Archivo | Así está el patio RSS para esta sección

Seguidores del sendero luminoso

FOTO DE INGORR
FOTO DE INGORR

Entré en el avión y busqué mi asiento. Estaba en una salida de emergencia. Más espacio y también más responsabilidad. Me arrellané como si estuviera en una butaca de cine y me abroché el cinturón. Enseguida emergió una azafata para darnos las instrucciones de seguridad. Normalmente suelo ignorarlas pues ya las he escuchado miles de veces pero, esta vez, lo sentía como un deber de pasajero que viaja en la salida de emergencia. Así que presté atención. Era la misma cantinela de siempre hasta que escuché…

– En caso de emergencia, por favor, sigan el sendero luminoso, dijo la azafata haciendo un recorrido con sus dedos por todo el pasillo hasta los últimos asientos.

Giré la cabeza y pude ver que en las últimas plazas de la cabina se sentaban cuatro individuos encapuchados, con fusiles Kaslashnikov en ristre, ataviados con camisetas negras con el símbolo de la hoz y el martillo en amarillo. Gritaron algunas consignas ininteligibles de las que sólo pude entender el nombre de «Abimael Guzmán«, alzaron sus fusiles al aire y recuperaron la compostura. Volví la cabeza hacia el frente y respiré aliviado por este revolucionario procedimiento de seguridad aérea.

Alimentos extremos

FOTO DE FOXYPAR4
FOTO DE FOXYPAR4

Copio dos testimonios sobrecogedores de lo que puede llegar a hacer el ser humano para sobrevivir.

No fue fácil sobrevivir en esas condiciones. «Bebimos nuestra propia orina mezclada con nieve para hidratarnos», relata Matteto, hasta que los equipos de rescate los localizaron en el Glaciar de los Polacos, a 6.700 metros de altura, donde unos días antes también había fallecido el alemán Stefan Geromín, de 42 años.

Publicado en Marca.

Dos hombres que estuvieron perdidos en el mar durante 25 días dentro de una nevera gigante sobrevivieron gracias al agua de lluvia de las tormentas tropicales y al pescado que vomitaron unos pájaros.

«Durante 10 días no tuvimos nada que comer», dijo uno de ellos.

«Entonces vinieron dos pájaros y vomitaron unos peces pequeños, unos seis o siete pececitos, eso fue todo».

Publicado por Yahoo News.

Y luego le hacemos ascos al brócoli.

¿Podríamos sobrevivir sin Internet?

La visión de South Park de un mundo sin Internet. Parafraseando el ensayo de Kenzaburo Oé, podríamos titularlo también «Dinos cómo sobrevivir a nuestra desconexión».

Mascotas sin techo

Jamás había pisado un supermercado para mascotas y hoy lo hice por un encargo. Me pidieron que comprara unos zapatos para perro tamaño extra pequeño. Como no estaba familiarizado con este tipo de locales, opté por preguntar directamente:

– Oiga, ¿dónde están los zapatos para perro?

– Sígame. ¿Cuáles quiere?

– Unos Pawtector.

– Aquí están.

Descolgué de la repisa una pequeña caja con dos pares de patucos color negro.

– !Qué buen producto, viene con un par de repuesto!, pensé nada más verlos… luego caí en la cuenta de que los perros tienen cuatro patas.

Llevé los zapatos a la caja y mientras esperaba mi turno reparé en una hilera de «tupperwares» llenos de agua en los que nadaban a sus anchas unos diminutos peces barbudos. Finalmente, el momento de pagar. Deslicé mi tarjeta por el lector magnético y apareció un mensaje en la pantalla: ¿Desea donar un dólar para las mascotas sin techo? Un poco descolocado, hice click en «No». Salí de la tienda algo estupefacto.

Ya en casa, y para satisfacer la curiosidad, busqué en Internet la campaña en favor de las mascotas sin hogar y encontré un sitio de Internet con todas las campanillas. La cosa no iba en broma: ya han salvado a 3.623.365 mascotas sin techo.

Sweet Caron-line

Muchos de nuestros viernes terminaban en el Bucket Shop, muertos de hambre después de largas horas en la redacción. Nos acodábamos en una mesa estratégica para dominar el panorama y pedíamos la carta. Una rutina intrascendente, porque siempre cenábamos lo mismo: alitas de pollo picantes y hamburguesa con patatas fritas o aros de cebolla.

Era un rincón oscuro, encajonado, con una mesa de madera recia, quizás excesivamente barnizada, y unos asientos acolchados color granate que parecían desinflarse cuando nos dejábamos caer sobre ellos. Algunas noches, el ambiente del bar parecía sacado de un cuadro de Toulousse-Lautrec. Otras, más bien se asemejaba a los vomitorios de un estadio de fútbol americano. Pero siempre era un ecosistema impredecible, y del que nos protegíamos parapetados en nuestro rincón. Por allí sobrevolaban rapaces de diversa calaña. Nosotros los observábamos a todos mientras íbamos royendo los huesos de las alas de pollo hasta dejarlos mondos y lirondos.

La conversación siempre era animada, y las horas pasaban sin darnos cuenta, esfumándose entre las rendijas de la puerta que teníamos a lado. Cuando ya habíamos saciado el hambre, Mox cumplía maquinalmente con un rito. Llamaba la atención del camarero y le pedía «la bebida con más alcohol y más barata» que tuvieran. Enseguida le traían su «destornillador«, le daba un sorbo impaciente y se levantaba con apremio hacia el «jukebox». Se quedaba mirando fijamente las portadas de los discos, introducía una moneda de 25 centavos y siempre seleccionaba la misma canción: «Sweet Caroline«, de Neil Diamond.

La atmósfera del bar cambiaba y Mox tomaba la pista por asalto. Eran unos minutos escasos de magia en los que todo se congelaba y, después de comer tanto pollo, la piel se nos ponía de gallina. Terminaba la canción, y todo recuperaba la normalidad. Las conversaciones continuaban como si no hubiera pasado nada, las camareras seguían repartiendo bebidas, las rapaces volvían al acecho de sus presas y nosotros recuperábamos nuestro anonimato en el oscuro rincón.

Hoy volví al Bucket Shop después de mucho tiempo. Era pleno día y la luz cambiaba radicalmente el aspecto del local. Al salir, me percaté de que nuestro viejo «jukebox» había sido reemplazado por una sofisticada máquina, conectada a Internet (en la foto). La miré con nostalgia, la fotografié y me puse a pensar cómo sonaría ahora «Sweet Caron-line».

Tras los pasos de Mrozek

Salí a la calle decidido a comprar todos los libros de Sławomir Mrożek que pudiera encontrar. Pero primero tenía que encontrar la librería. Enfilé la calle Miguel Hidalgo y Costilla y empecé a caminar por una acera interminable y carcomida, esquivando todo un repertorio de boquetes, surcos y socavones. Una mujer salía de un coche. La abordé.

– ¿Dónde está Ghandi?

– Ufff, muerto y en la India.

– No, señora, me refiero a la librería, la librería Gandhi.

– Ahh, la librería. Pues está diez o doce cuadras hacia allá. ¿Sabes lo que son cuadras, no?

– Sí, donde están los caballos.

– Muy bien.

– Muchas gracias.

– Que Dios te bendiga.

Seguí caminando, arrastrando los pies abúlicamente bajo el ardiente sol regiomontano. A ambos lados de la calle se sucedían carteles que anunciaban consultas médicas: Traumatología, Reumatología, Dermatología, Resonancias Magnéticas, Oftalmología… Fue un paseo quirúrgico e intravenoso. Finalmente llegué al cruce de Venustiano Carranza y avisté la librería. Subí las escaleras hasta el piso de arriba y me abalancé sobre la estantería de Literatura Universal. Recorrí con los dedos cada una de las repisas hasta hacer contacto visual con Mrozek, el autor que más ha influido en mi vida sin haber leído ninguno de sus escritos, una influencia subrepticia, infusa, confusa y profusa.

– Hola Mrozek, dicen que escribo como tú.

– Sí, escribes como yo, me respondió Mrozek oculto tras «La Mosca» (La mosca, a su vez, estaba oculta tras la oreja).

– ¿Me recomiendas alguno de tus libros?

– Pues no hombre, cómprate mejor «Cronopios y famas» de Cortázar, o una botella de «Mirinda«.

Entonces escuché la voz de Peter, susurrándome desde la contraportada de «La Mosca»:

– Llévate todos, no seas tonto.

Cogí atolondradamente los cuatro Mrozeks que había: «La Mosca«, «Dos cartas«, «El árbol» y «Huida hacia el sur«. Puse los ejemplares sobre mis antebrazos, arqueados en forma de cuchara, y los llevé hasta la caja. Pagué, y huí hacia el norte.

Más listos que un ajo

A los niños no se les puede dar gato por liebre porque enseguida te descubren. Poseen una capacidad especial para detectar fraudes.

Andrea tiene debilidad por mi teléfono móvil. Pero con todos los estudios sobre los efectos nocivos del electromagnetismo, no me hace ninguna gracia que juegue con él. Así que, cuando me lo arrebata, yo se lo birlo de nuevo para quitarle la pila y dejarlo inerte. Cuando se lo devuelvo, lo mira con desprecio y lo tira al suelo, como un juguete roto. Para ella, pierde todo el interés.

A Catita no le gusta que le diluya el zumo de naranja. No le importa que lo haga por su bien, para reducir su consumo de azúcar. Se queja y me desafía: «Papi, quiero zumo, pero no le pongas agua». Me acerco a la nevera, saco el zumo con sigilo, me cercioro de que no me está mirando y, subrepticiamente, escancio un generoso chorro de agua en el vaso. Se lo entrego, sorbe y se gira hacia mí con la mirada de quien descubre una trampa: «Papi, le echaste agua». Yo me tapo la cara y sonrío, contento de que me descubran.

El medio hermano

FOTO DE AC21

Pepe estaba harto de su medio hermano. Cuando iban a jugar al tenis, sólo le devolvía la mitad de las bolas. En las conversaciones, le contestaba únicamente a la mitad de las preguntas. Y sólo le acompañaba a hacer los recados uno de cada dos días. Aunque tenía sus ventajas (su hermano sólo se enfadaba con la mitad de las putadillas que le hacía Pepe), terminó cansándose, y fue al mercadillo a buscar otro medio hermano. Fue a un puesto donde vendían medios hermanos y allí eligió a su antojo. Escogió uno parecido al que ya tenía para que no se notara mucho y pidió que se lo envolvieran para regalo. Llegó a casa todo contento y le dejó a su medio hermano que abriera el paquete. El medio hermano se emocionó al ver que era otro medio hermano y que ahora ya podrían ser un hermano completo. Hicieron una gran fiesta, que le salió el doble de cara que antes, y cuando los enfados se hicieron doblemente fuertes, Pepe decidió que estaba mejor solo con su medio hermano y devolvió el otro. Dijo que así respetaba también el medio ambiente.

Viajar sin viajar, navegando

Foto de Will_Hybrid

Foto de Wili_Hybrid

Ahora que las líneas aéreas cobran hasta por el café, estoy empezando a buscar alternativas más baratas para viajar y conocer mundo. He llegado a la conclusión de que lo mejor son los viajes virtuales. Son baratos, ves todo lo que hay que ver, no hay que hacer maletas, evitas las aduanas y los aeropuertos, no te mareas. En fin, todo son ventajas. Hace unos meses, sin ir más lejos, me di un garbeo por Brasilia montado en Google Maps. Guiado por un amigo que vivió allí, recorrí la zona hotelera, el Palacio Nacional, la Catedral y llegué hasta Planalto, sin moverme de la silla. El otro día encontré una agencia que te lleva a revivir los viajes más famosos de la Historia. A golpe de ratón, puedes emular a Colón; si prefieres los grandes planes, pues a Magallanes; y si eres navarro, recomiendo el que hizo Pizarro. En fin, hay para todos los gustos. Lo bueno es que viajando así te evitas malos tragos, como padecer escorbuto, o que un indígena te clave un dardo envenenado con su cerbatana, o qué se yo. Esas cosas que pasaban antes. Pero para no meter la pata en ningún sitio cuando hagas estos viajes y quedes como un maleducado, repásate antes los códigos de conducta para cada uno de los países. Todavía quedan unos días de Agosto, así que, nada, a viajar, a viajar.

La canción del pirata del medio diente*

Foto de Jeff Norman

Foto de Jeff Norman

Frankie acaba de partirse uno de sus incisivos, «palas» para los amigos. Explica todo ufano que se agachó para recoger algo de suelo y se golpeó el mentón contra el canto de una mesa. Está emocionado y no deja de carcajearse. Parece divertidísimo eso de partirse un diente. Para partirse de la risa. El se desternilla a mandíbula batiente, creo yo, ayudado por la nueva aerodinámica de su dentadura. «No hay nada que no arregle la porcelana», comenta jocosamente. «Aunque fuera porcelana china de la dinastía Ming prefiero conservar los piños íntegros», pienso yo. El caso es que todos festejan la fractura y él exhibe el fragmento seccionado con gran regocijo. Se lo pone en la palma de la mano y le da golpecitos con el dedo índice para hacerlo rodar. Todos le piden su diente y se forma una fila para juguetear con el pequeño trozo de marfil. Posa orgulloso para las fotografías y parece el pirata de Espronceda (el texto que sigue está pirateado):

¡Sentenciado estoy sin diente!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.

Y si caigo,
¿qué es un diente?
Por perdido
ya la di,
cuando con el canto
de la mesa,
como un bravo,
me sacudí.

Después de todo el jolgorio,

viene la reflexión,

y medio regalo solo,

le obsequiará el ratón.

*No confundir con Medio Oriente pronunciado por alguien sin diente.