Indignación versus indiferencia
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Lo venían anunciando las encuestas del CIS: los ciudadanos ven a los partidos políticos como un problema y no se sienten suficientemente representados por ellos. Era sólo cuestión de tiempo que las redes sociales hicieran el resto para congregar a una multitud de ciudadanos cabreados -indignados se autodefinen- que, ante la falta de respuesta de los políticos, han tomado las calles para dejar constancia de su protesta. Hay un profundo malestar en la calle por la gestión de los problemas de los ciudadanos derivados de la penosa situación económica. No es un movimiento que se deba tomar a la ligera, y harían bien los partidos, en lugar de tratar de manipular el descontento, en tomar buena nota de lo que significa. No es una protesta planificada, aunque sorprende la capacidad de organización que han demostrado. Se ha visto por igual a jóvenes y a jubilados, a profesionales en paro y estudiantes sin expectativa de trabajo, a amas de casa... No son antisistema, aunque alguno ha habido en las protestas. Son personas que han tomado la calle para gritar al unísono su hartazgo contra toda la clase política, que han perdido la confianza en las instituciones y en los partidos, y que reclaman una democracia que no consista sólo en depositar un voto cada cuatro años. El movimiento de los indignados ha acabado robando el protagonismo a la campaña electoral y ya no hay quien detenga la protesta. Estas manifestaciones se sabe cómo comienzan, pero no cómo terminan, aunque por el momento ofrece más incógnitas que certezas. Pero España no es el Magreb, ni estamos en Oriente Medio. Nuestra democracia es imperfecta, pero gozamos de una Constitución que ampara nuestros derechos y libertades. Participar en unas elecciones es un signo de la madurez democrática de un país. El sentimiento conformista de quedarse en casa por la desafección que provocan los políticos en los ciudadanos es un gesto, pero no soluciona nada. La indiferencia no se combate con más indiferencia. Ni siquiera por la rebeldía ante un sistema electoral que no permite elegir libremente a los candidatos de una lista cerrada y decidida por los aparatos de los partidos, en el mejor de los casos, es motivo suficiente para perder la confianza en el valor del ejercicio democrático de votar. Aunque la falta de expectativas sea tan fuerte que mueva a sumarse a la manifestación del descontento. Un voto de castigo tiene más capacidad de cambio que una abstención. Hay que ir a votar, aunque ninguna de las opciones resulte atractiva. La rebeldía, mejor con el voto.
Publicado el 20 de mayo de 2011 a las 09:15.