Hace unos días estuve revisando fotografías de los primeros proyectos que llevamos a cabo en Matruchhaya, lo que me hizo rememorar un extraño suceso que presenciamos a las puertas del orfanato en noviembre de 2005.
En aquella ocasión habíamos decidido pintar, junto a los niños y niñas del hospicio, un mural en la vaya que forma parte del perímetro externo del albergue, la que le separa de un camino de tierra que conduce hacia la vecina barriada de chabolas, a orillas de una gran charca, cuyo nivel de agua asciende todos los años en la época de los monzones, hasta inundar el sendero y muchas de las infraviviendas que se yerguen junto a él.
Decidimos representar escenas cotidianas, para lo cual, pedimos a los niños y niñas de más edad que aportaran sus ideas en forma de dibujos, pero también solicité a los cuatro alumnos de la Facultad de Bellas Artes que me acompañaban, que realizaran bocetos basándose en todo lo que acontecía en las inmediaciones del orfanato. Entonces aprecié una singularidad en el modo de trabajar de mis alumnos: en lugar de representar la realidad dibujándola, y tomando anotaciones para analizar lo que se mostraba ante sus ojos, aquellos jóvenes creadores usaban profusa e indiscriminadamente la cámara fotográfica digital. Había mucho azar en esa frenética captura de imágenes, aunque lo cierto es que también había mucha improvisación en nuestro modo de abordar la composición pictórica del mural.
Me sorprendió que en ningún momento salieran mis alumnos a la calle armados con lápiz y papel, pero lo cierto es que entonces no le di importancia, deduje que los avances tecnológicos hacían ineludibles este tipo de transformaciones de los hábitos de trabajo artístico, y no me paré a reflexionar sobre sus consecuencias. En definitiva, esa manera de acercarse a la realidad era inmediata, fácil y barata. Además podía ayudarnos en nuestro propósito. Cada vez que alguno de mis alumnos salía al exterior, cámara en ristre, regresaba con cientos de imágenes, con la intención de que alguna de ellas pudiera ser utilizada en nuestro mural.
No lo hice entonces, ocupada mi mente como estaba en la organización de un trabajo colectivo de esas características, y tampoco ahora me detendré a especular sobre las implicaciones que esos nuevos medios están teniendo en la formación del talento artístico, prefiero limitarme a relatar la sorprendente consecuencia que en aquella ocasión tuvo el uso de la cámara fotográfica digital, aunque sinceramente he de reconocer que he tardado mucho tiempo en comprender el verdadero significado de lo que acaeció aquella tarde de noviembre.
Una de las imágenes que seleccionamos para el mural, mostraba dos vacas tendidas sobre el suelo, en actitud de reposo. Dos animales sagrados que contemplaban plácidamente, y con cierta indiferencia, el alocado deambular de personas y vehículos, como si su milenaria sabiduría y la incesante transmigración de sus almas, de una existencia a otra, las hiciera indiferentes a los afanes humanos. Fuimos fieles a las formas que aparecían en la fotografía, aunque a la hora de pintar, alteramos los colores de sus pieles por motivos puramente estéticos.
El año anterior habíamos pintado otro mural con los internos de Matruchhaya, en el patio de recreo del orfanato, un lugar alejado de la mirada de los curiosos. La diferencia fue notable, porque en esta ocasión, al trabajar en plena vía pública, teníamos que aceptar la presencia de numerosos transeúntes que se detenían a contemplar nuestra labor. Algunos niños y niñas de las chabolas pasaban horas observando cómo evolucionaba nuestro trabajo, deseosos también de participar en esa actividad, junto a los menores de Matruchhaya, pero no pudimos permitírselo, porque aquello habría desbordado nuestra capacidad organizativa y habría hecho inviable la actividad.
Entre los espectadores asiduos había algunas vacas que acudían diariamente a supervisar la pintura mural, y se quedaban contemplando detenidamente a sus dos congéneres que estábamos dibujando y pintando sobre la pared. Parecía que reconocían lo representado, y que aquella escena, aparentemente anodina, tenía para ellas un significado especial.
Conforme fue avanzando nuestro trabajo, fue creciendo el número de curiosos que se detenían a admirar nuestra obra, lo que nos obligó a delimitar el área de trabajo con una maroma extendida sobre el suelo. Beena, una joven interna de Matruchhaya con discapacidad intelectual, asumió por iniciativa propia la labor de vigilancia, recordando continuamente a los espectadores que no debían cruzar la línea. Beena se paseaba por la frontera que establecía la gruesa cuerda, cual policía, con una barita en la mano, que le confería cierta autoridad, amonestando seriamente a todo el que por descuido sobrepasaba el límite establecido.
Una tarde, cuando el mural estaba prácticamente concluido, escuchamos un lamento agónico que inmediatamente nos hizo abandonar los pinceles y acudir hacia el borde de la charca. A pocos metros de nuestra zona de trabajo, una vaca yacía tumbada en la charca, con la cabeza fuera del agua, mugiendo de un modo lastimero. Inmediatamente acudieron numerosas personas que trataron de ayudar al animal a salir del agua, aunque en ese punto la charca no tendría ni medio metro de profundidad. Yo no me explicaba cómo había podido ir a parar ahí el animal. Hacía pocos segundos que había visto pasar a esa vaca lentamente por el sendero de tierra, sin dejar de observar nuestro mural, y ahora la veía tumbada en la charca, mugiendo desesperadamente. No podía comprender qué la había hecho caer al agua. Tampoco entendía por qué no se ponía de pie por sí misma. Daba la impresión de que se estaba ahogando, pero sin embargo, tenía la cabeza fuera del agua.
Un muchacho que presenció lo ocurrido, gesticulando nos explicó que la vaca había caído al estanque, y con la cabeza dentro del agua, había tratado de respirar, lo que le había llenado los pulmones de agua y lodo. Otras vacas acudieron al lugar para intentar auxiliar a su compañera, pero poco podían hacer ellas. Unos hombres cogieron nuestra maroma, la ataron a la cornamenta del animal, y arrastraron a la vaca unos metros fuera de la charca. Presionaron repetidamente su abdomen para intentar hacer que expulsara el líquido que encharcaba sus pulmones, pero todos los intentos por salvar la vida del sagrado animal fueron infructuosos. Finalmente pereció.
Los hombres que habían sacado a la vaca del agua, cuando comprendieron que ya no había nada que hacer, nos devolvieron la cuerda y dejaron el cuerpo inerte de la vaca tendido en el suelo, a orillas de la laguna, rodeada de sus semejantes. Aquello parecía un auténtico funeral. Entonces me sorprendió descubrir lágrimas en los ojos de algunas de las vacas que velaban a la difunta, lágrimas negras. Juro que es cierto. Suerte que la dichosa cámara fotográfica digital, ubicua y siempre atenta, recogió el testimonio de cuanto digo, porque si no más de uno podría pensar que estoy contando una fábula. Las lágrimas eran negras, porque alguien había pintado los ojos de aquellos animales sagrados con "kajol", una pintura negra de ojos, con gran poder antiséptico, que utilizan las mujeres en India para estar más guapas, pero que también aplican a menudo en los ojos de los bebés por su propiedad desinfectante, y porque según dicen protege del mal de ojo. Hasta ese momento, nunca había visto "kajol" en los ojos de una vaca. Supongo que les pintarían los ojos para celebrar el Diwali, la más importante festividad hinduista, que se había celebrado hacía sólo unos días.
No tardé mucho en averiguar, porque era bastante evidente, que no todas eran vacas, había un toro que también derramaba gruesas lágrimas negras. Esas inquietantes lágrimas, única evidencia del llanto mudo de aquellos animales, sobre la cara del toro me parecieron todavía más conmovedoras. Entonces, por simpatía o contagio, también mis ojos dejaron escapar unas gotas, supongo que totalmente cristalinas.
El toro fue el último en abandonar el cuerpo yacente de la vaca. Empezaba a anochecer. Nosotros, consternados por el suceso, habíamos dado por concluida la sesión de trabajo tras el infortunio, y ya habíamos recogido todos nuestros trebejos. Con el rastro oscuro de su llanto nítidamente dibujado sobre su cara, el toro se dirigió lentamente por el camino de tierra hacia la ciudad, pero antes de dejar el lugar del infortunio, se dio media vuelta para contemplar por última vez la representación de la pareja de vacas que habíamos pintado en nuestro mural.
Mucho tiempo después, revisando las cientos fotografías digitales que trajimos de aquel proyecto, y reflexionando sobre lo acaecido, pensé que probablemente el toro de las lágrimas negras estaba directamente implicado en el aciago acontecimiento de aquella tarde. Llegué a la conclusión de que ese toro estaba retratado en nuestro mural. Le habíamos fotografiado al lado de una vaca, en una actitud que ahora me parece amorosa. Entonces creímos que la imagen seleccionada para pintar en el mural mostraba a dos vacas. Tal era nuestra ignorancia. Pero ahora me doy cuenta de que en realidad representamos al toro de las lágrimas negras, tumbado junto a una vaca en una romántica y tierna actitud amorosa.
Claro que, esa vaca que acompañaba al toro en nuestra pintura mural, no era la misma que inexplicablemente se ahogó en la charca frente al mural. Esto me hizo conjeturar que todo había sido motivado por los celos, que la muerte de aquella vaca no había sido accidental. Me pareció razonable pensar que aquella vaca, tras comprobar, a través de la nuestra representación, que su toro le era infiel, se había suicidado en la charca, frente a la evidencia de su injuria, de un modo ingenioso, sencillo y eficaz: metiendo la cabeza bajo el agua y respirando profundamente. Eso explicaba la expectación que aquella imagen había despertado dentro de la colonia vacuna del lugar desde que empezamos a dibujarla. Sin darnos cuenta, por culpa de la indiscreta cámara fotográfica digital, que toma imágenes atropelladamente, sin pararse a discernir ni comprender lo retratado, habíamos registrado una escena amorosa que evidenciaba la deslealtad del toro de las lágrimas negras.
José Luis Gutiérrez
Madrid, a 27 de febrero de 2011
Publicado el 27 de febrero de 2011 a las 22:00.