Archivado en: Peter, Pennac, Como una novela, Mal de escuela
En 1994 escribí una crítica dórica de un libro de Pennac. Eran sólo cuatro líneas de interlineado sencillo. No me avergonzaba, en ese telegrama yo creía haber concentrado la esencia del libro, lo que podía decirse de él, citaba: autor, género, novedad del contenido, estilo... Todo redondeado con un juicio valorativo, esto es: decía si el libro era bueno o malo al pie de las características precedentes.
Levanté la cabeza. Casi todos mis compañeros habían terminado el texto de la primera práctica, recogían sus bártulos y la práctica de la impresora común. Afortunadamente, un compañero me mostró cómo se movían los márgenes en la pantalla. ¡Qué momento! (Imagino el pasmo del pueblo de Israel con Charlton Heston Moisés abriendo las aguas del Mar Rojo con su cayado, algo así). Primero el izquierdo, después del derecho. Tiqui taca. Ya estaba. Y la letra más grande, tamaño 12. Ya tenía una crítica con formato de columna y doce líneas. La firma abajo, otra línea, trece. Además, a mi columna le precedía el título original de la crítica y una especie de capitel con la ficha técnica del libro. Quedé más que satisfecho y se la entregué al profesor.
Era la primera práctica de la materia de escritura periodística del último curso de Ciencias de la Información. El profesor, Peter, decidió que no puntuaría la primera práctica (tampoco mi obra arquitectónica), a cambio nos regaló unos comentarios al pie de cada texto. Sus letras me decían:
"La próxima vez estírate un poco más, hombre".
Me estiré para la segunda práctica. Llegué temprano a la sala de ordenadores y escribí. Al estirar la escritura, como mantenía el formato de la anterior, la columna tenía un aspecto ahilado y saltaba de página. Así que moví de nuevo los márgenes. Ahora el texto, otra crítica, ocupaba el tercio central de la superficie de la página. No había salvación arquitectónica. Pero, gracias al ordenador, tenía una autenticidad que yo no veía en mi papel de borrador con anotaciones, tachones y flechas. Peter apareció a mi espalda y me preguntó.
-¿Primero las escribes en papel y luego las pasas a ordenador?
-Sí.
Quizá él apreció mi método esforzado; pero, ahora que yo estoy del otro lado de la orilla (soy profesor), sospecho que lo que apreció de verdad era ese "sí" sin defensa ni ataque.
Terminó la asignatura y Peter, que era director de una revista, trató de convencerme durante dos años para que escribiera mi primera crítica literaria profesional. Al final renunció a razones, me dijo: "Toma (un libro), escribe una crítica de una página".
Yo sólo podía responder sí. Y hubo que recortarla un poco para que entrara en el espacio asignado de la revista.
Un mes después, volvió a hacerlo: "Toma, escribe una crítica de esta novela".
Y yo volví a escribir.
Recuerdo que, cuando me entregó el tercer libro, me dijo: "Ten cuidado con los títulos graciosos".
Se refería a títulos chocantes, provocadores. Por eso nunca escribo un título gracioso para una crítica literaria periodística. Me acuerdo de Peter y sigo con mi éxodo lector y crítico.
Toda esta historia era para homenajear a mi maestro y para hablar de algo muy valioso en la lectura y en la escritura (y en la enseñanza, y el aprendizaje de la lectura y de la escritura): la confianza. La subrayo: confianza. Pero se abren demasiados caminos para seguir hoy. Así que cito los dos libros de Pennac:
El criticado en cuatro líneas: Como una novela.
El que acabo de leer: Mal de escuela.
Publicado el 23 de enero de 2009 a las 19:00.