Aunque durante estos días vivimos el Carnaval en el que la máscara adquiere una especial importancia ya que es uno de los elementos esenciales de la peculiar fiesta, ésta no tiene un plazo determinado, es más, yo diría que es algo constante a lo largo de nuestra vida.
Vivimos en una sociedad en la que resulta difícil el poder conocer y llegar a confiar plenamente en alguien y es que junto a los ropajes, visibles a los ojos de la gente, que pueda llevar cada persona con el paso de los años para tapar su cuerpo o disfrazarse en días como los que vivimos de aquel que anhelamos ser, a la persona se la van añadiendo máscaras invisibles, que hacen que se muestre de una u otra forma en distintos momentos o circunstancias de la vida.
Por eso, en estas fechas, a las mentiras que habitualmente estamos acostumbrados a oír hay que añadir las propias y puntuales de las fiestas de Carnaval, en las que nos divertimos mintiendo, fingiendo, simulando e interpretando con el pretexto de hacer el honor a Don Carnal. Porque sentir, manipular la verdad u ocultarla, es ya una práctica tan antigua como la vida misma y constituye un fenómeno inherente al hecho de vivir.
Todos mentimos, quien más y quien menos, algunos con maldad y otros porque no les queda más remedio. A otras como yo, sin embargo, nos cuesta muchísimo mentir, pero esa sinceridad tan difícil de encontrar en este mundo, la mayoría de las veces sin entenderlo y sin saber el porqué, se vuelve en contra tuya como un bumerán. Con lo cual vas aprendiendo y empiezas a comprender que si todo el mundo lo hace tu también debes hacerlo.
Y es que la vida misma a veces se nos antoja una gran mentira, de ahí que en ocasiones se diga que la realidad supera a la ficción. Pero las mentiras en esta fiesta constituyen esta manera de mentir. Las otras mentiras, las que practicamos a diario desde el egoísmo, la ambición y la rivalidad, no hacen si no amargarnos a todos un poco la existencia. Justo lo contrario de lo que pretende el Carnaval.
Publicado el 23 de febrero de 2009 a las 10:30.
