Ravina y Khushi
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Después de una experiencia emocionalmente intensa es difícil recuperar la normalidad. El regreso a Madrid, tras haber estado trabajando durante un mes con los niños y niñas de Bal Mandir, una vez más, ha sido problemático. Llegamos a casa el lunes 25 de octubre. Yo tenía muy presente que el domingo siguiente tenía que partir con un nuevo grupo hacia India, para iniciar la séptima edición de nuestro proyecto de Matruchhaya, el orfanato indio donde se criaron nuestras hijas. Al menos, la ilusión que implica siempre el reencuentro con los niños y niñas de ese entrañable lugar, mitigaba la añoranza producida por la separación de los menores de Bal Mandir.
No podía quitarme de la mente a Asha, Nirmala, Sujata, Ram, Aarati, Tapas, Sudip, Susmita y tantos otros que se empeñaban en acompañarme a todas partes apareciendo en mi memoria en cualquier momento, aunque la ocasión no fuera propicia. No necesitaba revisar las fotografías, ni las imágenes de video, para rememorar multitud de escenas y rostros. Niruta, Puja, Aria, Prajita, Subas, Pushpa, Biriati, Kamchi, Sagar, Keshab y Janak vinieron conmigo a la Universidad, y merodearon por mi cabeza, sin pedir permiso, en medio de algunas reuniones en las que no pintaban nada. También me traje un buen resfriado que pesqué durante la última semana de estancia en Bal Mandir, y todavía me tiene moqueando y un poco más débil de lo normal.
El lunes 1 de noviembre, por la mañana muy temprano, llegamos a Matruchhaya aturdidos por el largo viaje. Kabita, Kinnari, Stuti, Meetal, Geeta, Manisha, Sapna, Bavna, Jyoti, Sweta, Meena, Veronika, Amisha y muchas otras niñas, recién salidas de la cama, nos recibieron en la puerta del orfanato con risas, flores, algunos besos y abrazos, pero sobre todo con timidez y torpeza, por no saber cómo comportarse en estas situaciones, frente a la mirada atenta de las monjas. Tampoco yo mostré con naturalidad el agrado que me producía reencontrarme con todas ellas. A los niños les vimos más tarde, ya sin protocolo.
De la cara de dos de las habitantes de Matruchhaya, irradiaba una expresión de felicidad distinta del gesto de alegría que en los demás había producido nuestra aparición. Los nuevos papás de Ravina y Khushi habían llegado a Matruchhaya un día antes que nosotros, con intención de permanecer aquí tan sólo dos noches, y marcharse con sus nuevas hijas a Bombay, para realizar los últimos trámites burocráticos, y viajar desde allí hacia España y empezar su nueva vida. Ravina y Khushi, de seis y cuatro años de edad, estaban pletóricas, se paseaban satisfechas por el orfanato, sabiendo que estaban apurando sus últimos momentos en este lugar, donde llegaron hace menos de dos años, conducidas por la policía, tras encontrarlas abandonadas en una estación de tren.
Ravina caminaba por el orfanato agarrada de la mano de su padre o de su madre, pero Khushi prefería desplazarse en brazos de su madre, como si fuera un bebé. Ha sido emocionante contemplar los primeros momentos en la vida de esta nueva familia. Olga, la madre, me dijo que se encontraba agotada, como si estuviera incubando alguna enfermedad, aunque pensaba que ese cansancio desmesurado era producto del nerviosismo acumulado durante mucho tiempo. Seguramente sería el agotamiento que sobreviene a una espera interminable, cuando lo más anhelado por fin se hace realidad.
Ayer mismo les despedimos. Se les veía felices a los cuatro. Recordé el momento similar que mi mujer y yo vivimos en este mismo lugar, cuando hace más de once años partimos con nuestras hijas Roshní y Chandrika. Todos los habitantes de Matruchhaya acompañamos a la nueva familia hasta el taxi que esperaba en la puerta del orfanato. Les dimos infinidad de besos, abrazos y buenos deseos, aunque en ese momento, inconscientemente, mi mente se colocó en un lugar en el que no estuvo cuando me tocó vivir eso mismo en primera persona: me dio por pensar cómo se sentirían el resto de los niños y niñas de Matruchhaya, especialmente aquellos que son mayores que Khushi y Ravina y ven cómo el tiempo pasa inexorablemente, y ninguna pareja se interesa por ellos. Los más mayores ya saben que para ellos será imposible la adopción, pero estremece comprobar que todavía hay algunos que ignoran que el gobierno de Gujarat ha establecido como edad límite para las opciones los once años, y aun sueñan que algún día les tocará vivir a ellos el momento que ahora han vivido Khushi y Ravina.
José Luis Gutiérrez
Matruchhaya, 3 de noviembre de 2010
Publicado el 5 de noviembre de 2010 a las 10:45.