Trabajar en Sinincay
José Luis Gutiérrez
Sinincay, 6 de julio de 2009
Sinincay no es un pueblo, ni una ciudad, es una parroquia perteneciente a Cuenca, una preciosa ciudad, cuyo centro histórico se encuentra a 6 Km. hacia el noroeste; pese a lo cual, Sinincay tiene cierta independencia administrativa respecto de esa ciudad, al estar gobernada por una Junta Parroquial elegida democráticamente. Sinincay está a unos 2.700 m. de altitud, en plena cordillera de los Andes.
Según el último censo, de 2001, en Sinincay hay 12.650 habitantes, más mujeres que hombres, porque la emigración ha afectado más a los varones. La población de Sinincay es joven, según ese censo, el 86% de los habitantes son menores de 46 años. Las estadísticas añaden que más del 90% de la población de Sinincay es indígena. Sinincay engloba a 39 sectores dispersos por la montaña, de modo que, a pesar de estas cifras, uno tiene la sensación de estar en un lugar no muy poblado. La tasa de analfabetismo aquí es muy alta, y afecta tres veces más a las mujeres que a los hombres.
Las dos singularidades más importantes de este lugar son: el elevado número de emigrantes, y la elaboración de ladrillos de arcilla como principal actividad económica. Ambas peculiaridades afectan a los menores de manera sustancial. Numerosos niños y niñas viven al cuidado de algún pariente, al haber emigrado sus padres, generalmente a Estados Unidos o a España. Algunos de ellos viven con la madre, cuando sólo emigró el padre. Por otro lado, la elaboración de ladrillos aquí tiene un carácter netamente artesanal, lo que implica que es un negocio familiar, en el que, muy a menudo, tienen que colaborar todos los miembros de la familia, incluidos los niños y niñas, desde muy pequeños. Algunos menores ayudan a su familia al finalizar la jornada escolar, pero otros se ven obligados a abandonar los estudios antes de concluir su educación primaria.
Desde el principio, hemos sido plenamente conscientes de que no está en nuestra mano solucionar ninguno de estos problemas. De hecho, a menudo pensamos que el término "cooperación al desarrollo" no se adapta bien a la verdadera naturaleza de nuestro trabajo con los niños. Esa expresión aquí puede resultar problemática, porque cooperación al desarrollo parece que define una ayuda encaminada a tratar de mejorar las condiciones de vida de un colectivo; y aquí creemos que esa pretensión podría parecer no sólo ingenua, sino también arrogante; más viniendo de ciudadanos de una nación que ejerció durante siglos un dominio colonial sobre estas tierras y las gentes que las habitaban.
Por eso, cuando alguien nos pregunta qué hemos venido a hacer aquí, generalmente damos una respuesta humilde, amable y breve: "hemos venido a trabajar con los niños y niñas de Sinincay". No obstante, cuando el tiempo nos ha permitido detenernos en una conversación sosegada, hemos afirmado que nosotros no venimos a enseñar a dibujar o pintar a los menores; para eso está la escuela, aunque sospecho que quizás no dedican mucho tiempo a la expresión artística. El fundamento de nuestro trabajo aquí es más sencillo: tenemos un tesoro, y queremos compartirlo con quienes puedan beneficiarse de él.
Nosotros hemos dibujado, pintado, modelado, tallado o construido con nuestras manos. En infinidad de ocasiones hemos estado absolutamente ilusionados, inmersos en un proceso de creación artística; lo que significa que sabemos, porque lo hemos experimentado, que el propio acto de crear, con independencia del resultado que se obtenga, genera alegría, optimismo, y hasta euforia. Por supuesto, también produce momentos de impotencia, decepción, frustración o depresión; pero, en cualquier caso, el simple acto de dibujar o pintar exalta nuestras emociones, nos saca de la rutina de la cotidianeidad y, en determinados instantes fugaces, nos eleva por encima de nuestra vulgar condición humana.
Esto, para quienes tienen que soportar condiciones de vida duras, para los que sufren carencias afectivas o traumas psicológicos, y normalmente no tienen acceso a semejante tipo de experiencias, adquiere un significado especial, porque entonces el arte se convierte en una extraordinaria herramienta de comunicación, y exteriorización del universo emocional que cada individuo encierra. Cuando esto se produce dentro de un grupo, en un ambiente distendido y lúdico, dicha actividad sirve, además, para reforzar los lazos de amistad e intercambio con los compañeros.
Los niños y niñas de Sinincay merecen que les ofrezcamos nuestro tesoro, aunque no todos sufren condiciones de vida duras, desapego o carencias afectivas; y posiblemente, los que soportan circunstancias más adversas, ni siquiera tienen acceso a nuestras actividades. Las problemáticas de los menores de Sinincay son muy diversas: los hay que viven sin sus padres, en una peculiar situación de semiorfandad; y los hay que se ven obligados a trabajar en las ladrilleras, lo que a muchos les priva del derecho esencial a la escolarización. Imagino que entre los 120 niños y niñas con los que estamos trabajando, habrá también menores con familias normales, si bien sé que, hablando de familias, la normalidad es un término resbaladizo e ilusorio, pero quiero decir, sin carencias afectivas, y sin grandes estrecheces económicas; aunque sospecho que son los menos. También a ellos esta actividad les reporta numerosos beneficios.
Esta reflexión quedaría incompleta, si no añadiera que, junto con niños y niñas de Sinincay, nosotros somos igualmente beneficiarios de esta experiencia; porque lo cierto es que al mismo tiempo que damos recibimos, y en el terreno puramente afectivo, todo nos es devuelto multiplicado por cien.
Publicado el 8 de julio de 2009 a las 08:30.