Archivado en: Editorial, María García Revuelta, Boadilla del Monte, Violencia de Género
No la conozco. Jamás la había visto antes, pero quiero escribir sobre ella, sorteando la tentación de comentar otros asuntos de la actualidad que me dejan más indiferente que los controladores ante la impotencia de los usuarios a los que dejaron tirados en tierra. Porque a mí, el verdadero estado de alarma, me lo produce la angustia de no conocer el paradero de Maria García Revuelta, la joven de Boadilla del Monte desaparecida cuando regresaba a su casa tras celebrar la cena de navidad la noche del pasado sábado con sus compañeros de trabajo de Mercadona. Desde entonces no se tiene noticia de ella. Su ex pareja, y padre de su segundo hijo, se ofreció a llevarla casa después de la cena a la que también asistió, pues trabajaban en el mismo centro. Ahí se perdió la pista de ambos hasta que el cuerpo del ex novio apareció ahorcado de un poste. Quisiera estar equivocado. Cuando escribo estas líneas, lo hago con la esperanza de que María aparezca viva y que todo sea un mal sueño, una alarma injustificada, y que su nombre no se sume a las trágicas cifras de violencia de género, que a pesar de las campañas de concienciación, siguen incrementándose. Pasan las horas y escribo con la esperanza de estar errado, anhelando que la realidad me regrese del sueño de la equivocación y que me espete a la cara que me precipité. Pero por encima de todo, quiero ver a María de nuevo en su casa, con sus padres y hermanos, una familia conocida y querida en Boadilla del Monte, con quienes comparto la angustia de su incertidumbre a pesar de no conocerles. La misma angustia que siente toda la ciudad, que se ha echado a la calle y a los campos, que peina los encinares en busca de algún rastro de María, que rasga las gargantas con el grito de su nombre. Siento como mío el dolor por el paso de los días sin noticias, por las horas de espera frente al teléfono. Cada vez que desaparece una mujer, una joven, una niña, sin causa justificada, me quiebra el alma. Y maldigo la ofuscación que pasa por la mente del que es capaz de arrancar una vida para saldar la deuda de un desamor, a veces ni tan siquiera, por el nulo valor de los mas elementales principios de convivencia y respeto a la dignidad humana. Me duele constatar el fracaso. Sólo quiero que alguien me abra los ojos y me diga que la pesadilla terminó, que está de nuevo con su familia, que nunca se fue y que esta crónica no existe. He visto la foto de María, sonriente con uno de sus hijos en brazos, y me niego a creer que ya no volverá más. Y me vuelvo a preguntar por qué.
Publicado el 17 de diciembre de 2010 a las 12:15.