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Hace unos diez días tropecé en mi habitación. Inmediatamente comprendí que aquello no sería un simple traspié, sino que ineludiblemente terminaría una vez más con mi cuerpo en el suelo, y en ese instante emití un tenue grito de alarma, algo que no me gusta, que me parece ridículo, pero nunca logró reprimir, como si esa expresión, similar a la de los actores cuando son alcanzados en el cine por una bala, fuera consustancial a la caída. Amortigüé el impacto con los brazos, que instintivamente planté en una mesa que tengo a los pies de mi cama, y gracias a ello no me golpeé la cabeza, pero en cambio forcé una torsión hacia atrás de la espalda, que aún me mantiene dolorida la zona lumbar. Afortunadamente el incidente no ha tenido más consecuencias que esta especie de lumbago que no termina de desaparecer. Las innumerables caídas de estos últimos años me hacen ser cauto, por eso nunca cierro la puerta de mi habitación con cerrojo, y llevó siempre un teléfono móvil en el bolsillo con el que, desde el suelo telefoneé a mi hija Roshní, que estaba en el cuarto contiguo, y rápidamente vino a socorrerme. Una de las cuestiones más enojosas de las caídas es que, cuando estoy en el suelo, aunque no me haya hecho daño, soy incapaz de levantarme por mí mismo.
Pocos días después volví a tener un nuevo incidente. En esta ocasión fue en la planta baja, en un cuartito donde guardamos el material y tenemos un portátil con conexión a Internet. Me disponía a sentarme frente al ordenador, para enviar uno de estos correos en los que informo a los amigos de mis vivencias en Matruchhaya. Coloqué las muletas contra la pared, y con mucho cuidado avancé un poco con la intención de arrimar la silla, pero en ese momento apareció como un rayo mi querido Roni, un niño de 14 años de edad, que vino corriendo para ayudarme, pero fue tal su ímpetu que tropecé con él, caí aparatosamente y mi cabeza chocó contra el suelo. Una vez más, mi garganta emitió esa absurda exclamación. Rápidamente vinieron varios niños y niñas para socorrerme. Roshní tuvo que enviarles a todos fuera, porque la habitación era realmente pequeña. Ella y Alberto me pusieron en pie. No me hice más que un pequeño chichón, pero en cambio Roni estaba tan afligido, que tuve que esforzarme en consolarle disipando su sentimiento de culpa.
De esta última caída ya no queda prácticamente ni huella en la memoria, pero la primera aún se hace presente por las noches, cuando llevo un rato tumbado en la cama y empieza a dolerme la zona lumbar, lo que me obliga a levantarme, ya que de pie o sentado la molestia desaparece. Gracias a esta circunstancia, he descubierto todo un universo de sonidos nocturnos que hasta ahora me habían pasado un tanto desapercibidos, probablemente envueltos en la nebulosa del sueño.
Aunque en los últimos días ha empezado a refrescar, aquí todavía hace mucho calor, por lo que duermo con la ventana de mi habitación, en la segunda planta del orfanato, abierta de par en par, separado de la calle únicamente por una malla mosquitera que cubre el hueco de la ventana. Por ello, si estoy despierto, oigo perfectamente todo lo que ocurre en el exterior. A poco más de cien metros de mi ventana está el barrio de chabolas, una fuente inagotable de sonidos variopintos.
Con cierta frecuencia se pueden escuchar broncas descomunales entre hombres y mujeres, a quienes desde mi ventana no puedo ver por la oscuridad de la noche, ni entender porque discuten en gujarati, pero a juzgar por los gritos, parecen verdaderas batallas en las que pueden intervenir al tiempo más de veinte voces distintas, que se chillan unas a otras hasta la extenuación. La primera vez que escuché una trifulca de estas características, hace años, salí de la habitación sobresaltado para comunicárselo a alguien que pudiera dar aviso a la policía, pero la monja a quien se lo conté, sonrió y me dijo que aquello era habitual entre los bagris. Me explicó que aunque la bebida alcohólica está prohibida en Gujarat, los varones habitantes de esas viviendas precarias se emborrachan con frecuencia, y al regresar a casa se organiza el escándalo, y como prácticamente viven en la calle, todos los vecinos participan de la reyerta. Anoche escuché una de esas algarabías verdaderamente apoteósica. Me sorprendía que, después de una hora de contienda verbal, no se hubieran matado ya unos a otros, porque la vehemencia con que se desgañitaban, no parecía presagiar otra cosa.
Estas últimas noches he descubierto que los perros tienen una vida nocturna muy intensa, al menos aquí en India. Durante el día permanecen aletargados, tumbados en cualquier lugar donde no peligre su vida por el tránsito de vehículos, y apartados también de las zonas de paso de personas, que aunque no les agreden, tampoco les tratan con cariño. En cambio, por la noche se escuchan infinidad de ladridos, aullidos y quejidos con matices sonoros muy diversos, como si se hubieran contagiado de la exaltación verbal de los bagris, y también ellos quisieran sumarse a esa impresionante sinfonía nocturna.
Por otro lado, aunque ya va decreciendo, todavía perdura el petardeo, que supongo que sigue celebrando el Diwali. Anoche, cada vez que escuchaba una nueva explosión pirotécnica, y comprobaba que eran las tres o las cuatro de la madrugada, me preguntaba quién permanecería despierto a esas horas para encender la mecha de un nuevo petardo, y pensaba si no le llamarían la atención sus familiares o vecinos, pero a juzgar por la proliferación de este tipo de estallidos, ello debe contar con la bendición de toda la comunidad.
El tren, que desfila a unos quinientos metros de Matruchhaya, avisando de su paso con su pitido ronco y profundo, enriquece la gama de sonidos nocturnos. Anoche también llegaban hasta mi cuarto los ecos de unos cánticos monótonos y repetitivos, que debían provenir de algún templo hinduista. Además, a cualquier hora de la noche se puede escuchar el llanto de alguno de los bebés que duermen en una habitación próxima a la mía. A menudo, los demás se despiertan, se contagian del lloro del primero, y terminan todos berreando al tiempo. Muy temprano, hacia las cuatro de la madrugada, empieza a cacarear el primer gallo del poblado de chabolas, y poco a poco van sumándose otros, al tiempo que se van incorporando los balidos de las cabras de los bagris, el graznido de los cuervos, y el canto de diversas aves que quieren celebrar la proximidad del amanecer.
Hacia las cinco empiezan a escucharse los primeros sonidos humanos. Es muy frecuente el carraspeo insistente y escandaloso de algún vecino, hasta que consigue expectorar la flema que parece atascarle la garganta, y la escupe sin miramientos. A esas horas se comienza a oír en el orfanato el trasiego de cubos metálicos que son llenados de agua y trasladados de un lugar a otro. Muy pronto se oyen las primeras voces de los niños y niñas de Matruchhaya, que son la más hermosa señal acústica del comienzo del nuevo día.
Publicado el 7 de enero de 2011 a las 16:30.