Alegres, nerviosas y expectantes por descubrir lo que su nueva vida les depararía, Roshní y Chandrika no miraron hacia atrás cuando en junio de 1999 dijimos adiós a Matruchhaya. Pese a que la emoción del momento estaba cargada de indisimulada euforia, nos despedimos con pena de su padre biológico, el peluquero Raman, de las monjas y de todos los habitantes del orfanato, y emprendimos el anhelado retorno al hogar con nuestra nueva familia. Al señor Raman, que se mostró verdaderamente desolado, le prometimos que nos mantendríamos en contacto con él por correo, y así lo hicimos, hasta que en agosto de 2009 falleció.
Cuando dijimos adiós, los cuatro supimos que volveríamos a ese lugar. En definitiva, Roshní y Chandrika se habían criado allí, y Aurora y yo habíamos vivido en ese lugar los momentos más intensos, duros y felices al tiempo, de nuestra existencia.
A finales de 2004, regresé a Matruchhaya acompañado de varios alumnos de mi Facultad de Bellas Artes. Aprovechamos las vacaciones navideñas para dibujar y pintar sobre las paredes del patio de recreo del orfanato con sus niños y niñas. Era nuestra primera experiencia en el ámbito de la cooperación al desarrollo, y resultó tremendamente enriquecedora, tanto para los menores del orfanato, como para nosotros mismos, lo que me animó a tratar de dar continuidad a esa iniciativa.
Aunque no pude ver al papá Raman, regresé a casa con cientos de fotografías de los habitantes de Matruchhaya, imágenes que nuestras hijas contemplaron con avidez. Se sorprendieron al comprobar que muchas de sus amigas permanecían allí, algunas de ellas trabajando ahora como cuidadoras. Roshní y Chandrika habían imaginado que, al igual que ellas salieron en adopción con una nueva familia, el resto de niñas y niños de Matruchhaya, tarde o temprano, también encontrarían un nuevo hogar.
Cuando supieron que en 2005 me preparaba para viajar nuevamente a Matruchhaya con otro grupo de estudiantes de mi Facultad, quisieron unirse a la expedición. Al decirles que no podían acompañarnos porque no eran alumnas de Bellas Artes, mostraron cierto enfado, y afirmaron que Matruchhaya era su orfanato, y por tanto ellas tenían más derecho que nadie a viajar allí.
Cada vez que regresaba al orfanato indio, su fundadora, la Hermana María , que recogió a nuestras hijas cuando apenas tenían uno y dos años de edad, me preguntaba siempre por Roshní y Chandrika, y yo le informaba de todos los avances y novedades. De ese modo, en cierta ocasión le hablé del enojo de nuestras hijas por no poder participar en esas actividades.
-Diles que cuando quieran pueden venir a Matruchhaya -afirmó la gobernanta del hospicio. -Yo les doy comida y alojamiento, durante el tiempo que deseen, a cambio de que trabajen ocho horas diarias, cinco días a la semana, al cuidado de los bebés.
-De acuerdo -dijo Roshní, al tiempo que Chandrika expresaba también su conformidad, cuando les anuncié la oferta de la monja. En ese momento, me sentí orgulloso de nuestras hijas, por su determinación y valentía. Con la mayoría de edad recién cumplida, estaban dispuestas a viajar solas hasta India. Los tres empezábamos ya a fantasear con su visita a Matruchhaya.
-Más despacio -dijo mi mujer, que tiene mucho más talento que yo para la educación de los hijos. -Esa es la condición que pone la Hermana María. La mía es que vosotras mismas os paguéis el viaje.
-Si nuestra paga es de dos euros semanales, ¿cuántos años necesitaríamos para poder pagarnos los billetes de avión? -afirmó Chandrika con rapidez.
-Buscad algún trabajo para las tardes -respondió Aurora.
Aunque ella dice que no, siempre he sospechado que mi mujer lo tenía todo concertado con antelación, porque el día siguiente Roshní y Chandrika consiguieron un contrato de trabajo de tres horas diarias todas las tardes, en un restaurante de comida rápida que había a unos trescientos metros de casa. Empezaron a trabajar en diciembre de 2005, pocos días después de mi regreso de Matruchhaya, y en junio de 2006 ya tenían suficiente dinero ahorrado para emprender el viaje a India.
Mi mujer y yo las acompañamos al aeropuerto. Nos parecía mentira que nuestras hijas fueran capaces de embarcarse en semejante aventura sin la protección de sus padres, lo que nos hacía sentir miedo y admiración por ellas al tiempo. Cuando nos despedimos, entre besos y abrazos y algunas lágrimas, les dijimos que nos sentíamos orgullosos de ellas. Roshní tenía 20 años de edad, y Chandrika todavía no había cumplido los 19.
El viaje no fue fácil. Era la primera vez que salían solas. En la escala de Londres se perdieron, y cuando por fin llegaron a Ahmedabad, descubrieron que sus maletas no iban con las del resto de pasajeros, se habían extraviado. Salieron del aeropuerto con el equipaje de mano, para encontrarse con la Hermana María , como habíamos acordado; pero la monja olvidó ir a recogerlas. Allí estaban ellas, dos polluelos recién salidos del cascarón, rodeadas de cientos de personas que hablaban un idioma, el gujarati, que era su lengua materna pero que, tras siete años en España, habían olvidado. Finalmente, cuando comprendieron que ni la Hermana María , ni ninguna otra monja de Matruchhaya acudirían a darles la bienvenida, cogieron un taxi y le dieron la dirección del orfanato, en la ciudad de Nadiad.
Cuando llegaron al hospicio, la Hermana María se disculpó por el error, asegurando que estaba convencida de que llegarían el día siguiente. Comprobaron con alegría que conocían a muchos de los habitantes de Matruchhaya, y que a su vez ellos se acordaban de las hijas del peluquero.
No eran capaces de hablar el idioma del Gujarat, porque a los pocos meses de llegar a España, en 1999, Roshní y Chandrika dejaron de comunicarse entre sí en su lengua. Cuando tenían que contarse algún secreto, lo hacían en español, en voz baja, al oído, pese a que yo les decía que podían pregonarlos a gritos en gujarati, con la certeza de que en nuestro entorno nadie les entendería. Más tarde empezaron a comprobar, con pesar, que su idioma materno empezaba a borrarse de sus mentes, y cada vez les costaba más hablarlo, escribirlo o simplemente entenderlo. En esos casos, yo les decía que la lengua materna nunca se pierde, simplemente se adormece por falta de uso, y permanece aletargada en una habitación de la memoria, dispuesta a reactivarse en el momento que sea necesario.
No tardaron más de cuatro o cinco días en empezar a comunicarse con fluidez en gujarati con todos los habitantes de Matruchhaya. Uno de esos primeros días, avisado probablemente por las monjas, apareció en el orfanato el peluquero Raman, tal y como lo había hecho durante los diez o doce primeros años de vida de Roshní y Chandrika, hasta que vinieron con nosotros a España. Nuestras hijas, aun viviendo en un orfanato, nunca se sintieron totalmente huérfanas, porque su padre las visitaba con regularidad. De la madre, en cambio, nunca volvieron a saber nada desde que se fugó con otro hombre, abandonando a la familia, lo que provocó que el papá Raman tuviera que llevarlas al orfanato para poder seguir trabajando.
En India son raros los saludos efusivos en público, ni siquiera entre padres e hijos. Nosotros en cambio, educamos a Roshní y a Chandrika en las muestras afectivas con besos y abrazos, al estilo español, aunque en este sentido ellas nos superaron con creces, y se mostraron siempre muy cariñosas, mucho más que nosotros. Cuando vieron llegar el papá Raman, tras siete años sin verle, se abalanzaron sobre él dispuestas a darle un montón de besos y abrazos, como lo hubieran hecho conmigo o con Aurora en España. Olvidaron que en India para saludar a alguien, con independencia de la alegría que produzca el reencuentro, se deben juntar las palmas de las manos a la altura del pecho, al tiempo que se pronuncia "namaste". Nada de besos y abrazos. En esa ocasión, las manos del papá Raman, unidas a la altura del pecho, sirvieron además de para el saludo, para frenar a esas dos alocadas que se arrojaban sobre él. Pese a ese decepcionante incidente, producido por desconocimiento, para ellas fue una gran alegría volver a ver a su padre biológico.
Permanecieron dos meses en Matruchhaya. Disfrutaron del trabajo con los bebés, y del tiempo libre con sus antiguas amigas. El año siguiente, 2007, Roshní volvió a dedicar sus vacaciones de verano a trabajar como voluntaria en su propio orfanato.
Yo he continuado acudiendo a Matruchhaya todos los años, con alumnos, y algún compañero o compañera, profesores de mi Facultad, coincidiendo con su festividad del Diwali, un periodo vacacional más conveniente que el navideño para el trabajo con los menores, por durar casi un mes. La próxima, en noviembre de este año, será la séptima edición de nuestro proyecto en Matruchhaya, y habrá una novedad importante: Roshní será uno de los cinco integrantes del equipo de trabajo. Ahora sí está plenamente justificada su participación.
La esclerosis múltiple que me acompaña desde hace al menos doce años, fue responsable de que, pasado el tiempo, abandonara mi actividad artística puramente física como escultor, y tratara de buscar otros modos de satisfacer mi impulso creativo que no requiriesen fuerza ni destreza. Sin duda, la experiencia de la adopción de nuestras hijas, que implicó cuatro viajes a Matruchhaya antes de poder venir con ellas a España, junto con las limitaciones que en pocos años me impuso esta enfermedad neurológica, son las dos razones que me impulsaron a iniciar este tipo de trabajo en orfanatos, que tantas recompensas me ha dado.
Pero la esclerosis no está quieta, sigue avanzando, continúa imponiéndome nuevas limitaciones. La participación de mi mujer, que también es Licenciada en Bellas Artes, además del trabajo que ha desarrollado con los niños, junto con el resto del grupo, ha supuesto para mí una ayuda importantísima, que se ha hecho ya imprescindible.
Hasta el año pasado, en Matruchhaya no había necesitado la asistencia de mi mujer. Allí todos me conocen, me tratan como si fuera parte de su familia, y se muestran dispuestos a ayudarme en todo lo que sea necesario. Por otro lado, el mes que estoy en Matruchhaya es el único período en que Aurora puede descansar de mí, lo cual, dadas las circunstancias, es bastante necesario, oxigena nuestra relación.
En la edición anterior de nuestro proyecto en ese orfanato indio, comprendí que ya no debía viajar a ningún lugar sin la asistencia de mi mujer, o en su defecto, de alguna de nuestras hijas. Sufrí momentos, en el interior de mi alcoba, en los que hubiera necesitado ayuda para cuestiones tan sencillas e íntimas como levantarme de la cama, desnudarme o vestirme. Mi natural pudor me llevaba a buscar todo tipo de estratagemas para no tener que solicitar la ayuda de ninguna monja o cuidadora, ni de ninguno de los universitarios que formaban parte del grupo; a pesar de que sé que cualquiera me habría ayudado sin el más mínimo reparo. En dos ocasiones tuve que dejar a un lado el rubor, y llamar abiertamente a quien pudiera auxiliarme.
La primera vez fue el día en que Matruchhaya recibía la visita de la directora general de la congregación religiosa que regenta el orfanato, una monja que viajó desde España con el propósito de visitar todas las misiones que las Hermanas de la Caridad de Santa Ana tienen en India. A primera hora de la tarde, todos los habitantes de Matruchhaya, incluidos nosotros también, nos congregaríamos a la entrada del orfanato para recibir a la "generala". Yo calculé que tenía tiempo de echarme un rato sobre la cama, antes de bajar para participar en la ceremonia de recibimiento. Me quedé ligeramente traspuesto, y cuando desperté sentí que todo el mundo se dirigía ya hacia el exterior del edificio. En ese momento intenté incorporarle de la cama, pero fallé en la primera tentativa. Los músculos abdominales no fueron capaces de dejarme sentado sobre el colchón. Lo intenté nuevamente, y nada. Traté de utilizar alguna de las astucias que anteriormente me habían servido para solventar ese problema, colocándome de lado y ayudándole con los brazos, y vi que resultaba imposible. Cuantos más intentos fallidos, peor, porque las pocas fuerzas se iban debilitando. Llegó un momento en que comprendí que tenía que pedir ayuda sin demorarme mucho, pues en breve todos estarían fuera del edificio. Tenía que gritar, pero no quería hacerlo de modo alarmante ni lastimero, ya que mi situación no era grave. Entonces emití una voz potente, que fui repitiendo rítmicamente, cada cuatro segundos, alzando el volumen progresivamente.
No sé cuánto tiempo transcurría, pero a mí me pareció una eternidad, hasta que al fin una monja, acompañada de una cuidadora de los bebés, empujó la puerta de mi habitación, que como precaución dejaba siempre sin cerrar con cerrojo, y me ayudaron a la incorporarle de la cama. Esa misma monja, el día siguiente me dio una pequeña campana para qué la hiciera sonar en caso de necesidad.
Dejaba siempre la campanilla sobre la silla, de modo que pudiera llegar a ella desde la cama, pero también desde el suelo en caso de que me cayese. Pocos días después tuve ocasión de utilizarla cuando, después de la ducha, tropecé y caí al suelo. Como pude, me arrastre hasta el lugar donde posaba la campana, y la hice sonar sin importarme mi semidesnudez, pues sólo había tenido tiempo de ponerme los calzoncillos. En esa ocasión, acudieron de inmediato la monja que me había proporcionado la campanilla, y dos cuidadoras de los bebés. Entre las tres me levantaron del suelo, me sentaron en la cama, y no abandonaron la habitación hasta estar seguras de que me encontraba bien. En ese momento me prometí a mí mismo que no volvería a Matruchhaya sin la asistencia de mi mujer o de alguna de mis hijas.
Desde ese día perdí toda intimidad en mi alcoba, pues cada vez que las monjas o las cuidadoras oían algo parecido al sonido de una campana, irrumpían de súbito en mi habitación preguntando si necesitaba ayuda. Algunas veces oía el timbre de una bicicleta, y sabía que en pocos segundos recibiría la visita de quienes habían asumido la responsabilidad de mi cuidado.
Cuando regresé a España y relaté a mi mujer estos incidentes, me dijo que en adelante ella se sumaría al proyecto de Matruchhaya, como ya lo había hecho con los de Ecuador y Nepal. También Roshní y Chandrika se ofrecieron para la participar en el siguiente proyecto, prestándome la debida asistencia. Finalmente será Roshní quien asumirá esa responsabilidad, además de todas las que implica la participación en un proyecto de estas características.
José Luis Gutiérrez
Cabezón de la Sal , 21 de julio de 2010
Publicado el 22 de julio de 2010 a las 08:30.