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Ayer estuve hablando con Aarati, una niña de 11 años que parece feliz en Bal Mandir. No es la primera vez que escucho un testimonio optimista de la vida en este orfanato. En alguna otra ocasión, cuando lo he comentado con mis compañeros de grupo, han objetado que, tal vez, la niña o el niño en cuestión se expresan de esa manera tan favorable, por temor a que yo pueda trasladar su opinión crítica a la dirección del hospicio. Sinceramente, por la franqueza con la que se expresan estos niños, no creo que en sus mentes quepa ese tipo de argucia.
Sabido es que el color de la realidad depende de los ojos con que se mira, y este lugar, que a nosotros nos parece inmundo, puede ser percibido de manera bien distinta si uno proviene de una situación peor, o simplemente no conoce otra mejor.
Aarati tiene seis dedos en su mano izquierda. Donde debería haber un dedo gordo, en realidad hay dos. Esta singularidad física, que he visto ya en dos ocasiones en Bal Mandir, tendría acomplejada a cualquier chica de su edad, pero Aarati es tan positiva, que no sólo no le acompleja, sino que además ayer llevaba todas las uñas que esa mano pintadas de azul, excepto la del dedo gordo repetido que la llevaba pintada de verde, como si quisiera de ese modo resaltar su singularidad.
Aarati es sencilla, alegre, extrovertida, participativa y muy educada. Me contó que, cuando tenía aproximadamente cinco años de edad, falleció su madre, y su padre decidió quedarse con su hermano menor, y enviarla a ella a un orfanato. Su padre vivía en una aldea muy alejada del valle de Kathmandu, y desde entonces no ha vuelto a verle. Todo esto me lo decía sonriendo, sin dramatismo, respondiendo cortésmente a mis preguntas, como si su historia fuera de lo más común. Claro que, visto desde su perspectiva, su trayectoria vital se asemeja enormemente a la de la mayoría de sus compañeros de albergue. A cambio de sus respuestas, también yo le fui contando algunos detalles de mi biografía, que no es necesario relatar aquí.
-¿Te gusta ir a la escuela? -le pregunté.
-Me encanta -respondió ella inmediatamente. -Los estudios son lo más importante de mi vida -añadió con absoluta franqueza.
-Entonces, serás buena estudiante.
-Sí, muy buena -contestó Aarati sin arrogancia.
-¿Te gusta la comida de Bal Mandir? -le dije, tratando de analizar su grado de adaptación al lugar.
-Mucho -respondió ella arqueando las cejas para dar más énfasis a su afirmación. -Aquí no pasamos hambre.
-Entonces, ¿te gusta vivir en Bal Mandir? -insistí yo.
-Sí -afirmó ella con rotundidad, -aquí tengo muchas amigas, que para mí son mis hermanas. Nos divertimos, lo pasamos muy bien.
Este testimonio de Aarati, que comprendo perfectamente, porque también yo soy optimista por naturaleza, me ha hecho pensar que tal vez no estoy siendo justo en el análisis de esta realidad, porque estoy utilizando los parámetros de calidad de vida de mi entorno desarrollado, para enjuiciar las condiciones de un lugar que no se inserta en nuestra sociedad del bienestar, sino en uno de los países más pobres del mundo, y por tanto, los juicios de valor habría que matizarlos tras una comparación con su entorno inmediato, y con la situación global del país. Para un niño que viva en la calle, o en una de las muchas aldeas subdesarrolladas del país, o que esté obligado a trabajar desde pequeño, Bal Mandir puede ser un paraíso.
No obstante, ni mi optimismo ni el de Aarati pueden soslayar una ausencia objetiva: la falta de padres, con lo que ello implica de carencia afectiva. Es cierto que todo lo demás es relativo, pero no lo es la privación del cariño maternal. Las niñas como Aarati, y todos los demás habitantes de Bal Mandir, y de tantos otros lugares del abandono, no deberían crecer sin el calor y la protección de una madre y un padre.
José Luis Gutiérrez
Kathmandu, 8 de octubre de 2010
Publicado el 11 de octubre de 2010 a las 08:30.