Gente Blogs http://www.gentedigital.es/blogs/ Thu, 21 Nov 2024 10:10:21 +0100 FeedCreator 1.7.2 Que la tierra le sea leve a Quincy Jones http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12313/que-la-tierra-le-sea-leve-a-quincy-jones/ Los grandes nombres de la música del cine de los años 60 –Henri Mancini, Burt Bacharach, Alex North- proceden del jazz. Pero apenas dejan entrever sus orígenes cuando escriben para la gran pantalla. El verdadero artífice de la incorporación del jazz al score cinematográfico en estos años es Quincy Jones.

            Nacido en Chicago en 1933, tras formarse junto a Clark Terry, esa precocidad inherente a los compositores llevó al joven Jones a integrar como trompetista, con tan solo 14 años, la orquesta de Lionel Hampton. Ya en 1957 desempeñaría el mismo empleo, además del de arreglista, en la de Dizzy Gillespie. Tras esa experiencia parisina canónica en el músico de jazz, que a Quincy Jones se le va ocupado como director artístico de Barclay Records, regresa a Estados Unidos a comienzos de los años 60 y es nombrado vicepresidente de Mercury Records.

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Aunque el Oscar siempre le será negado, en 1963 gana su primer Grammy por los arreglos de I Can’t Stop Loving You, de Don Gibson, interpretada por la orquesta de Count Basie. Arreglista igualmente de Sarah Vaughan, incluso llegará a dirigir la orquesta de Frank Sinatra en L.A. is My Lady (1984), que también producirá y del que, el pasado mes de agosto, se cumplieron cuarenta años.

(Acuso el óbito de Quincy Jones volviendo a escuchar una vez más -tras años de no hacerlo- L.A. is My Lady, aquel último gran álbum de Sinatra -pieza fundamental de la playlist de mi juventud- y The Quintessence, long play que Jones grabó con su orquesta en el 67. El saxofonista en aquella ocasión no fue otro que Oliver Nelson, quien en los años siguientes, hasta su prematura muerte en 1975, también haría historia en la banda sonora de la pequeña pantalla).

            No es el Grammy, sino su aplauso obtenido en la televisión, lo que le lleva al cine. Corre 1965 cuando Sidney Lumet, con quien ya ha trabajado en la pequeña pantalla, le confía la banda sonora de El prestamista. Sin abandonar nunca la televisión y su variada actividad en la industria discográfica, en 1967 Norman Jewison encarga a Jones la banda sonora de En el calor de la noche, un thriller ambientado en el profundo sur estadounidense, la tierra del Ku Klux Klan y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Dicho de otra manera, un thriller localizado en un lugar donde aún está presente el racismo más violento, una de las cuestiones que se debaten más ardientemente en la sociedad estadounidense durante la encrucijada de los años 60.

            En aquella década, la banda sonora ya ha empezado a perder la gravedad de la música sinfónica europea, siendo capaz hasta de incluir canciones que en algún momento de la proyección acompañan su tema principal. La de En el calor de la noche estará interpretada por Ray Charles. La pieza, en buena medida, contribuirá al lanzamiento internacional del vocalista.

            Ese mismo año 67, Jones, que tiene una capacidad especial para sintetizar el jazz con las formaciones orquestales, será nominado al Oscar correspondiente por la banda sonora de otra película: A sangre fría, de Richard Brooks. Por supuesto, no lo gana. Lo que no puede negarle nadie es el honor de ser –junto al argentino Lalo Schfrin- el compositor que acaba por normalizar el jazz en la banda sonora de Hollywood.

 

Que la tierra le sea leve a Quincy Jones.

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Javier Memba Mon, 04 Nov 2024 23:00:00 +0100
Dos esperanzas de la edad senil (y II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12312/dos-esperanzas-de-la-edad-senil-y-ii/  

 

(viene del asiento del 20 de septiembre)

            Esa línea, tendente al círculo, presta a ir cerrándose sobre sí misma, que se me antoja la vida ante esas concomitancias que registro entre la ancianidad y la infancia, tiene otro de sus jalones en la cartelera cinematográfica. El cine visto en una sala siempre ha sido mi primera ventana al universo. Más, incluso que la televisión, que, con anterioridad al streaming, para mí siempre fue esa “pequeña pantalla”, que se la llamaba en mis edades pretéritas. O esa “caja tonta”, que ya la denominaba Enrique Jardiel Poncela antes de sus primeras emisiones en España*.

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El cine, la literatura, la fotografía, el rock & roll y por extensión una buena parte de la música estadounidense del pasado siglo; la bande desinée -es decir, el cómic franco-belga-, especialmente la escuela de Bruselas y la de Marcinelle… Esos son mis verdaderos intereses, el resto del mundo, empezando por los abominables deportes -a los que me acerqué superficialmente en la adolescencia, por seguir a la murga, antes de descubrir mi verdadera personalidad-, no me interesa. Cualquier cosa que tuviera visos de ser mínimamente popular o mayoritaria –“antes muerto que gregario”, ese es mi lema-, dejó de ser asunto mío. Desde que me reafirmé en mi personalidad, desdeñando todas las influencias externas, la pequeña pantalla, para mí no fue más que un sucedáneo de la grande, donde se emitían películas en miniatura.

El cine y los informativos al hacerme la comida. Eso fue cuanto vi la antigua caja tonta con anterioridad a la llegada de la ITV, esto es, la televisión interactiva. De un tiempo a esta parte, la cosa es bien distinta. Desde que puedo interactuar con “el bicho”, que lo llamaba Carlos Boyero cuando escribía en El Mundo¸ y ver esos espléndidos documentales sobre cineastas, que nos ofrecen las distintas plataformas, a esas horas intempestivas en las que discurre mi vida -en recuerdo de mis años noctámbulos y etílicos procuro dormir de día, como cuando tenía resaca-, la televisión, esa nueva televisión, me ha ganado como el resto de las nuevas tecnologías.

Ahora bien, eso no ha sido óbice, para que haya dejado de ver películas a oscuras, en la primera fila y en salas de proyección, como es debido. Ni cuando el video -y por ende el DVD-, ni cuando las plataformas digitales. Desde que vi mis primeras dos películas -Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y ¡Hatari!  (Howard Hawks, 1962)-, en el desaparecido cine San Bernardo, en la calle homónima, en el remotísimo año 63 -o acaso fuera el 64- nunca he dejado de ver películas con regularidad en salas. Tanto ha sido así que mi primera nostalgia fue la de las proyecciones perdidas. Me explico:

Mi itinerario, mi educación como soñador del cine, que llamó a esta vocación nuestra el crítico estadounidense -tiempos ha afincado en Francia- Noël Burch, podría ser como la del Salvatore -incorporado, respectivamente en su infancia, adolescencia y juventud, por Salvatore Cascio, Marco Leonardi y Jacques Perrin- de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988). Pero esa frase hecha del “amor al cine”, que tan gratuitamente y tan a menudo se aplica a quien solo es un mero espectador, más o menos afanoso, se queda corta -y es muy cursi- para definir esa entrega absoluta, esa necesidad imperante de ver películas que experimento: un apetito quimérico por insaciable. Y, desde luego, tampoco me sirven sensiblerías como esa de Tornatore de dejar ciego al proyeccionista encarnado por Philippe Noiret, Alfredo se llama el personaje.

Se dice que los humanos, junto con las hienas, somos los únicos seres que nos reímos. Seguramente. Pero hay una certeza aún mayor: las personas somos los únicos animales -racionales, pero animales al cabo- conscientes del verdadero drama de la existencia: su fugacidad. Todos vamos a perderlo todo, ésa es una condición ineludible de la vida: se acaba sin remisión. Todo puede inspirarnos nostalgia porque todo va a desaparecer.

Una de mis primeras nostalgias fue la que sucedía a la fugacidad de las proyecciones cinematográficas. Cuando acabó aquel primer programa doble, visto hace sesenta y uno o sesenta y dos años, la sentí por primera vez. “¿Dónde va tanta dicha?” me pregunté en una de mis primeras desolaciones. ¿A dónde ese placer que experimenté en la secuencia final de Tres lanceros bengalíes, cuando, muerto en combate el teniente Alan McGregor (Gary Cooper), como es costumbre en su regimiento, condecoran a su caballo?... ¿A dónde aquel primer éxtasis mío ante la belleza de Elsa Martinelli, toda una mujer que entonces me pareció una chica, sin olvidar a Michèle Girardon? ...

Quise aprehender ese trasunto de la realidad, merced a esos veinticuatro fotogramas por segundo en que discurría la proyección y la persistencia de la retina. Ése fue el punto de partida de mi itinerario, de mi educación como soñador del cine. Muy probablemente, el Salvatore, alias Toto, de Tornatore -alter ego sin duda del cineasta- sintió algo muy parecido. Pero Tornatore/Salvatore nos lo cuenta mediante un sentimentalismo tan fácil que acaba por desvirtuar a la auténtica cinefilia. Es como la emoción que embarga a aquellos que están hablando en público -especialmente los siempre infaustos políticos- que de pronto, empiezan a llorar. “Se rompen”, dicen, además, los necios que lo comentan. Me quedo con el laconismo, con la impasibilidad del ademán.

Ya convertido el cine en la maravilla de los sábados, frecuenté la sesión continua desde las cinco de la tarde, que veía en las salas del Paseo de Extremadura, entre las de otros muchos rincones del amado Madrid; al igual que las otras, casi palacios, de los estrenos de la Gran Vía. Y en todas ellas, al acabar la proyección, sentí esa nostalgia: nunca habría de volver a ver los filmes en cuestión. Esa nostalgia por la cartelera perdida fue el pilar sobre el que pivotó mi educación como soñador del cine, mi cinefilia.

A comienzos de los años 80, con aquella primera posibilidad de grabar y atesorar películas que nos brindó el video, la cosa cambió, esa nostalgia fue a paliarse. Pero también fue entonces, y a raíz de las nuevas posibilidades ofrecidas por el video, cuando las salas de proyección, el cine a la antigua usanza, comenzaron a declinar. Sin ir más lejos, los programas dobles en sesión continua, que tantos placeres me había procurado en mi infancia, desaparecieron. Creo que fue entonces cuando empecé a darle vueltas a la cartelera perdida, aunque los artículos que reúno bajo dicha etiqueta se remonten a julio del año 19. Desde luego es de entonces, de los primeros años 80, cuando escribí -y publiqué- mis primeros textos sobre cine.

Ya cinéfilo, frecuenté durante cuarenta años la Filmoteca. En los últimos disfruté de un carné, merced a mi dedicación al estudio del cine, que me permitía el acceso gratuito. Eso, y alguna que otra subvención a mis libros sobre la gran pantalla, es cuanto me ha dado la cultura oficial. Dejé de ir a la Filmo cuando resultó que había visto todas las películas que programaban que hubieran podido ser de mi interés. Aún así, sigo viendo cintas gratis -una o dos a la semana-, a oscuras y en salas de proyección, gentileza de sus distribuidores o de los gabinetes de comunicación que contratan, en los pases de prensa a los que me invitan, uno o dos a la semana.

Pero esa sensación de la línea que traza un círculo, que empieza a cerrarse a medida que avanzo en la decrepitud, esa segunda esperanza de la edad senil -la primera es la tarjeta + 65 que me ha facilitado el Consorcio de Transportes Madrileño- la experimento merced a otra prebenda ministerial. Es ese cine de los martes a 2 euros que, hasta nuevo aviso, se ha dispuesto para nosotros los ancianos.

Procuro beneficiarme de todos los descuentos de la edad senil y no son pocos. Pero ese del cine me toca de un modo especial. De entrada, me ayuda a paliar ese apetito insaciable, esa necesidad imperante de ver películas. Viví los comienzos de mi itinerario -repito una vez más-, la prehistoria de mi cinefilia, en los grandes formatos de pantalla: el 70 mm., el Cinerama, los diversos scope… De modo que esa posibilidad de pasar veladas enteras viendo películas, que ahora me ofrece mi tesoro bibliográfico, me sabe a poco en mi actual televisión, que, al cabo, es como una de las pantallas de entonces, de los comienzos de mi itinerario, en Súper 8 o 16 mm. De hecho, desde que los martes puedo ver una película en una sala de proyecciones, a oscuras y en la primera fila por dos euros, voy todos. Y eso de ir al cine en función de la edad, como cuando sólo podía entrar en los programas tolerados a menores, me devuelve a esa concepción de la vida como una línea, que traza un círculo, tendente a cerrarse sobre sí misma: la impericia de la infancia es igual a la torpeza de la decrepitud.



* Es de suponer que presenció alguna emisión extranjera ya que Jardiel murió en el Madrid de 1952 y, como es harto sabido, las primeras emisiones españolas datan de 1956. Más concretamente, del 28 de octubre de aquel año. Si bien, no es menos cierto que, en 1948 se hicieron algunas emisiones de prueba cuyo fracaso fue tan estrepitoso que, si nuestro dramaturgo asistió a alguna o supo de ellas, bien pudieron hacerle llamar caja tonta al nuevo invento.

 

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Javier Memba Thu, 24 Oct 2024 20:30:00 +0100
Los relatos de Dino Buzzati (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12311/los-relatos-de-dino-buzzati-i/             A menudo, al pasar por el 105 de la calle de Illescas, me acuerdo de mi amigo Julián, Postigo creo recordar que se apellidaba. Durante cuarenta y tantos años, hasta que se jubiló, atendió el quiosco que hubo allí. La primera revista que le compré fue un número de Popular 1 de la primavera del 75. Era de Canarias y, ese mismo verano, en mi primera visita a Tenerife, me lo encontré paseando por el Puerto de la Cruz. A partir de entonces nació nuestra amistad. Si era invierno, se quejaba del frío que pasaba por las mañanas, al abrir el templete; si verano, del calor cuando el Sol comenzaba a caer a plomo sobre el barrio. Siempre me dejó abrir las publicaciones para cerciorarme de que aparecían mis artículos y eso que, de no ser el caso, no las compraba. Como lo que leo influencia lo que escribo, a no ser que tenga que hacerlo por algo concreto, no acostumbro a leer a mis contemporáneos: no quiero estar influenciado por ninguno de ellos. Me gustaría estarlo por Charles Baudelaire. De modo que, si mi artículo, por “a” o por “b” no salía, el resto de la publicación no tenía ningún interés para mí.

Hace casi treinta años que escribí sobre mi amigo Julián por primera vez. Hoy vuelvo a hacerlo, no por ese recuerdo, inevitable al pasar por el lugar donde estuvo su quiosco y reparar en el hueco que ha dejado: nadie ocupó su puesto, arramblaron con su pequeño pabellón cuando él se fue. Hoy recuerdo a mi amigo Julián merced a la lectura que me ocupa en estos días, unos relatos de Dino Buzzati, una compra que, en efecto, sí le hice.

            Ya al final de su actividad -prolongada hasta el primer semestre de 2014, si no recuerdo mal-, entre la prensa periódica y diaria que comercializaba, comenzó a saldar algunos ejemplares de esas queridísimas ediciones de los años 60 de la Colección Reno, de la Editorial Plaza & Janés. Títulos entrañables donde los haya -en aquellas páginas leí a Sven Hassel, a Arthur C. Clarke, a James Hilton y algún otro de mis primeros autores-, al verlos a precios irrisorios -dos € o poco más- me hice con Invitación a la ciencia (1965) de Isaac Asimov, Risa en la oscuridad (1938) de Vladimir Nabokov y estas Historias del atardecer (1966) de Dino Buzzati, que estos días me ocupan.

            Descubrí a Buzzati, con la misma fascinación que la mayoría de sus lectores, en El desierto de los tártaros (1940). Incluida en La Biblioteca de Borges, esplendida colección comercializada en los años 80 por Orbis, las aventuras del segundo teniente Giovanni Drogo, el oficial enviado a la fortaleza de Bastiani -un territorio mítico- a la espera de un enemigo que no acaba de llegar -de hecho no lo hace hasta que él ya pasa a la reserva-, me magnetizaron desde el primer momento. Calculé que con estas Historias del atardecer me habría de ocurrir algo semejante y no ha sido así.

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            El colombre, la pieza que abre la selección, versa sobre un tiburón mitológico, invento de Buzzati pues nada ni nadie da noticia de semejante escualo en ningún sitio. Puede que éste sea el mejor relato de los aquí reunidos y que por eso sea el primero. Stefano es hijo de un marino y amante del mar él mismo desde las primeras singladuras con su progenitor. Su padre precisamente es quien, cuando Stefano ve a un colombre, le asegura que éste le ha elegido su víctima, lo que supone una auténtica maldición: cuando un colombre se decide por alguien, no ceja en su empeño hasta acabar con el desdichado de su elección.

            Frente a otras, que son meras narraciones, esta primera es una de las piezas traídas a estas páginas que son auténticos cuentos. Más aún, se trata de una fantasía que no lo parece, con trazas de realidad. Es ahí, donde realidad y ficción se confunden, prevaleciendo aquella, donde yo cifro mi ideal del género. El colombre, además, se antoja en la estela de Moby Dick (1851) de Herman Melville, y, sobre todo, en la de El desierto de los tártaros. La advertencia de su padre sobre el escualo, determina toda la existencia de Stefano, como el ataque de los tártaros la de Drogo.

            En un principio, el elegido por la bestia marina, busca trabajo en tierra firme y alejada de la costa. Pero la fijación del colombre con él le magnetiza hasta el punto de hacerle volver al mar. Y allí, en el océano, ya próximo el último trance de nuestro protagonista, Stefano va al encuentro del colombre como Drogo, el segundo teniente, al de los tártaros. En el único prodigio de esta pieza, en la que la fantasía horada la realidad en su justa medida, resulta que la bestia es capaz de hablar y de lamentar que Stefano haya perdido toda su vida evitándole cuando la única intención del escualo era darle una piedra fabulosa que, en principio, le entrega.

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            Una de las cosas más gratuitas que he leído sobre Buzzati es esa afirmación que se hace, en el artículo que le dedica Wikipedia, acerca de que era ateo. Muy por el contrario, los textos aquí reunidos, publicados originalmente en el rotativo italiano Corriere della Sera -creo haber entendido que como lecturas dominicales- demuestran que Buzzati era un católico muy de la época en que vieron la luz por primera vez estas historias. Una época marcada por esa renovación de la Iglesia en base al Concilio Vaticano II -iniciado por Juan XXIII en 1962- y la encíclica Ecclesiam Suam -publicada por Pablo VI en 1964-.

Yo, que sí soy ateo -precisamente hablé con mi amigo Julián, del PSOE a la antigua usanza, de ateísmo-, eso sí, ateo tras haber sido educado en ese catolicismo moderno de los años 60, en los que fui el niño más feliz del mundo, reconozco la fe de los católicos de entonces desde lejos. Si bien, tampoco hace falta discurrir mucho ante un relato que se titula La Creación y versa sobre la creación del mundo. Naturalmente, toda esa teoría del Big Bang, aquí no aparece. Aquí se habla del Sublime -que se llama al sumo Hacedor- y las mas necias de sus criaturas: el hombre y la mujer. Una lectura que, una vez concluía resulta como esa versión de Down By te Riverside, ese tema inolvidable en la voz de Louis Armstrong, que, cuando yo iba a misa -dejé de hacerlo en los primeros años 70-, se versionaba en las iglesias a modo de un góspel que versaba sobre lo equivocado que está quien piensa en la grandeza del hombre cuando, según esa canción, la grandeza radica en Dios. Ya se sabe que a Dios le gusta el góspel y deja el jazz, los blues del Delta del Misisipi y el rock& roll al Diablo

            A mí, que no creo ni en uno ni en otro, y tampoco en la humanidad -que sería el equivalente en nuestros días a lo que Buzzati se refiere como “el hombre”-, La creación me parece un texto escrito por un católico militante.

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            La edición príncipe de estas Historias… data de 1966 y fue dada a la estampa por Mondadori. Mi edición, traducción de Domingo Pruna está fechada dos años después y es el número 277 de mi querida colección Reno. La lección de 1980, tercera narración, entra de lleno en ese nuevo entendimiento, en ese buen rollo imperante en los años 60. Aquella buena disposición no era otra cosa que el pacifismo que aconsejaba la Guerra Fría.

            En el 1980 que nos presenta Buzzati, las dos grandes potencias de 1966 -China aún dormía- ya han llegado a La Luna. Se disputan la propiedad de uno de sus cráteres: el Copérnico. En ello están cuando una extraña enfermedad comienza a matar a los hombres poderosos. Así las cosas, cuando la sociedad empieza a darse cuenta de la relación directa entre el poder y la enfermedad, la gente comienza a desprenderse de los cargos. El belicismo empieza a remitir en la misma medida que lo hace la autoridad.

            Se diría que, La lección de 1980 es anterior a esas piezas de inspiración católica precedentes en la organización de las Historias… Aquí, Buzzati se antoja casi ácrata, A destacar su fijación con de Gaulle, el único poderoso que se salva de la muerte, por el proverbial afán del general de no alinearse con ninguno de los bloques. Esto da pie al autor a referirse constantemente al francés, pero en un tono más sarcástico que halagüeño.

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            El general anónimo es un ejemplo meridiano del pacifismo, no hippie, de los años 60. En realidad, como vengo diciendo, todo el libro es un buen ejemplo de la edición y el buen rollo de aquella época. Se trata, al cabo, del hallazgo de la momia de un militar en el campo donde se libró una cruenta batalla y, a raíz de las condecoraciones que aún luce la guerrera, Buzzati especula.

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            El difunto erróneo tiene tantas concomitancias con La máscara de Ripley (1970), que me da que Patricia Highsmith, su autora, leyó a Buzzati: su novela es posterior a este relato. En fin, la de estas páginas que me ocupan es la historia de un artista que, cuando descubre indignado que la prensa ha publicado su obituario, advierte que su obra se revaloriza. De modo que decide hacer creer a todos que, en verdad, ha muerto y seguir produciendo lienzos.

            Lo malo es que su mujer comienza a coquetear con su mejor amigo, un tal Óscar. Y cuando Óscar acaba desplazándole en el corazón de su esposa, el artista se mete voluntariamente en el panteón de su familia, presto a esperar la muerte.

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            Humildad es otra de esas piezas que nos demuestran que Buzzati era católico, que no ateo, y ésta, además, de un modo irrevocable. Aquí se trata de un cura humilde, de una capilla humilde y olvidada que recibe a otro en confesión regularmente. Cuando, al final de sus días, nuestro párroco se decide a ir a Roma a visitar al papa, descubre que el pontífice no es otro que aquel cura al que estuvo confesando desde que los dos eran párrocos. Religiosos que, por lo demás, carecen de esa angustia -existencial y vocacional- del párroco de Ambricourt, el sacerdote que nos presenta Georges Bernanos en Diario de un cura rural (1936).

Ya digo, yo, que soy ateo, aunque no tengo ningún problema con el catolicismo en que me educaron, antes al contrario, en este Buzzati me cansa tanta fe, tanta beatería y tanta piedad.

 

 (continuará)

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Javier Memba Mon, 14 Oct 2024 20:15:00 +0100
Dos esperanzas de la edad senil (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12310/dos-esperanzas-de-la-edad-senil-i/             Desde el pasado once de agosto tengo sesenta y cinco años. Ahora sí, por un cómputo que atiende a cuestiones biológicas antes que a eufemismos o a paños calientes, física y administrativamente soy un anciano. Según el baremo más objetivo de las edades, con relación a esos ochenta y cuatro en que se cifra la esperanza de vida en España, se es joven hasta los treinta y cinco; adulto, durante los treinta años siguientes y anciano, a partir de esa edad en la que entré el once de agosto, que no es la tercera, sino la senectud. El principio del fin, hablando en plata.

De modo que yo, que desde los cincuenta y muchos otoños venía congratulándome de ser un viejo, ahora sí que lo soy en toda la extensión de la palabra. Y en mi ancianidad encuentro el mismo placer que en esa infancia que hizo de mí el niño más feliz del mundo o en esa juventud que viví tan apasionadamente. De hecho, no recuerdo un solo momento en toda mi vida que me haya sentido desgraciado. He volado bajo con frecuencia. Mientras bebía -y me daba a otros placeres-, me emborrachaba y remontaba el vuelo. Pero ahora, que también hace ya tanto tiempo de mi último ciego, si esta noche se me apareciese Mefistófeles dispuesto a comprarme el alma -como ya he escrito en esta misma bitácora, en anteriores asientos- no se la vendería por la juventud perdida. Por nada del mundo ni del inframundo cambiaría mi apacible ancianidad para volver a esa vehemencia con la que me encurdelaba hace veinte, treinta o cuarenta años. Por otra cosa, tal vez. Pero por la juventud perdida, en modo alguno.

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Sé que ya estoy camino al hoyo, pero eso no quiere decir nada. Una de las cosas más sabias que le he leído a Pedro Laín Entralgo -con quien llegué a coincidir en la inauguración de un curso en el verano del 96 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo- la descubrí en el prólogo a Los relatos más bellos del mundo, del que fue autor el académico. Venía a decir que cualquier anciano puede vivir un año más con las mismas que cualquier joven puede morir al día siguiente. Así que el tiempo apremia relativamente, muy relativamente. Todos los nacidos, sin distinción de edad, podemos morir en cualquier momento.

Eso sí, ya no me queda ni un minuto para las grandes esperanzas, para proyectos de vida, para nada que sea aguardado a largo plazo. Los baby boomers ya somos ancianos. Si alguien de nuestra cohorte demográfica espera algo a diez o quince años vista, se engaña. Perfectamente, La Parca puede truncar sus planes o la vida dejarle como deja a los ancianos aquejados por una patología terminal. Se es joven para morir hasta los cincuenta años. De los sesenta en adelante, el deceso ya no es nada extraordinario, por mucho que la esperanza de vida esté cifrada en los ochenta y cuatro.

Ante el panorama, que si bien no es nuevo ya es ineludible, procuro olvidar las ilusiones perdidas, como el resto de los deseos que pasaron sin cumplirse, regocijándome en pequeñas esperanzas, tan propias de la ancianidad como algunas enfermedades. La primera de esas ilusiones ha sido la tarjeta +65 que me ha facilitado el Consorcio de Transportes madrileño. Merced a dicho documento, puedo viajar gratuitamente en metro y autobús, todas las veces que quiera, en principio, hasta el fin de mis días.

Hay una inercia circular, como si la vida fuera una línea que tendiera a cerrarse sobre sí misma inexorablemente, en esas concomitancias que el final registra con el principio. Es sabido lo parecidos que los ancianos podemos llegar a ser a los niños: los movimientos torpes -ellos por bisoñez, nosotros por desfallecidos-… algunos caprichos, esas obsesiones, absurdas en otras edades… la vulnerabilidad de unos y otros ante el mundo adulto, sin duda la auténtica vida, la plenitud de la existencia...

En fin, en ese regreso a los orígenes, que tanto se me asemeja a esa teoría del buen artículo periodístico -referida a cómo éste, en el último párrafo, ha de volver a la idea apuntada en el principio-; en ese retorno al punto alfa cuando se acerca el omega, unido a esa potenciación de la memoria remota en detrimento de la inmediata, la más reciente -sigo olvidando lo qué iba a hacer cuando ya he empezado a hacerlo, mientras evoco con exactitud el cartel anunciador de El puente de Remagen (John Guillermin, 1969), en la cartelera cinematográfica de aquellos días, en la estación del metro de la plaza de España de aquel tiempo- me ha llevado al recuerdo de mis primeros viajes en los transportes públicos madrileños. Ya lo he contado varias veces en distintos textos, pero volveré a hacerlo una vez más. Para eso es uno de mis primeros y más dulces asientos en mi memoria:

Contaba seis años. Aún iba al colegio donde mi madre daba clases, al final de la avenida de la Reina Victoria. Al salir, ella seguía impartiendo sus lecciones, esta vez particulares, y había madres de alumnos a las que no les gustaba que me llevase con ella, a jugar con los hermanos pequeños de su joven pupilo. Otras de aquellas señoras de la avenida de la Reina Victoria estaban encantadas, bien es cierto. Guardo en la memoria a unas y otras con el mismo cariño: las que me recibían en su casa, celebrando cómo iba creciendo, y las que preferían no hacerlo. A estas últimas les debo haber empezado a viajar solo en el autobús y en el metro de mi amada ciudad con tan solo seis abriles. Aunque ahora pueda parecer una temeridad, no lo era en modo alguno.

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Hablamos del Madrid donde los niños aún jugaban en la calle. Allí donde había un bloque de viviendas, era una estampa cotidiana, lo más normal del mundo, verlos saltar a la pata coja, jugando al truque; o a las canicas en los descampados. De modo que no era nada extraordinario que yo cogiese solo el autobús 2, o el microbús 5. Uno y otro me llevaban por la calle de Guzmán el Bueno y la de Serrano Jover, que aún delimitaba el pequeño barrio de las Pozas -apenas una manzana de hotelitos, que se llamaba entonces a las viviendas unifamiliares- hasta la calle de la Princesa. Algunas de mis primeras imágenes de Madrid están asociadas a esos trayectos. Prefería el 2 porque se detenía y abría las puertas en todas las paradas. Los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes -que siempre eran Barreiros- aún tenían cobrador, quien daba al conductor las voces pertinentes para el procedimiento de las puertas: “¡Abre atrás!” “¡Cierra en medio!”.

El microbús 5, por el contrario, sólo disponía de conductor y sólo se detenía en las paradas que le solicitaban los viajeros. A tal fin, había que pulsar un botón del techo. Como yo no llegaba, saber que el 5 acababa su ruta en la plaza del Callao era un alivio. Me bajaba en la última parada y después, seguía bajando por la Gran Vía. Se me aceleraba el corazón ante las cafeterías y los cines de estreno -donde se proyectaban títulos como El puente de Remagen- y, eufórico ante la grandeza arquitectónica de mi ciudad, llegaba la Plaza de España. Allí cogía el Suburbano, origen de la actual Línea 10, que entonces llegaba hasta Carabanchel, y, atravesando la Casa de Campo, me llevaba hasta Campamento. ¡Cuánto Madrid descubrí en aquellos paseos! Aún tenía que crecer, para satisfacción de las señoras de la avenida de la Reina Victoria y para alcanzar el pulsador del microbús, y ya era para mí un orgullo manejarme en los transportes públicos madrileños.

Ella y el miedo (1964) es una gran película, un noir español debido a León Klimovsky, que yo tengo en la más alta estima porque retrata, como ninguna otra, el Suburbano que me recibía en el 67, en la estación de la Plaza de España, al volver del colegio. Durante mucho tiempo, estas escaleras -con veintiún metros y medio de desnivel- fueron las más largas de Europa. Pero el 6 de junio del 68, con la inauguración de la Línea 5, ese primer puesto fue ocupado por las de la estación de La Latina, que descienden a lo largo de cuarenta metros en un par de centenares de escalones. Eso sí, el desnivel, de tan sólo 18 metros, es algo menor que el de la Plaza de España. Lógicamente, en mis primeros viajes bajo tierra solo, no tenía noticia de estos datos. Me bastaba con mirar esos anuncios de Coca Cola que, uno tras otro, y todos igual, ilustraban la bóveda del techo. Esa publicidad, con la calidad de un decorado, se mantuvo igual durante toda mi infancia.

El lector que haya visto la primera versión de Pelham 1, 2, 3, dirigida por el rutinario Joseph Sargent en 1974, recordará a ese tipo que viaja en el convoy secuestrado -un anciano, como yo, incorporado por Michael Gorrin-, quien se hace notar como un experto en el metro de Nueva York, asegurando que todos los trenes del metropolitano neoyorquino disponen de un sistema automático de frenado, por si fallan todos los demás. Los captores lo han abandonado, a la deriva, y el Pelham 1, 2, 3, -denominación por la que se conoce nuestro convoy- avanza por las vías a toda velocidad, presto a estrellarse.

Me gustaría saber tanto del metro de Madrid como aquel tipo del de Nueva York. Pero tengo en tan alta estima al ferrocarril suburbano de mi ciudad como él al de la suya. Tan es así que, como decía Julito Bullón, el responsable de El Cañí (*), uno de los bares legendarios del Madrid de mi época, siento una inquietud especial cuando llego a un lugar y no hay una boca de metro en las inmediaciones. En una primera instancia, se me figura una pequeña catástrofe, porque el metro, prácticamente omnipresente en Madrid, es la única garantía de que, si el sitio me disgusta y hay que irse, puedo cogerlo y marcharme con toda la diligencia que sea precisa. Y, en una instancia última, más sublime, los lugares sin metro se me antojan un paisaje postapocalíptico, postcatástrofe atómica, como el que se encuentra Taylor (Charlton Heston) en Regreso al planeta de los simios (Ted Post, 1970).

Ahora podría hablar de cómo advertí el primer cambio de los vagones del Suburbano mediados los años 70, ya en la Transición, o de cómo el Suburbano dejó de serlo cuando su recorrido se prolongó hasta Alonso Martínez. Creo recordar que fue entonces cuando se convirtió en la Línea 10. Sobre lo que no tengo ninguna duda es acerca de que el metro, todas las líneas de Madrid que he frecuentado -las seis primeras y especialmente la 10- han sido mi mayor sala de lectura. Mientras pude hacerlo, aproveché todos los trayectos para entregarme a la lectura y, tan concentrado, que, a menudo, me pasaba de estación.

Ahora suelo leer tomando notas, y cuando no lo hago, si viajo de pie, se me hace muy difícil mantener el equilibro agarrado a la barra con una mano y sujetar el libro con la otra. Ya no leo en el metro -ahora atiendo a las cuestiones del smartphone- pero no olvido los miles de páginas leídas en aquellos vagones, en esos trayectos largos de los que tanto se quejan quienes denuestan Madrid por sus distancias inmensas. Como tampoco olvido el calor con el que me recibe siempre que arrecia el frío en mi ciudad.

Ahora podría hablar de los cientos, acaso también millares, de viajes en el 25, el 36 y el 39, los autobuses que más he utilizado, a través de cuyos cristales descubrí el sudoeste de Madrid. O de los búhos, que llamábamos -y creo que aún se llaman- en los años 80 a los autobuses nocturnos que, borracho como una cuba, me devolvían al barrio a altas horas de la madrugada. Recuerdo el bonobús y cuando empezaron a dejar de verse cobradores.

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Más inocente es un recuerdo del principio. Vagamente, como en una nebulosa, pues me estoy remitiendo al umbral de mi memoria, rememoro cuando era tan pequeño -tres o cuatro años a lo sumo- que aún no pagaba billete en los transportes públicos. Era frecuente que me quedase dormido y que mi madre tuviera que cargar conmigo en brazos todo el rato, hasta volver a casa, en Campamento, desde el centro. En efecto, ahora me parece sumamente injusto haber sometido a mi madre a aquel esfuerzo. Sólo puedo decir en mi desargo que era un niño y que aquel sueño era un acto involuntario. Me limitaré a señalar cómo esa gratuidad del metro y el autobús entonces, con la que tan gentilmente acaba de obsequiarme el Consorcio de Transportes Madrileño, ha venido a incidir en esa idea de que la vida es un círculo que se cierra sobre sí mismo. Ya no le pido a la existencia más que seguir escribiendo, junto a mi esposa y hasta el último aliento. Pero siempre en mi amada ciudad que, como el anciano que soy, me ha concedido la gratuidad total, e indefinida, en sus transportes públicos. Ésa es una de las pocas esperanzas de la edad senil en las que creo.

(Continúa en el asiento del 24 de octubre)



[*] Donde aparezco borracho, junto a Cristina, siendo yo aún rocker, en la novena de las fotografías que el lector puede ver a la derecha de estas líneas, una Polaroid tomada en el año 91 por Antonio Bartrina, el alma de Malevaje.

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Javier Memba Fri, 20 Sep 2024 03:30:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Alain Delon http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12309/que-la-tierra-le-sea-leve-a-alain-delon/ Llegado el momento de la semblanza postrera, sé que una buena parte de la afición recordará al Alain Delon de Luchino Visconti -Rocco y sus hermanos (1960) y El gatopardo (1963)-, yo también me descubro ante aquellas creaciones. Cómo olvidar a Tancredi Falconeri, el personaje de Delon en la segunda de aquellas producciones, en la secuencia en que confiesa al príncipe Salina (Burt Lancaster) que va a batirse contra el rey junto a los garibaldinos; y en esa otra, que vuelve del combate, ya tuerto y con la bandera tricolor.

Pero debo confesar que mi favorito era el Alain Delon de los grandes malotes, el villano más magnético del polar -el policiaco francés-, el actor más representativo del cine del gran Jean-Pierre Melville, sin que ello signifique menoscabo alguno para Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo. Sin apenas diálogos, Jef Costello y Corey, sus personajes, respectivamente, en El silencio de un hombre (1967) y Círculo rojo (1970), dos obras maestras del gran Melville, vienen a sublimar todas las convenciones del noir más fatalista: valor, soledad, ocultación de los sentimientos, finales desdichados...

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Menudearán quienes evoquen la apostura de Delon. Era uno de esos tipos bien parecidos, eso está claro. Pero a mí me da igual. Yo me quedo con su capacidad para expresar el mal. De sus interpretaciones a las órdenes del gran René Clément, puede seguirse que hubiera incorporado al perfecto Mefistófeles en cualquier versión de Fausto. De hecho, fue un sublime William Wilson -el doppelgänger, el doble del relato homónimo de Poe-, que no dista mucho del Maligno, en el segmento de Louis Malle de Historias extraordinarias (1968). Pero con Clément recreó al primer Tom Ripley de la historia del cine. Fue en A pleno sol (1959), título bajo el que Clément llevó a las pantallas El talento de Ripley (1955). En aquella ocasión, el singular criminal, que con el correr de los años acabaría escuchando a Lou Reed junto a Heloise en su lujosa finca de Villeperce-sur-Seine, corrió a cargo del actor que hoy despedimos. Éste, aun sin contar con el favor de su creadora, realizó un trabajo admirable, como también lo fuera el de Maurice Ronet (Dickie Greenleaf). Bien es cierto que la moral de la época, que obligaba a dar a entender que el crimen siempre paga, hizo que el realizador galo tergiversara radicalmente el final de la novela. Puede que en ello estuviera el origen del poco interés que mostraba Patricia Highsmith por la estimable A pleno sol.

Como no veo series, lo mío son las películas, ignoro el Ripley de Netflix, ni siquiera me interesa saber el nombre de su protagonista. Eso sí, a fe mía, todos los Ripley que en la gran pantalla han sido, han recreado con excelencia al gran malote de Patricia Highsmith: Dennis Hopper -El amigo americano (Wim Wenders, 1977)-, Matt Damon -El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)- y John Malkovich -El juego de Ripley (Lilliana Cavani, 2002)-. Pero el primero, el de Delon es especial. No por ello hay que olvidar al Marc Borel que el ya finado interpretó en Los felinos (1964), otra obra maestra de Clément en la que Jane Fonda recreaba a la chica, Melinda, otra perversa en la que Borel encontraría la horma de su zapato.

Alain Delon también dio vida a algunos héroes. ¡Cómo no! Como productor puso en marcha cintas en las que incorporó a algunos flics, que llaman a los policías en el polar. Pero será mejor correr un tupido velo sobre títulos como Palabra de Ley (José Pinheiro, 1985) o Por la piel de un policía (1981), producida y dirigida por el mismo actor. Es más, una de sus primeras producciones, Borsalino (Jacques Deray, 1970), cinta que en su momento me llamó mucho la atención, cincuenta y cuatro años después me parece poco más que un filme comercial en el que acaso sea el score de Claude Bolling lo más reseñable: otra de esas propuestas que acercaron la música del cine al lounge que se escuchaba entonces en las recepciones de los hoteles y en los restaurantes de postín.

Ciertamente, el Alain Delon productor también lo fue de El otro señor Klein (1976), la memorable cinta de Joseph Losey en la que el difunto nos brindó otro de sus grandes personajes. Pero lo suyo eran los villanos, románticos como Jef Costello, o perversos, tal que William Wilson. Incluso en su vida personal, en los orígenes del legendario actor francés que hoy despedimos, hay algo de villanía según el canon actual: fue paracaídas en la guerra de Indochina, el mismo conflicto en que acabó de aquilatar su patriotismo Jean-Marie Le Pen. Si bien es cierto que el futuro actor fue licenciado del ejército con deshonor. Eso sí, lo que no creo que le perdone nadie fue su maldad con Romy Schneider y alguna otra de sus novias reconocidas.

Alain Delon se estrenó en el cine, tras toda una experiencia errática en su vida anterior, en Quand la femme s'en mêle (Yves Allégret, 1957). Yo recuerdo sus personajes en la cartelera de los años 60 y 70. Le descubrí en El tulipán negro (Christian-Jaque, 1973), a mitad de camino entre La pimpinela escarlata (Harold Young, 1934) y El signo del Zorro (Rouben Mamoulian, 1940), desde esa tradición del cine de espadachines de la pantalla gala. Fue en la proyección en la que me enamoré perdidamente de Virna Lisi, en una tarde de mis primeros inviernos en el Real Cinema de Madrid.

Algunos años después, ya en 1970, me dejó fascinado el cartel de Círculo rojo, que habría de ver por primera vez en 1981, en una matinal de la Filmoteca, en la sala que entonces tenía en el Museo Español de Arte Contemporáneo, siempre en Madrid. Yo me quedo con el Alain Delon de los malotes, sublimes hasta la perversión. Eduard Coleman, el comisario de Crónica negra (Jean-Pierre Melville, 1972), ya me interesa un poco menos.

Y en esas cintas, que él mismo producía y protagonizaba en los años 70, le aplaudo en dos, la italiana: Tony Arzenta (Duccio Tesari, 1973), en la que Arzenta mataba a la gente mientras Ornella Vanoni cantaba L'appuntamento, y en Alias el gitano (1975), la mejor realización de José Giovanni.

 

Llegado el momento de la semblanza postrera de Alain Delon, no quiero olvidar su colaboración con Michelangelo Antonioni en El eclipse (1962), una de las cumbres de la incommunicabilità del maestro de Ferrara. Pero a quien yo despido es al Jef Costelo de El silencio de un hombre, con un gesto lacónico, como los que se dedicaban los que iban a morir en el cine del gran Jean-Pierre Melville.

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Javier Memba Sun, 18 Aug 2024 21:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve al gran André Juillard http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12308/que-la-tierra-le-sea-leve-al-gran-andre-juillard/             Yo también quiero lamentar el reciente óbito del gran André Juillard, en quien tanto solaz encontré cuando, a partir de La maquinación Voronov (2000), comenzó a ser uno de los dibujantes habituales -con Yves Sente como libretista- de la continuación de las aventuras de Blake y Mortimer tras la muerte de Jacobs. Colaborador de uno de los grandes maestros de la bande dessinée -antes de Blake y Mortimer dibujó las aventuras de Arno (1983-1997), de Jacques Martin. Así que tengo a Juillard entre los mejores de la segunda generación de maestros de la Línea Clara, la posterior a ese triunvirato integrado por Jacobs, Bob de Moor y Martin.

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Sirvan estas líneas sobre Las siete vidas del Gavilán (1983-1991), a fe mía la obra maestra del finado, a modo de tributo al gran historietista que nos ha dejado. Se trata de una saga con guión de Patrick Cothias que, más que saga propiamente dicha, puede considerarse todo un ciclo narrativo. Ambientado en la Francia del siglo XVII, está integrado por siete aventuras -La Blanca muerta, El tiempo de los perros, El árbol de mayo, Hyronimus, El maestro de los pájaros, La parte del Diablo y La marca del cóndor- que conocieron sus primeras ediciones españolas entre 1989 y 1992, mientras veían la luz las últimas entregas originales francesas. Sin embargo, fue en el verano del 18 cuando al cabo pude leerlas. Lo sé, es algo imperdonable para alguien que se dice amante de la Línea clara puesto que Las 7 vidas del Gavilán, como El Incal en otro orden de cosas, constituye uno de los hitos indiscutibles del Noveno arte de las últimas décadas.

            Dejando a un lado la vanagloria del experto, para la que si pretendiera serlo llegaría con casi treinta años de retraso, el integral de Las 7 vidas del Gavilán constituyó una auténtica epifanía de mi experiencia como lector de tebeos. Su asunto nos propone la peripecia de Ariane de Troïl, hija adulterina del barón de Troïl, un aristócrata auvernés venido a menos. Aun así, con la fortuna suficiente como para desposar a una mujer enamorada de su hermano, la Blanche aludida en el título de la primera entrega, la madre de Ariane. Nacida Arianne en un bosque cubierto por la nieve, mientras su madre huía de su marido, la infeliz parturienta deja su vida en el alumbramiento tras desnudarse para abrigar a su hija con su vestido. Como si tanta desdicha sirviera de acicate del Diablo, el Maligno, una hechicera y un gavilán marcarán el destino de la familia Troïl, que discurre en paralelo al del delfín que será el futuro Luis XIII de Francia.

            Las 7 vidas de Gavilán sería un cómic de espadachines si no estuviera trufado por la nigromancia y el más absoluto escepticismo. Pese a que en La historia en los cómics (Glenat, Barcelona, 1997), el interesantísimo estudio publicado por Sergi Vich en la Biblioteca Cuto que es uno de mis textos de referencia al respecto, no merece cita alguna, Las 7 vidas del Gavilán es también un cómic histórico. En las primeras entregas, Enrique IV es uno de sus protagonistas. Como también su segunda esposa, María de Medici. El rey traba amistad con Germain Grandpin. Puesto a dar cuenta de la camaradería que les une en tabernas y burdeles, Cothias nos descubre a un monarca crápula y sucio. Con cierto sentido de la justicia, sí. Pero, antes que nada, objeto del escepticismo del guionista. Tanto es así que se llega hasta lo escatológico. Algo impensable en Alejandro Dumas, acaso el modelo de todas estas ficciones.

            Por su parte, la de Medici, despreciada por el rey y al corriente de sus devaneos, conspira “con sus italianos” contra los hugonotes, con los que Enrique IV, pese a haber abjurado de su fe, aún simpatiza. Las guerras de religión que asolaron Francia a finales del siglo anterior están recientes: Las 7 vidas del Gavilán -cuyo título evoca a Las 7 bolas de cristal (1943) de Hergé de forma inequívoca- comienza en 1601. Por sus páginas, en las que se reproduce la corte francesa anterior a Versalles con un primor digno del de la Roma de las aventuras de Alix o la Francia de las de Jhen, también circularán personajes históricos como el cardenal Richellieu e incluso clásicos de estas ficciones como los tres mosqueteros. En La parte del Diablo, llegado un lance de Grandpin con un traidor, será Porthos quien deje su tizona a Grandpin para darle al felón la última estocada.

            En las primeras entregas, el principal hilo argumental, en lo que a la familia Troïl se refiere, es el de su rivalidad con su vecino: el conde Thibaud. Este miserable será la primera víctima de Máscara Roja, el Gavilán. Este justiciero enmascarado, según explica Cothias en los textos y cartas, que entre los bocetos de algunas viñetas sirven de introducción al volumen, es un personaje complementario a Masquerouge, un enmascarado también creado por Cothias y Juillard entre 1988 y 2004. Dado el entusiasmo con el que he descubierto el universo de capa y espada creado por estos dos historietistas, juro por estas líneas hacerme con la traducción española de las aventuras de Masquerouge apenas pueda.

            En lo que a Las 7 vidas del Gavilán respecta, serían un divertimento delicioso, como una película de espadachines de André Hunebelle, Christian-Jaque o cualquier otro de los cultivadores de un género en el que la pantalla, especialmente la gala, se ha prodigado con largueza. Pero, además del escepticismo, hay algo en la serie que marca una distancia con la ligereza de esas películas. No es tan evidente como la evolución del dibujo entre las primeras entregas y las últimas -parece ser que las aventuras de Tintín son las únicas con las viñetas homogenizadas en todos sus álbumes-, pero se palpa.

            Para empezar, Ariane es un personaje tan sensual como la Nastasia de las entregas de Blake y Mortimer debidas a Yves Sente y Juillard. Especialmente, la Nastasia de El santuario de Gondwana (2008). La evolución de Ariane, desde su nacimiento el mismo día que el delfín hasta su aparente muerte, ya convertida en el nuevo justiciero que se oculta tras la máscara roja, nos lleva de una niña traviesa y decidida, como un niño echao pa’lante, a una mujer que acaba sojuzgando al hombre que la ultraja -el propio Grandpin-, a quien por cuestiones de honor convierte en su maestro de esgrima.

            Desde que le ve por primera vez, mientras suelta a los pobres la clásica perorata sobre la injusticia subida al púlpito de la iglesia local, Ariane admira al enmascarado. Juega a ello con su hermano, Guillemont, lo que al muchacho acabará por costarle la vida. Ella misma, ya en París, terminará ocupando el lugar del justiciero, en liza con los conspiradores italianos del momento. Entre ellos no falta el propio rey.

 

            Ese escepticismo al que me refiero tiene una de sus expresiones inequívocas en lo crítico que se muestra Cothias con los dos soberanos, Luis XIII encarcela al primer enmascarado durante largos años. Al salir, convertido en el Cóndor, dará muerte en un duelo al nuevo Máscara Roja. Ignora que quien ha ocupado su lugar es su propia hija: Ariane. Aunque se sabe, pese a que hay unas viñetas en que el justiciero le jura a su hermano que no es el padre de la joven, la confesión viene dada por una carta que el Cóndor manda a su hija, a la que no sabe que acaba de ensartar en el célebre duelo.

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Javier Memba Sat, 03 Aug 2024 16:00:00 +0100
El mito de Frankenstein (y III) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12307/el-mito-de-frankenstein-y-iii/            (viene del asiento del 8 de julio)

       Otro de los asuntos que tiene meridianamente claro cualquier aficionado a estas lecturas tan atractivas, cuyos comentarios me ocupan, propuestas por Timun Más en el fin de siglo, es que la línea que separa al terror de la ciencia ficción, como géneros narrativos, en todos sus formatos, es tan difusa como cualquier línea de demarcación donde no haya aduanas, alambradas o fuerzas encargadas de vigilar el trazado de la frontera. Frankenstein, el personaje -el mito en torno al cual giran estas páginas sobre las que escribo- y la saga cinematográfica de Alien son los mejores ejemplos de esa ambivalencia que todos los aficionados a la narrativa fantástica percibimos.

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Sentado esto, Steve Rasnic Tem -que durante muchos años formó un tándem literario con su esposa Melanie, fallecida en 2015-, parece inclinarse más hacia el terror que hacía la fantaciencia. Esta helada región, mi corazón oprime, la pieza del matrimonio incluida en El mito de Frankenstein -además de estar titulada con un hermoso verso- es otra de las cimas de la selección. Subyace en su argumento una loa a ese amor más poderoso que la vida, ante la que me rindo sin más contemplaciones: Esta helada región, mi corazón oprime constituye una de las cimas de la selección, traducida al español en 1996 por Francisco Rodríguez de Lecea.

Los Tem nos presentan a una Mary Shelley -la gran Mary-, ya en su último trance. Espera la muerte en casa de su hijo, ese hijo a cuya educación, una vez muerto Shelley y acabados todos los escándalos, la creadora de Frankenstein dedicó todos sus esfuerzos. La escritora, ya en las últimas, venera el corazón de su Percy, tanto que incluso lo guarda a modo de reliquia.

Y en esos recuerdos, que han de volverle a uno ante la inminencia del final -antes de ese recorrido por los momentos estelares de nuestra existencia que, quienes han vuelto de experiencias próximas a la muerte, dicen que es lo último, lo que precede a esa luz blanca tras la que se apaga todo- a Mary Shelley le vienen a la memoria sus ausentes.

Y entre esos que se fueron, el monstruo vuelve a ella para hacerle los mismos reproches que en el resto de las piezas de la selección, le hace a su creador en la ficción: el barón Frankenstein. Al final es el monstruo quien acaba por dar muerte a la gran Mary. A la vista del romanticismo de Esta helada región… -por otro lado, como toda la narrativa romántica, que siempre es de terror- y de ese tándem literario que formó junto a ella, Steve Rasnic debió de sentir mucho la pérdida de su esposa.

Un loco en la academia, de Esther M. Friesner, premio Nebula al mejor cuento en el 95 y en el 96, así como nominada al Hugo en varias ocasiones, también se vale de la figura de Mary Shelley. Pero para convertir a la creadora del moderno Prometeo en uno de esos cirujanos plásticos a los que son afectos tantos necios que pretenden disimular con el bisturí, y otras técnicas espurias, el envejecimiento natural de los cuerpos.

Godwin Shelley, el Shelley de Friesner -amén de tomar el nombre del apellido del padre de la gran Mary, William Godwin-, es un mad doctor del mundo del espectáculo que, merodeando por el cementerio californiano de Forest Lawn se encuentra con una actriz diletante -Polly-, que roba cadáveres, y decide convertirla en el objeto de sus reconstrucciones.

Lo que pasa es que los restos de los que se vale el doctor Shelley, para hacer de Polly la más bella, son los que ha ido quitando en sus retoques a otras actrices diletantes. Finalmente, cuando Polly recibe un premio, ellas, las donantes, reconocen aquello que fue suyo en el cuerpo de la otra y se abalanzan sobre ella para quitárselo.

Aquí el monstruo acaba por ser Polly -quien empieza siendo una especie de Igor- pero son tantas las referencias publicitarias y los chistes fáciles -y sin gracia alguna- que Un loco en la academia es un relato que no se puede tomar en serio porque ni su propia autora lo hace.

Última llamada para los hijos del Shock, de David J. Schow, es la excepción que confirma la regla pues se trata de una historia de licántropos que, condenados a la inmortalidad por su condición, se reúnen periódicamente en el club nocturno del que uno de ellos es el encargado.

Documentándome sobre Schow he descubierto un dato: fue el principal teórico -no sé si el único- de lo que él llamó el “splatterpunk”, una literatura, muy de los años 80, caracterizada por la descripción, con todo lujo de detalles, de los terrores sobre los que versa. Fue el mismo Robert Bloch quien rebatió a Schow convenientemente.

Karen Haber, como todos los autores reunidos aquí, a excepción de los muy consagrados -Brian Aldiss, Kurt Vonnegut, Philip José Farmer y algún otro- pertenece a cierta generación de autores de science fiction nacida mediado el siglo XX en Estados Unidos. Victor, es el título de su propuesta y no engaña a nadie: su asunto es un regreso al tema de la responsabilidad del barón en las muertes del monstruo que ha creado, otra de las constantes de la selección. Su comienzo es lo más interesante, en él se da noticia del ahorcamiento de Justine -la criada- a quien se cree asesina del pequeño Will, el hermano menor del barón. Y después, los demás crímenes. Y todo ello porque el barón -y decano de los doctores locos- ha matado a la que debía de haber sido la compañera de la abominación que ha creado.

Indiscutiblemente, en la cirugía actual, pocos empleos pueden ser tan adecuados para los modernos Frankenstein como el de cirujano plástico. En estas páginas es un tema sugerido por primera vez por Esther M. Friesner y Garfield Reeves-Stevens vuelve a incidir en él. A mi juicio, con mucho más tino que su predecesora. Aunque la pieza viene firmada solo por Garfield, es frecuente que este autor escriba sus novelas junto a su esposa Judith. Ése ha sido el caso de algunas concebidas para la colección Star Trek. Muy elogiados por Stephen King, los Reeves-Stevens han trabajado para la televisión -como animadores incluso- y hasta para la NASA.

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En Quinta parte, su relato, Reeves-Stevens no desmerece todo ese recorrido profesional que le avala. Samantha Grant, su protagonista, es otra actriz diletante y aficionada a la cirugía estética. Cuando la conocemos está cenando con un productor de Hollywood. Convencida de que el tipo la quiere seducir, ella no parece tener mayor problema en dejarse. Para eso, para estar segura de gustar se ha hecho todos los retoques corporales que ha podido. Está dispuesta a entregarse a su anfitrión siempre y cuando consiga, a cambio, sus propósitos. Sin embargo, aunque se cree lo suficientemente astuta para evitarlo, su productor la narcotiza mediante una de esas drogas que suprimen la voluntad de quien las ingiere.

Estando ella ya en dicho estado, sin poder defenderse, sin poder hacer movimiento alguno, el productor confiesa a Samantha que ciertas partes de su hermoso cuerpo le hacen falta a él -esa quinta parte aludida en el título- para recomponerse a sí mismo. Precisamente, ha sido el cirujano de Samantha -de quien ella nos ha hablado al contarnos todos los arreglos que se ha practicado para estar más atractiva, y quien, al descubrirse la verdad entra en escena- el que ha recomendado al productor a la que va a morir y, por lo tanto, no va a triunfar en Hollywood. Es por eso por lo que la ha invitado a cenar a su extraña casa, en la que no faltan recuerdos de otras actrices diletantes que corrieron la misma suerte antes que ella.

Francesca Stein, además de una clara alusión al apellido del barón y decano de los científicos locos, es el nombre de la amiga más íntima de Johanna, la mujer del narrador de La pequeña Frankie. Joyce Harrington, su autora, ya fallecida, fue, como todas las aquí reunidas, una cultivadora del género muy celebrada a comienzos de los años 90, cuando Byron Preis Visual Pubications, Inc editó The Ultimate Frankenstein, título original de la selección que me ocupa. Como John Clute no la incluye en su Enciclopedia ilustrada de la ciencia ficción (Ediciones B, Barcelona, 1996), el texto que, desde que, apenas lo descubrí, marcó un punto de inflexión en mi acercamiento al género, Joyce Harrington me parece tan buena como pueda serlo cualquier otro de los incluidos -a excepción de Aldiss, Vonnegut y Farmer, como vengo diciendo-, sin embargo, su pieza es otra de las que sobresalen del resto por su ingenio.

La amistad entre Johanna y Francesca, se remonta los días en que ambas coincidieron en el jardín de infancia. Superdotada, pero a la vez retraída desde niña, Johanna era la que defendía a su amiga cuando las otras niñas la acosaban.

Con el correr de los años, Francesca se convierte en una auténtica eminencia de la ingeniería genética: hace gente a la carta. Aunque recela del marido de su amiga, va a pasar unos días a casa de él y de Johanna. Poco tiempo después de irse, muere la hija del matrimonio, la que pusieron el nombre de Francesca en homenaje a la eterna amiga de la madre. Johanna se sume en la depresión que cabía esperar. Pero Francesca aún guarda una sorpresa a sus amigos: vuelve a visitar al matrimonio con la pequeña Frankie perfeccionada. Efectivamente, Francesca la mató para recrearla. Johanna está encantada con el cambio, hasta que advierte que su nueva hija no tiene ombligo, la evidencia física de que estuvo unida a ella. Así las cosas, la madre que no lo es enloquece y mata a la pequeña Frankie, antes de disponerse a dar muerte a su vieja amiga por haber asesinado a su verdadera hija. Pero Francesca se defiende y acaba siendo ella la que acaba matando a la madre como mató a la hija.

La historia acaba con el narrador, ya viudo, escribiendo columnas para la prensa -es periodista- en un lugar apartado.

Piedad para los monstruos de Charles de Lint, incide en el tema de la compañera del moderno Prometeo. Pero lo hace desde una perspectiva diferente. Diríase que su condición de canadiense -este autor nació en los Países Bajos, pero emigró de niño, con su familia, a Canadá-, le aparta del resto de sus compañeros de antología. Quiero creer que eso de que Harriet, la protagonista de Lint, sea una estadounidense transterrada en Inglaterra, tiene algo que ver con todo eso.

El caso es que cuando Harriet, en esa ciudad que no parece Londres pero -insisto- sí es inglesa vuelve a su casa en bicicleta le coge una tormenta. Desorientada y aturdida por la inclemencia del tiempo se topa con un ser, parecido a la abominación de Frankenstein, que la secuestra para llevarla a un edificio en ruinas, ocupado por el monstruo y Flora, una anciana, con cuya evocación de la belleza perdida comienza la narración. Aunque en un principio Harriet incluso llega a medio simpatizar con ella, cuando descubre que Flora está ayudando al monstruo a hacerse una compañera con distintas partes de varias mujeres secuestradas, intenta huir y lo consigue. Ya en el hospital, mientras se repone de la experiencia, recuerda a sus captores con esa conmiseración aludida en el título.

Muerto prematuramente, con tan solo 55 años en abril de 2002, lo que diferencia a George Alec Effinger del resto de sus compañeros en estas páginas es que él fue todo un cultivador del ciberpunk. Y, en cierto sentido, su tendencia a lo punk -es decir, a la basura- también queda patente en La última comida y salchichón para el camino, la pieza con la que concurre a esta selección. Su monstruo parece serlo menos porque también es un homeless y, entre los que no tienen techo -habida cuenta de su mala catadura, más que torpe aliño indumentario- parece que las monstruosidades destacan menos.

La decimoséptima de las abominaciones aquí traídas, tiene hambre el día de acción de gracias cuando se encuentra con una de esas jóvenes solidarias, que gentilmente le lleva a comer un banquete para los mendigos que se celebra en el aparcamiento de la policía. Inevitable la evocación del Beggars Banquet, aquel álbum del 68 de los Stones que, si no recuerdo mal, incluía entre sus canciones Simpatía por el Diablo.

En fin, todo es buen rollo, incluso la policía le trata con cierta conmiseración cuando le recibe en su aparcamiento el día de Acción de Gracias. Lo malo es el día siguiente, cuando el último monstruo de El mito de Frankenstein vuelve a tener hambre y acude al estacionamiento donde le sirvieron veinticuatro horas antes. Huelga decir que, en esta ocasión, el guardia le despecha con la diligencia que cabe esperar.

El monstruo vaga hambriento por la ciudad hasta que decide quitarle el bocadillo a una niña en una reinterpretación del episodio de la muchacha. Es entonces cuando la gente le persigue hasta lincharle. Se acaba así una antología que me ha devuelto al placer de aquellas lecturas finiseculares debidas a esta misma editorial.

 

 

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Javier Memba Thu, 25 Jul 2024 09:45:00 +0100
Doble aniversario de Henry Mancini http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12306/doble-aniversario-de-henry-mancini/ Se cumplen en este infausto 2024 cien años del nacimiento de Henry Mancini (Maple Heights, Ohio, 16 de abril de 1924) y treinta de su fallecimiento (Beverly Hills, California, 14 de junio de 1994). Así las cosas, hay un motivo doble para la evocación, aunque sea somera, de uno de los mejores compositores de bandas sonoras de todos los tiempos, quien también fue uno de los más representativos de la entrada de la música del cine en las listas de éxitos de la música pop y el repertorio del lounge, que otrora amenizaba los restaurantes de postín y las recepciones de los hoteles.

Sí señor, Manzini fue un auténtico experto en extraer canciones de sus scores (partituras), piezas que permanecieron en ese limbo de la música ambiental hasta que éste fue ocupado por la música electrónica. Moonriver, incluida en los títulos de crédito de Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1964), fue la primera de aquellas canciones. En su delicadeza, en la elegancia de su melodía, en verdad análoga a la de la exquisita Audrey Hepburn, ya se adivina al que habría de ser el más melódico de cuantos autores han escrito hasta la fecha para la pantalla. Cuatro Oscar y veinte Grammy, entre otros muchos reconocimientos, avalan sus composiciones.

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            Aún en su Cleveland natal, su padre le enseñó a tocar la flauta con ocho primaveras. Cuatro años después, el pequeño Henry ya era un prodigio al piano y no habría de pasar mucho tiempo antes de que también comenzara a interesarse por los arreglos musicales. Poco tenía que aprender cuando en 1942 comenzó sus estudios de solfeo en la escuela Juilliard de Nueva York. En cualquier caso, abandonó aquellas aulas al ser movilizado. Hay quien dice que toda esa epifanía que gravita en su música se debe a los horrores que presenció al liberar con su regimiento el campo de exterminio de Mauthausen.

            Lo rigurosamente cierto es que, el joven Mancini se incorporó a la orquesta de Glenn Miller en 1946. Es decir, dos años después de que Miller hubiera muerto al desaparecer su avión mientras sobrevolaba el Canal de La Mancha. Ante estos antecedentes, ni que decir tiene que Mancini fue uno de los más afectos al jazz de cuantos compositores operaban en Hollywood cuando él llegó allí. Ahora bien, nunca dejó ver sus ascendentes musicales más que ligeramente y de forma accesible a todas las audiencias.

            Como arreglista de la Universal y antiguo colaborador de la orquesta de Glenn Miller, fue el responsable de los arreglos de Música y lágrimas. Entre sus primeras partituras destaca la de Sed de mal (Orson Welles, 1958). ¡La inolvidable pianola!

Pero a Mancini, su verdadero destino le aguardaba en la peluquería de la Universal City, donde conoció a Blake Edwards. Sí señor, para Edwards, tras la de la serie de televisión Peter Gunn (1958-1961), una colaboración anterior a Desayuno con diamantes, escribió algunos de sus mejores scores. Destaquemos tan sólo Días de vino y rosas (1962), el máximo exponente de sus cautivadores coros, y la serie de La pantera rosa, otra de sus grandes composiciones.

            Mientras alumbraba las bandas sonoras de la mayor parte de la filmografía de Edwards, Mancini iniciaba otra brillante simbiosis con Stanley Donen en Charada (1963). Para el antiguo mago del musical también compondría las partituras de Arabesco (1966) y Dos en la carretera (1967). Cumple igualmente dar noticia de los scores de Los girasoles (Vittorio de Sica, 1970) y de su vasta discografía, integrada por más de un centenar de grabaciones. Entre ellas, además de sus composiciones, se incluyen versiones de temas de Michel Legrand, Francis Lai, John Barry e incluso Pink Floyd.

            Entre otros datos, también se impone dar noticia de aquel contrato que Howard Hawks ofreció a Henry Mancini cuando advirtió que el trabajo de Dimitri Tiomkin no era el más indicado para la musicalización de ¡Hatari! (1962). Tras recorrer la sabana africana e impregnarse de sus sonoridades, el entonces incipiente autor de bandas sonoras realizó uno de los más célebres temas de la pantalla: Baby Elephant Walk. Todavía es ahora cuando al volver a escucharlo nos parece ver al pequeño elefante siguiendo a esa maravillosa Elsa Martinelli –la fotógrafa Anna Maria d’Alessandro en la ficción- que tantos cuidados le prodiga.

 

            Nada mejor que el doble aniversario para volver a la música del gran Henry Mancini.

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Javier Memba Thu, 18 Jul 2024 13:15:00 +0100
El mito de Frankenstein (II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12305/el-mito-de-frankenstein-ii/          (viene del asiento anterior)   

Mike Resnick fue un aplicado autor de narraciones de ciencia ficción. En los doce años que se fueron entre 1964 y 1976 escribió doscientas novelas y trescientos relatos. ¡Qué barbaridad! Maxime si consideramos que compaginó su actividad literaria con la cría de perros collie. Dicen que el sentido del humor fue una de las principales características de su obra. Por mi parte, yo creo que, tomarse con humor una narración fantástica viene a demostrar que su autor no se toma en serio a sí mismo. En cualquier caso, el texto de Resnick, a mí no me ha hecho ninguna gracia. Pero supongo que debe de haber algún chiste en Los monstruos de Midway, la pieza que le trae a El mito de Frankenstein. Será por la animadversión que me inspira la práctica deportiva, que no ha hecho otra cosa que ir en aumento desde que los campeones y los plusmarquistas pretenden ser referentes, modelos a imitar, y sueltan las soflamas que consideran oportunas, como si fueran intelectuales, olvidando que son gente de acción.

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            Los monstruos de Midway no llega tan lejos. El título en cuestión es el nombre de un equipo de fútbol americano que, cansado de perder todos los encuentros del campeonato que le ocupa, decide contratar auténticos monstruos. La cosa funciona y, lo que antes eran derrotas, comienzan a ser victorias. Escrito a modo de noticias en prensa -sueltos y billetes- este procedimiento no tiene nada de nuevo, es un recurso harto frecuente. No obstante, es lo que más me ha interesado de la propuesta que, por otro lado, viene a demostrarnos lo que ya sabía desde la adolescencia, cuando su práctica comenzó a aburrirme: el deporte en equipos y para deleite de las masas es tan belicista como nos lo demuestran las frecuentes -y brutales- peleas entre las hinchadas más radicales de los contrincantes en el terreno de juego.

            El nivel vuelve a subir en Sueños de F. Paul Wilson, hombre en verdad singular. No seré yo quien pronuncie un término tan buenrollista como el de “medicina de familia” -siendo tan poco sociable como soy, dejo esas ridiculeces para autores como Resnick-. Diré, por tanto, que Wilson, durante muchos años, compaginó su actividad literaria con la práctica de la medicina general. Con anterioridad a Sueños, la pieza que le trae a estas páginas, también me era un desconocido. Pero me ha resultado mucho más interesante que su predecesor en la selección.

            Ya hablando del relato, Sueños está subjetivado por Eva, una víctima de su novio -Karl- y de la verdadera amante de éste, María. Los dos maquinan para que Eva parezca la asesina de un crimen que no ha cometido. Ajusticiada por ello, su cerebro le es implantado al monstruo de esta ocasión y bajo su nueva forma -que le repugna a ella misma- se dispone a cumplir su venganza. Esta variación del mito me ha resultado una de las propuestas más interesantes de todo el libro.

            Con un pie de imprenta fechado en 1991, El mito de Frankenstein también puede leerse como una antología de la mejor ciencia ficción estadounidense a comienzos de los años 90. En aquella coyuntura, Philip José Farmer ya era uno de los grandes cultivadores del género. Distinguido con el Hugo al mejor autor revelación en 1953. Este mismo galardón -uno de los más preciados de la fantaciencia- en 1968, en su modalidad de novela corta, recayó en Riders of the Purple Wage, uno de los textos que Farmer publicó en aquel año. Ya consagrado en el género, A vuestros cuerpos dispersos mereció el Hugo a la mejor novela -sin limitación de páginas- en el 72.

En cierto sentido, Mal se mi bien, el cuento de Farmer aquí incluido, es una variación del tema de Sueños, además de un título tomado de El Paraíso perdido (1667) de John Milton. Aquí también se cambia uno de los paradigmas. En este caso, el monstruo es un antiguo profesor del barón. Ello da pie al autor a reinterpretar toda la historia de la abominación, pero bajo otro punto de vista. Considerando que una de las especialidades de Farmer es insertar en nuevas peripecias a personajes tan conocidos de otros títulos y autores -el Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne, 1872), el Tarzán de Edgar Rice Burroughs o la Dorothy Gale de El maravilloso mago de Oz (1900), la novela infantil de Lyman Frank Baum, que no la cinta basada en ella, dirigida por Victor Fleming en 1939-, nadie mejor que Philip José Farmer para estas nuevas interpretaciones del mito ajenas al canon.

Un escrito de Habeas Corpus es una pieza original de la californiana Chelsea Quinn Yarbro. Se trata de la segunda de las mujeres incluidas en la selección. Y, ni que decir tiene, una autora tan notable y digna como el resto de sus compañeros de ambos sexos. Está concebida a modo de confesión del propio doctor Frankenstein, después de muchos años cautivo. Se trata, pues, de un escrito en el que, el decano de los doctores locos, intenta justificar su actividad en busca del favor de quienes han de evaluar su puesta en libertad, quienes, al cabo, no son otros que los lectores del cuento.

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He creído entender que Benjamin M. Schultz -a quien, con anterioridad a la lectura de la narración que le trae a estas páginas, desconocía por completo- compagina los libros de creación con los de divulgación sobre nuevas formas de negocio. El estado contra Adam Smith, su relato, en cierto sentido, se asemeja a Un escrito de Habeas Corpus: los dos se nos presentan bajo la forma de textos dirigidos a un jurado que, en el fondo, como ya digo, somos nosotros como lectores de ambas narraciones.

Y si formalmente Schultz cae en un procedimiento que acabamos de ver, argumentalmente hace algo muy parecido. Estamos en el año 92 del siglo XX. Aquí el monstruo es un supuesto hijo de Mary Shelley, Adam; su crimen, la brutal violación de la mujer de Frankenstein y el asesinato de toda su familia. Aunque la bestia es nueva, estamos ante el sempiterno rencor de la abominación hacía el hombre que, usurpando su puesto al sumo hacedor, creó en él vida. Y, luego, cuando su hijo ya esta condenado a vivir entre quienes le temen -o respetan en el mejor de los casos-, atemorizado ante su obra, decide no dar vida a esa compañera que el monstruo le pide encarecidamente. Decididamente, el tema de la chica, con sus respectivas variaciones, es toda una constante en la selección. Como también lo es en la novela, aunque el cine solo lo haya recogido en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935).

Chui Chai de un tal S. P. Somtow es el relato que más me ha interesado de los aquí traídos. Tailandés de origen, aunque su lengua materna sea el inglés, Somtow nos lleva a Bangkok mediante el viaje de un alto ejecutivo de una empresa estadounidense, Mike Russell, quien debe ir a la ciudad para atender unos asuntos del negocio. Siempre que vuelve a la capital tailandesa -como parece ser costumbre en una buena parte de los occidentales que arriban a ella- se da a todos los vicios que -según dicen- se ofertan en Patpong -el barrio de los placeres, que “huele a orín y jazmín”- a los visitantes. En esta ocasión, un responsable local de la firma le recomienda muy encarecidamente que vea a una tal Keo bailar la danza a la que alude el título. Se le asegura que es algo así como ser Adán en el momento en que Eva le tentó con la manzana.

En efecto, cuando Keo se le entrega, resulta ser una suerte de diosa del amor que conoce las posturas más fantásticas para la cópula. De vuelta a Estados Unidos sigue recordando los placeres que aquella extraña meretriz le procuró. Russell ni siquiera parece darle importancia a que Keo le contagiase el SIDA en su fabuloso encuentro. El recuerdo de aquella cópula se convierte en una obsesión.

Finalmente, pasados unos años, Mike Russell vuelve a Bangkok dispuesto a buscarla. Naturalmente, no queda nadie ni nada. Incluso le es difícil dar con el tugurio donde Keo bailaba. La ciudad sigue siendo algo así como la Babilonia del Sudeste Asiático -si Somtow no hubiera sido tailandés se le hubiera acusado de racista o algo por el estilo por el retrato que hace de Bangkok-, pero, de cuanto Russell conociera en su visita anterior, no queda nada. Hasta el burdel ha cambiado. No obstante, encuentra a otra prostituta que tiene cierto parecido con Keo, al igual que un tipo que trabaja en un McDonald’s. Investigando a raíz de estas coincidencias, da con el repugnante laboratorio de la doctora Stone, una descendiente de Frankenstein que se dedica a hacer “puzles de personas” uniendo fragmentos de distintos cadáveres -prostitutas y “chicos de la calle” que “estaban muriéndose”-, y se ríe “con la risa de los científicos locos”, Somtow conoce perfectamente el mito que está reinterpretando.

Finalmente, Russell besa una boca como la de Keo, pero, al levantar la sábana que lo cubre, donde debería estar el cuerpo solo haya cables. Cuando comienza a sonar una música, las partes de los diferentes cuerpos que irán a conformar a la nueva Keo comienzan a bailarla de un modo fabuloso. Tanto es así que Russell queda tan fascinado que, ya al final de la narración, cuando el estadounidense aguarda la muerte a consecuencia de su SIDA, su única esperanza es la de que su cuerpo sea donado a la doctora Stone para que, debidamente descuartizado, sus distintos miembros pasen a integran la amalgama de nuevos monstruos como aquel que le contagió la enfermedad que le está terminando de llevar al hoyo tan contento.

 

Más conocido como autor de novelas policiacas -el detective Amos Walker protagoniza una de sus series más conocidas-, Loren D. Estleman cultiva con mayor asiduidad la novela western que la ciencia ficción y Yo, el monstruo, su aportación a la selección, no le acredita como alguien especialmente brillante en un género que le es ajeno. La historia, como tantas de las aquí leídas, pues la huida al helado norte es otra de las constantes en la revisión del mito. En esta ocasión, tras romperse el hilo a su paso, el moderno Prometeo acaba en nuestros días -en la contemporaneidad de la escritura del relato- luchando contra unos perros en un espectáculo.

(continúa en la entrada del 25 de julio de 2024)

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Javier Memba Mon, 08 Jul 2024 02:30:00 +0100
El mito de Frankenstein (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12304/el-mito-de-frankenstein-i/             Uno de mis mayores descubrimientos de este último invierno ha sido The Lure (2015), una espléndida realización de Agnieszka Smoczynska sobre la experiencia de dos sirenas de los años 80, que, antes de cruzar el Atlántico -en la idea de ir nadando hasta América-, recalan en un puerto de Polonia, del mar Báltico es de suponer. Buena cinta donde las haya, me ha hecho volver a descubrirme ante la majestad del cine polaco, a la vez que me ha llevado a empezar a darle vueltas a lo distorsionada que está la figura de la sirena, ese ser mitológico, mitad mujer hermosa, mitad pez, en el cine en general.

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Otro tanto me ha ocurrido con Zombi Child (2019), de Bertrand Bonello, junto con Léos Carax y Oliver Assayas, mi favorito de aquellos nuevos barbaros del cine galo de principios de siglo, que el crítico de la revista neoyorquina Artforum fue a calificar como “nuevo extremismo francés”. Bonello, ante quien ya me descubrí con el entusiasmo debido tras el visionado de Casa de tolerancia (2011), su magistral retrato de un burdel decimonónico, recupera en Zombi Child la auténtica maldición de estos muertos vivientes, que no es el exterminio de los vivos -para su conversión a las legiones de “caminantes”, que se les llama en algunas producciones- como nos los presenta, por lo común, el cine actual. No señor, en su origen, la desdicha de los zombis era trabajar como autómatas esclavos, quienes, si comían carne, rompían el hechizo que les esclavizaba por una pendencia con quien les había embrujado.

Así se nos presentaban estos infelices en La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), la primera película que los retrató; así nos los muestra John Gilling en La maldición de los zombies (1966), la última que nos los presentó como esclavos antes de que Georges A. Romero cambiase el paradigma en La noche de los muertos vivientes (1968), para convertirles en autómatas de la antropofagia.

Y así, como trabajadores cautivos de un miserable, vuelve a retratarlos Bonello en su Zombi Child, lo que, además, se antoja mucho más apropiado teniendo en cuenta la tradición esclavista de Haití, lugar de origen de los zombis. Dejemos por el momento a los hombres sin alma en ese derrotero que los ha llevado a la casquería, buscando repugnar a un espectador al que ya no consiguen asustar. Es más, recuerdo esas pilas de caminantes, subiéndose unos encima de otros, de Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013) en unas secuencias que se me antojan de risa antes que inquietantes.

La figura de la sirena está mucho menos clara. De entrada, hay algo perverso en que su belleza no pueda ser poseída por el mero hecho de que, al tener cola de pez de cintura para abajo, carezcan del órgano sexual femenino. En la Odisea, también son seres malvados, cuyo canto evitan Ulises y su tripulación. Pero el cine, principalmente, las ha presentado como seres favorables a los hombres, casi tanto como las hadas a los niños buenos, aquellos que no mienten, quieren a sus padres y todo eso. Recordemos majaderías como 1, 2, 3… Splash (Ron Howard, 1983) o La sirenita (Ron Clements y John Musker, 1989).

Pero no siempre ha sido así. Mora (Linda Lawson), la sirena de Marea nocturna (Curtis Harrington, 1961), consciente de lo fatal que puede ser para él, evita el amor del marinero Johnny Drake (Dennis Hopper). Mora podría situarse entre las sirenas buenas. No es el caso de la Lorelai (Helga Liné) de Las garras de Lorelai (1973), en la que Amando de Ossorio alude a la perversa sirena que, según la mitología germana, aguarda en una roca del Rin a los incautos que se dejan seducir por ella. Tanto o más perversa se me antoja la sirena (Valeriia Karaman) de El faro (Robert Eggers, 2019).

El origen del mito de estas criaturas se remonta a la antigüedad clásica y, parece ser, que, a menudo, se confunde con el de las nereidas, que únicamente son las sirenas del Mediterráneo, y, éstas sí, son favorables a los marineros. Tal fue el caso de Jasón y los argonautas en su navegación hacía la Cólquide en busca del vellocino de oro.

Ya habrá tiempo para desarrollar estas ideas, por el momento, a lo que voy es a cómo, esta paulatina, aunque inexorable alteración de los mitos del cine de miedo y fantástico, me ha hecho volver a la terna rectora de la narrativa de terror, tanto fílmica como literaria.

Hará ahora veinticinco años, en el fin de siglo, me interesé por la fantasía épica y seguí con sumo agrado el catálogo de Timun Mas. Allí, en efecto, estaban todos, supongo que los clásicos de este género que tuvo en Tolkien a su heraldo. Allí, en el catálogo de Timun Mas, encontré a los acólitos del hombre que imaginó la Tierra Media y las Tierras Imperecederas: David Eddings, Guy Gavriel Kay, Margaret Weis y Tracy Hickman… Dicen que una generación posterior de estos primeros cultivadores de la fantasía épica, fue la integrada por autores como el célebre Georges R. R. Martin, o Christopher y Robert Hobb. Esta segunda tanda ya se dio a conocer a partir del año 96. A mí ya me son desconocidos. Ése, el 96 fue el año que me hice con una espléndida colección de fantasía épica de los precursores merced a la iniciativa de Timun Mas.

Con todo, las que más me atrajeron de todas las publicaciones de esta editorial barcelonesa, cuyo catálogo, hace ya un cuarto de siglo, seguí con avidez, fueron tres antologías de relatos dedicados respectivamente al licántropo, el vampiro y la abominación de Frankenstein. Es decir, los tres miembros de la terna aludida anteriormente. El mito de Frankenstein se tituló la antología dedicada al moderno Prometeo.

Molesto por esa variante espuria seguida por las sirenas y los zombis, he buscado la comunión con los mitos clásicos del miedo en el volumen dedicado a Frankenstein, veinticinco años después de que la lectura de El mito del hombre lobo me procurase tanto placer. Lo que sigue son los comentarios acerca del texto que he ido escribiendo mientras me adentraba en sus páginas.

Señala Isaac Asimov en la introducción que “lo importante en Frankenstein es que se trata del primer cuento en el que la vida se crea sin intervención divina”. Afirmación que, para venir de esa luminaria de la ciencia ficción de su tiempo que fue Asimov, no me ha parecido especialmente ilustre. Me ha suscitado más interés la aseveración de que fue merced a la película de James Whale de 1931, cuando la infame creación del barón cobró la dimensión que tiene ahora -o tuvo hasta que los endemoniados les desplazaron- en el imaginario del miedo. Partiendo de ahí, señala las diferencias entre el original de la gran Mary Shelley y esa adaptación fílmica que, pese a no ser la primera -ésa había sido un cortometraje de J. Searle Dawley, fechado en 1910- fue la que elevó al moderno Prometeo a ese lugar que ocupa junto al vampiro y al licántropo en el panteón de las abominaciones. Una de las primeras diferencias que nos señala Asimov es que, en el filme, al futuro monstruo se le coloca el cerebro de un criminal. Algo que en la novela no sucede y que, “de haberse suprimido en la película no habría causado el menor trasfondo a la historia”.

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Katherine Dunn fue una periodista y autora singular -a menudo escribía sobre boxeo- que conoció su mayor éxito como novelista en Geek Love (1989). Casi carne, la pieza presentada en esta selección, versa sobre una mujer, Thelma, una prestigiosa profesional. Fea y odiada por sus empleados, para saciar sus apetitos sexuales recurre a unos autómatas, casi humanos, cuyos cuerpos parecen casi de carne. Tiene uno en casa y, cuando viaja, compra en el hotel los servicios del que le apetece. Hablamos de una práctica habitual en el mundo en que nuestra protagonista vive. Y seguro que cuando los androides sean casi humanos, su utilización como amantes por parte de los verdaderos humanos sin pareja sexual, será uno de los principales usos de estas máquinas.

A Thelma la cosa le funciona hasta que un modelo, que ha dejado olvidado al hacerse con otros superiores, la mata por algo muy parecido a los celos humanos. Así las cosas, Dunn, en su revisión del monstruo clásico, también alude a un debate tan de nuestro tiempo como el abierto entre la inteligencia biológica y la artificial.

Brian Aldiss fue uno de los autores más celebrados de la ciencia ficción de la segunda mitad del pasado siglo. Yo mismo he tenido ya oportunidad de comentar en esta bitácora mi lectura de Drácula desencadenado (1991). Aquí está incluido con El verano casi había concluido, una narración ambientada en nuestros días. El moderno Prometeo se nos presenta en un pico de los Alpes donde ha visto pasar los siglos. El monstruo creado por Frankenstein nos habla de Elsebeth -a través de una aparente montañera que parece haberle encontrado casualmente- como si fuera su compañera.

Pero Elsebeth no es más que un cadáver. Si acaso, chirría un poco que el nacido de varios muertos nos hable como si fuera un tipo inteligente, incluso cita a Rousseau. Pero, al cabo, resulta ser una bestia cuando intenta penetrar a Vicky -la aparente montañera que, en realidad es una policía, el señuelo de una operación puesta en marcha para atrapar al monstruo.

Con todo, cuando finalmente la bestia es capturada, Vicky deja entrever, mediante una observación a sus compañeros, cierta pena por la aberración. El de la nostalgia por la compañera que el barón no quiso darle será un tema recurrente en varios de los relatos aquí reunidos.

Otra de esas constantes, de esos temas recurrentes, es la experiencia del monstruo en el glaciar, al que lo manda la gran Mary, donde el cine -a excepción de La resurrección de Frankenstein (Roger Corman, 1990) y Frankenstein de Mary Shelley (Kenneth Branagh, 1994)- raramente le ha retratado.

Michael Bishop, en La criatura en la litera, también vuelve sobre el anhelo de compañera del monstruo y sobre su destino en el glaciar donde lo deja en el original la gran Mary. En este caso, una tormenta eléctrica despertó, en algún momento de nuestro tiempo, a la abominación -que aquí responde al nombre de Vivian Biemperdido- de su sueño secular entre las nieves. Tras el periplo correspondiente, ha acabado empleado como vigilante nocturno en unas oficinas estadounidenses. Naturalmente, dadas sus deformidades, es un tipo lleno de complejos. De hecho, tiene dicho empleo porque le permite sustraerse a las miradas del personal.

Narrado por el doctor Zylstra, el psicoanalista de Vivian, en un momento de la terapia, el facultativo -que no cree que su paciente pueda ser un producto de “la fantasía gótica de Mary Shelley”, como le asegura Biemperdido- estima conveniente que prosiga el tratamiento una colega suya. Nada mejor que estar frente a una mujer, que le trata con la misma deferencia que trataría a cualquier persona -aunque Vivian sólo sea un conglomerado de cadáveres-, para que el paciente empiece a superar sus obsesiones. Y tanto es así que Vivian Biemperdido se enamora de su doctora. La quiere hasta el punto de que, cuando ella le anuncia que se va a casar, el monstruo, que nunca ha dejado de latir en él, despierta y está a punto de matar a la doctora que lo psicoanaliza. Las desgracias, ese descrédito y esa ruina profesional, desde los que Zylstra nos narra la historia, caen entonces sobre el doctor por haber creído en la posible redención de la abominación.

Siempre recordado por su Matadero cinco (1969), todo un clásico de la ciencia ficción más pacifista, Kurt Vonnegut fue otro de los autores más consagrados del género en el siglo XX. Fortaleza, la pieza que le trae a estas páginas es una visión de ese mad doctor, de esos científicos locos y blasfemos de los que Frankenstein, por haber querido imitar a Dios en la creación de la vida, es el decano.

Vonnegut, en un texto en verdad ocurrente -aunque no porque esté escrito a modo de guion, procedimiento que, empero, me ha gustado por primera vez-, nos presenta a un descendiente del Frankenstein de la gran Mary, quien, además, responde al mismo apellido. Tampoco ha cambiado mucho su profesión. Bien es verdad que no junta muertos para recrear la vida. El oficio de este Frankenstein es mantener con vida a la viuda de un hombre inmensamente rico. Tanto como para la que fuera su mujer siga aferrándose a este mundo mediante innumerables sondas y una carísima medicalización. De hecho, la viuda no es más que una cabeza, a la que se mantiene lúcida mediante un complejo entramado de “vías” y cables. Cuando ella quiere morir, su Frankenstein se mata a sí mismo, luego de pincharse con las mismas vías, para convertirse en compañero de la viuda en la eternidad.

 

Extraña historia de amor esta que nos presenta Vonnegut. Extraña e inquietante, pero a la vez, prueba incontestable de que, el mito de Frankenstein, toca tan de cerca a la ciencia ficción como al terror.

(Continúa en el asiento siguiente)

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Javier Memba Tue, 25 Jun 2024 02:00:00 +0100