondo, en un nervioso ejercicio de contorsión. Nos acercamos para fotografiarlo mientras él seguía a lo suyo, contumaz en el despelleje de su pieza, como si la molla fuera infinita. Lo dejamos allí, en plena faena.

Varios días después me llegan noticias desde Bogotá. Cuentan que el perro sigue royendo el hueso porque no tiene otra cosa que hacer.