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Sin acritud

Vivir y morir en soledad

Archivado en: Editorial, Amancio, Jerónimo, Luis Miguel Aranda, residencia, soledad, muerte

Hay algo más desgarrador que morir en soledad? Maneras de morir hay muchas, ninguna  exenta de dolor, el propio y el ajeno. El dolor propio, derramado en la contienda que siempre se acaba perdiendo. Unas veces violenta, como la agonía que socava inexorable las fuerzas hasta exhalar el último hálito; otras más dulce, cuando la noche roba el protagonismo y se apaga la luz tal como se esconde el día, tenuemente, casi sin llamar. Y el dolor ajeno, el que golpea por la incertidumbre de tomar la medida al tiempo que araña los días y las horas a la esperanza. Cuando se va un ser querido sólo el tiempo es capaz de llenar ese vacío. Si la muerte fue natural, murió de viejo -decimos- nos confortamos en los años vividos, en el tiempo que compartimos. Arropamos a nuestros queridos en su despedida. Y les lloramos. Nos duele su muerte y la superamos con el amor que nos dejan. Nos arranca una parte de nosotros pero cicatrizamos la herida con sus recuerdos. ¡Qué gozo cerrar los ojos sabiéndote querido! Cuando un anciano muere en soledad, una parte de la sociedad se muere con él. Su muerte es tan fría como la propia muerte. No importa el dolor que provoca, pues nadie la llora cuando irrumpe. Si se presenta de frente o a traición, si alarga su pulso a la desesperanza, es indiferente, pues sólo la espera quien con ella se marcha. Morir en soledad es una segunda muerte, tras la muerte en vida. Cuántos ancianos la sufren. Es imposible poder imaginar la angustia de aquellos a los que la vida acaba envolviendo en el manto de la indiferencia. A los que nadie les llora, pues llevan años muertos antes de morirse. Cada noticia de un anciano que aparece muerto, olvidado, sin el calor de un familiar, de un amigo cercano,  es un aldabonazo que debería sacudir la conciencia de toda la sociedad. Amancio y Jerónimo tenían 81 y 88 años. Sus familiares hoy les lloran, recordando su despedida por la mañana, cuando la furgoneta de la residencia les trasladó por última vez. A diario los recogían en sus domicilios, los colocaban en la parte trasera de la furgoneta con sus sillas de ruedas, y los trasladaban a la residencia. "Por un despiste estúpido", tal como describió Luis Miguel Aranda, el director del geriátrico, al tratar de explicar cómo dejó a los dos ancianos abandonados en el interior de la furgoneta durante más de 12 horas. Se los dejó olvidados, como quien olvida un paraguas. Quizá en sus últimas horas, Amancio y Jerónimo sintieran esa soledad aterradora. Como tantos ancianos que no tienen quien les llore, y viven y mueren en soledad.

Publicado el 24 de septiembre de 2010 a las 10:45.

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Alberto Castillo

Alberto Castillo

Director de Gente en Madrid. Periodista madrileño, de 46 años, cuenta con una dilatada experiencia en medios. Ha sido subdirector general de la Agencia de Noticias Servimedia. Gran parte de su carrera profesional ha estado vinculado a la radio en distintas cadenas. Comenzó en la Cadena Rato en los años 80 y de ahí pasó a la COPE, cadena en la que fue redactor de informativos locales, redactor jefe del informativo matinal "La Mañana" (con el desaparecido Antonio Herrero), redactor jefe de informativos de fin de semana y jefe de prensa. Su última etapa en la radio fue en la extinta Radio España-Cadena Ibérica.

 

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