Durante el presente curso académico, que está a punto de concluir, dos alumnas de la Facultad de Bellas Artes, en distintos momentos, se han dirigido a mí para decirme, confidencialmente, que también ellas padecen esclerosis múltiple. Están recién diagnosticadas. Por su aspecto y por su forma de moverse, nadie podría adivinar que sufren tal enfermedad. Una de ellas afirmó tener 19 años, y la otra 22.
La más joven me expresó su deseo de presentar solicitud para participar en los proyectos que llevaremos a cabo este año en distintos orfanatos, pero le retenía saber que las vacunas que recomiendan ponerse para viajar a esos lugares, podrían ser contraproducentes en el desarrollo de su enfermedad. Trasladarme esas dudas, me pareció que era una manera indirecta de pedir mi opinión al respecto, y no tardé en dársela.
-Debes atenerte a lo que diga tu neurólogo -le dije.
-No obstante, yo llevo muchos años acudiendo a esos lugares, sin ponerme ninguna vacuna -añadí irreflexivamente ante su prolongado silencio.
-Pero tú eres mucho más mayor que yo -respondió ella con absoluta espontaneidad, pero sin ocultar cierto enojo por las limitaciones que su caprichosa fisionomía, o su miedo, le empezaba a imponer.
-Cierto -le dije sonriendo, al tiempo que calculaba que, efectivamente, mi edad era más del doble de la suya, que ella era incluso más joven que cualquiera de mis dos hijas; luego, le quedaba prácticamente toda la vida por delante, en buena lógica, mucha más que a mí, y por tanto no debía asumir riesgos.
Pensé que tal vez fuese ése el razonamiento que le había impulsado a darme esa respuesta.
Aunque la otra alumna no mostró interés por participar en nuestros proyectos, ambas manifestaban similar preocupación y desánimo ante las consecuencias de ese diagnóstico que, sobre todo al principio, adquiere tintes de sentencia a cadena perpetua. Sin quitarle gravedad al asunto, traté de alentarlas, subrayando lo bien que estaban físicamente. También utilice, en las dos ocasiones, el manido argumento de los avances de la ciencia médica, algo que, en este ámbito, siempre me ha parecido ciencia ficción, pero en aquellas dos ocasiones me vi impulsado a utilizarlo, ante mi incapacidad de encontrar otras explicaciones capaces de transmitir optimismo.
Ya no recuerdo muy bien cómo reaccioné yo, hace once años, ante ese diagnóstico; supongo que inconscientemente he relegado aquel suceso a la habitación de la memoria de los acontecimientos amargos. Nunca había oído hablar de esa enfermedad neurológica, pero pronto supe lo esencial: que era crónica y degenerativa; y que, en consecuencia, podría dejarme postrado en una silla de ruedas en poco tiempo. Aunque siempre he sido de natural optimista, pensar en la necesidad de tener que utilizar ese aparato para moverme, me asustaba y deprimía. No sé por qué soslayé otras consecuencias de la enfermedad, y focalicé mi temor en ese artefacto, como si fuera el símbolo de todo lo malo que me podría ocurrir, como si sus ruedas y hierros representaran la cárcel a la que inexorablemente me condenaba la esclerosis.
Afortunadamente, la vida continuaba a mi alrededor. Mi mujer y yo habíamos puesto en marcha, hacía unos años, un proyecto muy ilusionante que ya no podíamos detener. En el momento de mi diagnóstico, había ya dos niñas, en el orfanato que ahora se llama Matruchhaya, en India, que estaban esperando a que finalizásemos los últimos trámites legales, para regresar al hospicio a recogerlas, y traerlas España para iniciar una nueva vida con nosotros. Ellas no sabían nada de esa estúpida sustancia que se llama mielina, cuyo deterioro es responsable de la esclerosis múltiple, ni de otras enfermedades neurológicas.
El tiempo fue colocando todo en su sitio, y los nubarrones que al principio ensombrecían mi pensamiento, fueron lentamente disolviéndose, con el inestimable apoyo de mi esposa. No fue fácil, ni inmediato; de hecho, el proceso de adaptación a las limitaciones que la esclerosis múltiple me va imponiendo progresivamente, continúa abierto. Pero los radios de las ruedas de la silla dejaron de ser los barrotes de una celda. Dejé de ver ese artilugio como una cárcel; por el contrario, ahora me parece una herramienta de libertad, que me permite no detenerme ante los impedimentos, no renunciar a mis sueños.
En octubre de 2006 acudí a Matruchhaya con un nuevo grupo de alumnos, para trabajar con sus niños y niñas, aprovechando, como siempre, sus vacaciones escolares del Diwali. Con ellos empezamos a hacer figuras de animales en papel maché, y eso nos sirvió de excusa para alquilar un autobús, e irnos hasta Baroda, para visitar un zoológico.
Me extrañó observar que, además de comida para hacer un almuerzo campestre en los jardines del zoo, los niños subieran al autobús una silla rígida de plástico, imagino que por indicación de las monjas. El calor debía tener reblandecidas mis neuronas y embotado mi entendimiento, porque no alcancé a comprender la razón por la qué viajábamos con esa silla de color rosa; ni siquiera entendí por qué los niños y niñas marchaban por el zoo cargando con ella a las espaldas o sobre la cabeza, turnándose. Yo andaba con ayuda de dos muletas, como ahora, aunque entonces tenía más resistencia. Llevaríamos un cuarto de hora paseando entre jaulas de tigres, leones y demás fieras, cuando hice una pausa en mi lento caminar, aprovechando que los niños y niñas se entretenían en la contemplación de los monos.
En ese instante, Ashok, un niño de Matruchhaya, al que conozco desde que era un bebé, especialmente atento y vigilante siempre conmigo, que casualmente portaba la silla, se acercó a mí, posó su carga en el suelo, y con un sencillo gesto me indicó que me sentara para descansar. Con mi natural terquedad, traté de declinar su ofrecimiento, pero Ashok, que debía percibir ya en mí signos de cansancio, insistió con un gesto autoritario impropio de un niño de 12 años, al tiempo que me agarraba del brazo y prácticamente me obligaba a tomar asiento.
Aceptada con resignación, y alivio, pues realmente estaba fatigado, la exigencia de Ashok, recordé con remordimiento que me había negado a viajar a India con una silla de ruedas que me habían ofrecido en préstamo, y me avergoncé de que mi tozudez hubiese obligado a los niños y niñas de Matruchhaya a pasear por el zoológico como si estuviésemos de mudanza. Desde entonces, viajo a todos los proyectos con una silla de ruedas, aunque procuró utilizarla lo menos posible.
El año pasado, cuando estábamos trabajando con los menores de Bal Mandir, en Nepal, un perro callejero entró en el recinto del orfanato; algo que es bastante habitual, y que siempre provoca cierta alarma entre los más pequeños. Niruta, una niña de unos cuatro años de edad, se acercó a mí, que me encontraba sentado en mi silla de ruedas, contemplando cómo se desarrollaba el trabajo de la pintura mural. Me pareció natural que Niruta buscara protección en un adulto frente al famélico visitante, pero por su actitud en el momento en que el animal se acercó a nosotros, me pareció que Niruta estaba junto a mí, con una mano posada sobre mi pierna, no para refugiarse, sino para defenderme de un posible ataque. Quizás fuera sólo mi imaginación, pero esa sensación, que en aquel momento fue una certeza, me estremeció.
Este tipo de situaciones paradójicas, que se producen con cierta frecuencia, aumentan hasta límites insospechados, la ya de por sí alta estima que siento hacia esos menores. Supuestamente acudimos allí para ayudarles de algún modo, para compartir con ellos nuestro tiempo y nuestra pasión por la actividad creativa, pero también para ofrecerles algún tipo de apoyo, extendiéndonos a otros ámbitos, más allá de lo puramente artístico; y sin embargo, en numerosas ocasiones, he de aceptar que sea yo el ayudado.
Al principio me costaba asumir esa realidad, aunque poco a poco, he ido entendiendo que en el intercambio que pone en marcha cada nuevo proyecto, la mayor generosidad la ponen siempre los niños y niñas con los que trabajamos, y tratar de ayudarme o protegerme, es un modo de mostrarme su gratitud y afecto.
Publicado el 12 de junio de 2009 a las 11:15.