El insolidario - Blog de Javier Memba http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/ Thu, 23 Jan 2025 15:35:37 +0100 FeedCreator 1.7.2 Que la tierra le sea leve a David Lynch, el alucinado apacible http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12317/que-la-tierra-le-sea-leve-a-david-lynch-el-alucinado-apacible/ (publicado originalmente en Zenda Libros el 9 de julio de 2023)

Ya lo señaló en su momento Isabella Rossellini al ser preguntada por su colaboración con David Lynch: “Considero que sus filmes son mucho más oscuros que su carácter”. Pero, para cuantos admiramos a este gran cineasta, era tan sugerente, a la par que estimulante, intentar descubrir el misterio de sus extrañísimas secuencias que no quisimos convencernos de que, la musa de este gran cineasta, no mentía cuando afirmaba no haber “conocido nunca a nadie con un carácter tan radiante y sereno como él”.

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Ciertamente cuesta imaginar en alguien tan afable como nos lo pintan sus colaboradores más cercanos al creador de Twin Peaks (1989-1990), la serie que puso en marcha esa nueva narrativa televisiva cuya impronta aún irradia a lo mejor del streaming actual. Fue grato esperar durante esos 25 años el regreso de Laura Palmer (Sheryl Lee). Ella misma lo anunció al final de la segunda temporada de Twin Peaks (1990-1991), cuando volvió fugazmente de la muerte para entrar en un sueño del agente Dale B. Cooper (Kyle MacLachlan) y fijar para ese plazo su retorno. Fue, naturalmente, en la habitación roja, “un lugar sin contexto, una secuencia en un limbo, sin nada antes ni después”, comentaría Michel J. Anderson -intérprete de El enano bailarín- puesto a recordar la explicación que le dio David Lynch el día que le pidió referencias para interpretar a aquel “hombre de otro lugar”. Además de él, fueron testigos el turbador decorado del sofá y las cortinas rojas. Allí todo era del mismo color. Sin embargo, la filmografía de David Lynch empezó con un cromatismo diferente: ese blanco y negro que entonces -mediados los años 70- aún suponía una implicación en el argumento.

Paradigma del Síndrome de Proteus -una enfermedad congénita causante de un crecimiento excesivo de la piel, un desarrollo anormal de los huesos y una tumoración que puede llegar a alcanzar el cincuenta por ciento del cuerpo- Joseph Merrick fue un hombre tremendamente desdichado. Sin poder andar apenas por la deformidad de sus piernas, intentó en vano desempeñar otros empleos. Corría 1821 cuando en una operación, a la que fue sometido en un hospital benéfico de Leicester -la ciudad inglesa que le vio nacer en 1862-, le extirparon quinientos gramos de tejido del rostro. Fue en vano. Abocado de forma inexorable a uno de esos espectáculos ambulantes de fenómenos, que desde La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) tanto cine y literatura de miedo han inspirado, fue el mismo Merrick quien acabó por ofrecerse a un promotor de estas miserias. Sam Torr era su nombre y con él recorrió toda Inglaterra exhibiendo sus desdichas.

Cautivado por David Lynch desde que asistió a un pase privado de Cabeza borradora (1977), cabe suponer que Mel Brooks, vista La chica del radiador, la mujer de los sueños de Henry Spencer en aquellas extrañísimas -empero magnéticas- secuencias, detectó en su colega cierta simpatía por las personas con alguna malformación física, por los fenómenos de feria. En base a ese supuesto apego, que para nosotros es mera curiosidad, simple atracción sin filantropía alguna, confió a David Lynch la dirección de El hombre elefante (1980).

Lo que ya cuesta más imaginar es que esta última cinta estuviese nominada a ocho premios Oscar. Naturalmente no obtuvo ninguno: su asunto era demasiado escabroso para un Hollywood tan ávido de normalidad y sentimientos fáciles que ese mismo año 80 concedería la más preciada de sus estatuillas -el Oscar a la Mejor Película- a Kramer contra Kramer, de Robert Benton. Sin embargo, fue bastante para que David Lynch, el más onírico de los cineastas del fin de siglo, entrase en la cartelera comercial. Aunque bien visto, El hombre elefante es una cinta tan realista como pueda serlo Una historia verdadera (1999).

Más insólito aún, parece ahora, cuatro décadas con creces después de El hombre elefante, que Lynch -un verdadero alucinado aunque el único exceso que se le conoce es su desmesurada afición al café- permaneciese en esa cartelera comercial, de la que tanto desconfiamos, hasta convertirse en todo uno de los más singulares realizadores del neo noir. Y, merced a ese nuevo relato criminal, que tanto gusta a tantos espectadores, subvertir el género para convertirlo a su extraña fantasía en filmes como Terciopelo azul (1986), Corazón salvaje (1990) o Carretera perdida (1997).

Un trozo de terciopelo azul será lo que muerdan Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) y Frank Booth (Dennis Hopper) cuando se entregan a sus perversiones sexuales. Sin embargo, fue la canción -el gran éxito de Bobby Vinton de 1963-, la primera que acudió a la mente de Lynch puesto a alumbrar un misterio en una ciudad tranquila. Después llegó la oreja, como puerta de entrada al otro mundo. Por último, se sucedieron cuatro versiones de un guion antes de que Dino De Laurentiis, en contra de lo esperado por el realizador habida cuenta de que su relación con el productor había quedado tocada tras el fracaso de Dune (1984).

Nacido en Montana en 1946, la infancia de David Lynch transcurrió en confortables casas de barrios acomodados, con fuertes de juguete en la parte trasera para deleite de los niños, y vallas blancas que delimitaban el jardín, siempre verde. Calles arboladas, por las que avanzaba el lechero; cielos azules, surcados por el vuelo de algún avión. Y cerezos. Lo que se supone es la clase media americana”, ha recordado el propio cineasta -. “Pero en ese mundo idílico, hay veces que el cerezo rezuma una resina entre negra y amarilla, alrededor de la cual se agrupan millones de hormigas rojas. Entonces descubrí que, si se miran de cerca los paraísos, siempre hay hormigas rojas. Haber crecido en un mundo perfecto me ha hecho ver muchos contrastes”.

Adolescente aún, en 1965, durante un viaje de ampliación de estudios a Europa, en una vista a Salzburgo Oskar Kokoschka (1886-1990). Poeta además de pintor, cabe situar a este artista austriaco en la estela del músico Gustav Mahler, el pintor Gustav Klimt y el neurólogo Sigmund Freud. Conociendo la filmografía de nuestro cineasta, casi podría asegurarse que la obra que más le atrajo de Kokoschka fue La novia del viento, un óleo de 1913 donde el austriaco se autorretrata junto a Alma Mahler, unas de las mujeres más atractivas e inteligentes de su tiempo. Al igual que la de Michelangelo Antonioni, la primera vocación de Lynch fue la pintura. De hecho, sus primeros cortometrajes, pueden considerarse films de arte. Esa misma clasificación nos valdría para Cabeza borradora. Aunque esta fue la primera cinta de Lynch que salió de las capillitas donde se celebra el arte contemporáneo para ser distribuida en el circuito de la versión original.

La trama de Sailor y Lula, título original de la novela de Barry Gifford en la que se basa Corazón salvaje, es una historia de amor que bien puede adscribirse a ese subgénero de parejas fugitivas que ha dado algunas de las cintas más conmovedoras de toda la historia del cine negro. Valgan como ejemplo títulos de la altura de Los amantes de la noche (Nicholas Ray, 1948), El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950) o Bonnie & Clyde (Arthur Penn,1967).

Entre las múltiples dispersiones que han alejado a nuestro realizador de la gran pantalla desde Inland Empire (2006) destaca un periplo internacional, en el que estuvo inmerso varios años, para dar a conocer las virtudes de la meditación trascendental. El cineasta ha recordado que abre con regularidad esta “puerta, al disfrute sin límites de la paz, el amor y la energía” desde 1973. Ahora bien, fue en 2005 cuando la verdadera “iluminación” le fue dada merced a un curso seguido en Holanda con el gurú Maharishi Mahesh Yogi -el mismo que descubrió a The Beatles estas maravillas-, previo pago de un millón de dólares, se dijo en su momento.

David Lynch es -fue, cumple ya apuntar- un hombre de paz, el cineasta más onírico de la posmodernidad que, sin que nadie sepa muy bien porque, ha seducido al gran público desde la cartelera comercial.

 

 

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Javier Memba Thu, 16 Jan 2025 22:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Eva Lyberten http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12316/que-la-tierra-le-sea-leve-a-eva-lyberten/             (Publicado originalmente en Zenda Libros el 26 de julio de 2024)

            Lo que diferenciaba a Eva Lyberten de aquellas actrices del destape, que se veían obligadas a desnudarse por “exigencias del guión”, era que ella -como la inolvidable Marisa Berenson, que se expresaba en términos muy parecidos- estaba convencida de que mostrar su cuerpo sin tapujos, suponía una lucha por la libertad. Si es que siguen vivos, todavía estarán de acuerdo con Eva quienes, educados en que el sexo era pecado y el onanismo, una causa muy común de la ceguera, al descubrir las intimidades de la joven en la sala de un cine o en las páginas de una revista, comprobaron que, por el contrario a lo advertido por quienes lo prohibían todo, los encantos de Eva Lyberten agudizaban la vista. De ahí que podamos calificarla como una heroína de la revolución sexual de los años 70, que en España, tras la desaparición de la censura (1977), tuvo en el cine y en la prensa dos de sus principales plataformas.

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Antes de llegar a protagonizar algunos de los clásicos de aquella pantalla erótica -La caliente niña Julieta (Ignacio F. Iquino, 1981), Las alumnas de Madame Olga (José Ramón Larraz, 1981)-, la joven actriz ya se había dado a conocer en algunas cintas referenciales del cine quinqui. Así, fue la Ceci de Perros callejeros (José Antonio de la Loma, 1977) y la Elisa de ¿Y ahora qué, señor fiscal? (Ignacio F. Iquino, 1977).

Pero Eva Lyberten fue, sobre todo, una chica bohemia y de los años 70. Conoció Francia en el 74, adolescente aún. Llegó al país vecino sola, con 300 pesetas y la idea de recorrer Europa en autostop. Hacer esas cosas en aquella España, donde lo que no estaba prohibido era obligatorio y los reprimidos iban a Perpiñán a ver El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), implicaba todo un carácter. ¡Qué libres y que valientes eran aquellas chicas de los 70! Por más que arreciase el patriarcado, se escapaban de casa de sus padres para irse a Nepal o al corazón de Ketama.

La Ibiza de Eva Lyberten debió de ser la del concierto de Bob Marley en la plaza de toros. Es decir la del verano de 1978. En aquel año, no solo fue una de las chicas que se destapaban en la revista Interviú; en la Pitiusa mayor, también se casó fugazmente con uno de sus reporteros más celebrados, Luis Cantero. Su actividad como heroína de la revolución sexual debió de comenzar a remitir entonces y en la misma medida que descubría la fotografía y la pintura.

De regreso a Barcelona, la ciudad que la vio nacer en 1958, protagonizó otro de los hitos eróticos de la Transición, el espectáculo Crazy Horse, del que fue una de sus vedettes. Aunque la libertad sexual es infinitamente más importante que la libertad política -como nos demuestra la actividad de esos partidos, que en nuestros días hacen de la reivindicación de ciertas sexualidades uno de sus primeros objetivos- lo cierto fue que, a comienzos de los años 80, cuando los antiguos reprimidos se fueron liberando, la producción del cine “S”, que había empezado a clasificarse, fue remitiendo. Nuestra actriz decidió entonces dejarlo.

Instalada en Madrid, su filmografía cambió radicalmente. Yo la recuerdo en un cortometraje de César Solana de 1982: Irma y yo deseamos morir. Se trataba de un fotomontaje producido por Cinema del Callejón, toda una referencia en el cine independiente español de los años 80. La conocí en casa del realizador televisivo Mamerto López-Tapia, con quien colaboró en un proyecto largamente acariciado: Picasso, ocho historias de amor (1982). Aunque ya tenía cierta experiencia como actriz, quería dejar atrás el destape y siempre se mostraba bien dispuesta con los nuevos realizadores, los aún aprendices de cineastas. Yo no llegaba a tanto, pero accedió gentilmente a que le hiciera unas fotos, junto a Felipe Vélez, contra un muro de la calle de Andrés Mellado. De joven me gustaba hacer fotos a las chicas tanto como ahora escribir sobre ellas. Algunas se daban cuenta y se mostraban afectadas. No fue el caso de Eva Lyberten, quien, al cabo, pese a haber posado para algunos de los fotógrafos más celebrados de la Transición, resultó ser una excelente persona.

Nunca más volví a verla. Pero me consta que durante algunos años integró la bohemia de mi ciudad mientras se ponía a las órdenes de Fernando Trueba en Sal Gorda (1984) o de Jorge Grau en Muñecas de trapo, también del 84.

Después el tiempo pasó y todos nos hicimos más viejos. Ya en este infausto siglo volví a verla, junto a su hija, en una foto del cartel de no sé qué edición de Photoespaña.

 

Vivió en México unos años, hasta que los responsables de Una, el espectáculo que protagonizó en 2020 en un teatro de Montjuich, una reflexión sobre su actividad en la Transición, fueron allí a buscarla. 

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Javier Memba Sun, 29 Dec 2024 02:30:00 +0100
Los relatos de Dino Buzzati (III) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12315/los-relatos-de-dino-buzzati-iii/ (Viene del asiento anterior)

            Dada la gran cantidad de piezas que reúne, Historias del atardecer puede y debe entenderse como un libro de artículos periodísticos antes que como una selección de cuentos. Ni siquiera el gran Guy de Maupassant, uno de mis cuentistas favoritos -ya reseñado en esta bitácora en anteriores ocasiones- autor de aliento especialmente dado al cuento, reúne tantos en un solo volumen como Buzzati. Los del italiano son cuentos sin más ficción que un somero apunte para aludir a la actualidad pues, al cabo, se trata de textos periodísticos para leer, con más detenimiento que los artículos de información general, en el Corriere della Sera, que por ser un vespertino, ya cabe imaginarle una lectura más pausada, al llegar a casa después del trabajo -el Corriere…se ponía a la venta a las nueve de la noche-, que a los matutinos, leídos al comienzo del día, con todas las actividades cotidianas por hacer. Sin olvidar que, desde 1903, este rotativo milanés venía publicando por entregas -desconozco si lo seguirá haciendo- una novela mensual. Supongo que Pier Paolo Pasolini, Italo Calvino u Oriana Fallaci, entre otros notables colaboradores del Corriere… también escribieron para aquellas páginas algo semejante a lo que, hace ahora cincuenta y ocho años, la entrañable Colección Reno presentó a los lectores españoles bajo el título de Historias del atardecer.

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Historias que pueden entenderse como ilustraciones de un tema de actualidad. Probablemente, la pugna entre ricos y pobres lo ha estado desde que surgió el movimiento obrero en las postrimerías de la Inglaterra dieciochesca. En El huevo, Buzzati alude a la lucha de clases, tan en boga en los años 60, merced a una asistenta por horas, Gilda Soso, que viste a su hija con sus mejores galas para que la muchacha, Antonella, pueda participar en un juego de pequeñas burguesitas, el huevo en cuestión. Cuando, por una incidencia de la partida, Antonella acaba peleándose con otra muchacha, se descubre la impostura de la madre y se monta un verdadero escándalo.

Eso es lo que hay cuando, por un prodigio semejante a aquel en que los pobres ascienden a los cielos en Milagro en Milán (1951), la más floja de las cintas neorrealistas de Vittorio De Sica, cuyo espíritu parece inspirar la historia de Buzzati, apenas deciden llevarse a Gilda a la comisaría, comienzan a morirse todos aquellos a los que ella les desea el deceso.

Finalmente, Gilda consigue refugiarse en su casa. Rodeada allí por tanques, es requerida para deponer su actitud por el secretario de la ONU. Toda una exaltación de esa idea, extendidísima, de la bondad infinita de los pobres. Antonella no quiere más que un huevo como el del juego. Para satisfacerla, llegan dos camiones cargados de huevos, pero a la niña le basta con el más pequeño, como el que tenía cuando todo se desató. Si Buzzati no fuera el autor de El desierto de los tártaros, El huevo sería una ridiculez.

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El golf era uno de esos deportes que, en los años 60, comenzaron a practicar las elites, a imitación de las que dirigían el mundo anglosajón, modelo de la época. Más exclusivo aún que el tenis, que en aquellos años aún estaba por democratizar, dudo que en la actualidad se haya democratizado, aunque lo practiquen notables izquierdistas, incluso miembros del gabinete socialista que gobierna la España de nuestro infausto tiempo para desgracia de Madrid.

El protagonista del Hoyo décimo octavo es uno de esos nuevos ricos que, es de suponer, juega al golf por lo que ello significa. Y en ello está cuando empiezan a rodearle las moscas a la vez que se siente mal y acaba convirtiéndose en un sapo. El buen rollo de Buzzati, leído casi sesenta años después de la redacción de los textos, llega a ser tan simplón como cargante. Máxime si consideramos la obra maestra de este autor.

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Aunque la magia, el retrato de los prodigios, siempre es simplón, en La chaqueta embrujada el nivel sube bastante. Se trata, al cabo, de una americana en cuyos bolsillos aparece dinero, nunca mejor dicho, por arte de magia. El protagonista se hace con tan fabulosa prenda en una sastrería que le recomienda un conocido. Al entrar en el establecimiento, el sastre ya se muestra sumamente solícito con él.

Ya poseedor de la fabulosa americana, le basta con desear una cosa para encontrar en uno de los bolsillos de la prenda el dinero preciso para su adquisición.

Otra de las cuestiones que me resultan muy de la época es la forma en que Buzzati habla de la belleza de las mujeres, entonces todo un símbolo del poder, compañeras de los ricos y los triunfadores en estas páginas. Algo, también, muy de los años 60. Pero de los anuncios publicitarios de colonia, donde el éxito siempre se asociaba a las mujeres fabulosas.

Finalmente, volviendo a la americana, el milanés que la viste -casi todos los protagonistas de estas páginas son milaneses-, comienza a tener cierto cargo de conciencia por ser tan rico sin haber hecho nada para merecerlo, salvo seguir el consejo de un desconocido de visitar una sastrería. Es entonces cuando he comprendido que La chaqueta embrujada es una interesante variación del pacto diabólico y, ya digo, una de las mejores piezas de la selección, a la altura del talento del autor de El desierto…

Nuestro protagonista comienza a intentar regalar la prenda a alguien. Pero, por un prodigio semejante a aquel, merced al cual le fue obsequiada -el sastre insistió en que se la llevase, que ya le pagaría otro día- nuestro hombre vuelve a escuchar la voz de aquel extraño personaje advirtiéndole de que ya es demasiado tarde para desprenderse de la americana. Finalmente lo consigue en un lugar recóndito. Al punto, descubre que ha perdido todo cuanto la chaqueta le dio.

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Y si El huevo me recuerda Milagro en Milán, El perro vacío me ha hecho evocar una cinta de mucha más enjundia del Vittorio De Sica más neorrealista: Umberto D (1952), el jubilado interpretado por Carlo Battisti, quien, tras dedicar toda su vida a la función pública, ya viudo, sin ilusión alguna por vivir, está a punto de suicidarse cuando, viendo lo solo y asustado que se va a quedar su perrito sin él, decide no matarse para seguir cuidando de su pequeño compañero.

 

La protagonista de El perro vacío es una mujer a la que solo le queda el animal. Fue un regalo de él, de su antiguo amante. El animal tiene cataratas, las clásicas cataratas de los perros y la historia sucede un día de Navidad se trata por tanto de un cuento de Navidad que bien pudiera ser al estilo de Un recuerdo navideño, el conmovedor relato publicado por Truman Capote en un número de Mademoiselle en 1956. La comparación no es baladí puesto que el gran Capote era todo un paradigma del periodismo mientras Buzzati publicaba estas piezas. Pero, sinceramente, aquí apunta maneras pero poco más. Aunque acaba por conseguir llevar al perro a la consulta de un oculista para personas, que accede a atender al perro, un bulldog al que llama Gulb. Finalmente, ella acaba por comprender que el perro no va a servirle de bálsamo a su antiguo amor.

(Continuará)

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Javier Memba Fri, 20 Dec 2024 00:15:00 +0100
Los relatos de Dino Buzzati (II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12314/los-relatos-de-dino-buzzati-ii/  

(Viene del asiento del catorce de octubre)

El curso de los días, la pátina del tiempo, otorga a las obras un valor testimonial que incluso puede redimirlas de la condenación en base a otras consideraciones. Verbigracia, esas fotos malas -y no digamos canciones- que, con los años se convierten en auténticos documentos del tiempo en el que fueron tomadas como meras instantáneas, sin pretensión estética alguna. Adquieren así un valor del que carecían desde una perspectiva artística.

Algo de eso -un documento de los años 60- es el valor que encuentro en estas historias vespertinas de Buzzati. Desde las recomendaciones, que se llamaba entonces a lo que hoy decimos “tráfico de influencias”, hasta la forma en que referían a las mujeres aquellos señores que, después de propasarse con ellas en cualquier barra americana, las llamaban “señorita” y les preguntaban con fingido interés si las habían molestado. Buzzati, si no era uno de aquellos señores, que hablaban del “elemento femenino”, al menos lo conocía bien.

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Inútil seguir comparando estas Historias del atardecer con El desierto de los tártaros. Las Historias no son otra cosa que una colección de relatos escritos para la prensa. Esto quiere decir -sin que ello suponga menoscabo alguno para la que ha sido mi profesión durante los últimos cuarenta y muchos años y espero que lo siga siendo los que me queden por vivir- que fueron escritos con una premura que no obró en El desierto…, la obra maestra de su autor. Siendo El Corriere della Sera, rotativo en el que Buzzati desarrolló la mayor parte de su actividad periodística, un vespertino, uno de los más antiguos de Italia, eso explica hasta el título de la selección: las historias aquí reunidas llegaban al lector con El Corriere…, al atardecer.

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            ¿Y si? es más interesante que esa historia de la humildad del papa, yendo a confesarse toda la vida con el mismo cura rural, referida en el relato anterior. Lo que aquí se nos cuenta es una hipótesis, mínimamente desarrollada, sobre lo qué hubiera podido ser la vida de un notable si se hubiera detenido a conocer a una chica, “estudiante de la bohemia de vanguardia”, dotada con uno de esos tipos que logran hacer “una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia” (pág. 40). Una desconocida que atrajo al notable en el único instante que sus vidas se cruzaron ocasionalmente. Aunque solo en líneas generales, pero hay algo en la hipótesis que aquí se plantea -si en lugar de medrar en la vida burguesa el notable se hubiera dedicado a la bohemia- que me ha recordado La vida en un hilo (1945), la inolvidable cinta del gran Edgar Neville.

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            Muy confidencial al señor director es uno de los relatos más significativos de los aquí reunidos. En primera persona y con su propio nombre, Buzzati nos habla de un tipo que, supuesta y discretamente, se le presenta para ofrecerle sus narraciones y cuantos textos sean menester, cediéndoselos para que los firme él, es decir, Buzzati. El único interés de este colaborador anónimo es el dinero.

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Muy mediatizado por la Guerra Fría y el pacifismo de la época, El arma secreta, que da título a la pieza homónima, no es otra que un gas. Cuando actúa, en lo que debiera haber sido el fin del mundo, convierte a los rusos en capitalistas y a los estadounidenses en comunistas. Una simpleza sobresaliente.

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Un amor turbio es el sentimiento que inspira una casa al protagonista de la pieza, magnetizado por la construcción desde que la ve en una calle por la que pasa, como hubiera podido ver cualquier otra. Sin embargo, cree que con ésta, la que le inspira, es mutua la atracción existente. Más aún, cree que, en cierto sentido, la casa interactúa con él. De modo que decide comprarla.

Ya en su nueva residencia, la obsesión por el inmueble comienza a crearle un problema conyugal. Tanto es así que a la mujer de nuestro protagonista, apenas le afecta que su domicilio acabe envuelto en llamas. Dicen que debió de ser un cortocircuito. Pero el lector sabe que le ha prendido fuego el propietario.

Teniendo en cuenta lo mal vista que estaba la ambición desmedida en aquellos años, seguro que hay una moraleja acerca de ella en estas páginas. Ahora bien, a mí, sinceramente, se me escapa. No así ciertas concomitancias con Casa tomada, el célebre relato de Julio Cortázar publicado originalmente, en 1946, por Borges en el número once de Los anales de Buenos Aires, revista que entonces tenía a su cargo.

El cuento de Cortázar es toda una metáfora sobre cómo la comodidad de lo cotidiano se ve destruida por una presencia extraña. Lo leí en el año 87 y me dejó frío. Debo de ser el único mortal al que no le gusta Julio Cortázar. Algún día explicaré el por qué. A Buzzati sí parecía gustarle. El autor de Rayuela (1963) -mero artificio- tuvo mucho calado en la Italia de los años 60 -recuérdese que Antonioni adaptó en Blow Up (1966) Las babas del Diablo (1959)- y me atreveré a asegurar que Buzzati había leído Casa tomada y que aquella lectura influenció Un amor turbio.

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Pobre niño es un relato mucho más inteligente. Nos habla de un pequeño enfermizo, moreno entre los rubios, con el que nunca quieren jugar los otros chiquillos. Ni a la guerra ni a nada. Finalmente se nos descubre que el niño es Hitler porque alguien llama a su madre “señora Hitler”. Este detalle, esta forma de revelarnos quien es el mocoso, me ha parecido de lo mejor de la selección. Aunque ambientado en la infancia del genocida del Reich que iba a durar mil años, ésta tan bien es una pieza muy representativa del costumbrismo de los años 60, cuando los niños aún jugábamos a ser soldados. Nada que ver con el sentir de nuestro infausto tiempo, cuyas lideresas han decidido que la hombría en sí misma es fascismo y se tiende a afeminar a los niños desde la infancia, poniéndolos a jugar a las casitas.

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El incordio es un sujeto que busca esas recomendaciones, ese tráfico de influencias, aludido anteriormente, en despachos donde no se le conoce. Se presenta en ellos evocando a un amigo común, a quien tampoco conoce nadie, aunque el tipo lo hace con tanta convicción que tampoco hay nadie que se atreva a negarlo. Una vez construido el embuste, el Incordio asegura estar sufriendo una terrible desgracia -una enfermedad de la mujer, un accidente de tráfico- y acaba dando un sablazo a quien le cree.

La cuenta versa sobre un escritor que, tras recibir un premio, comienza a preguntarse sobre la legitimidad de su materia literaria, sobre ese sufrimiento ajeno del que obtiene la belleza de sus versos. Estamos, pues, ante una reflexión sobre la legitimidad de la gloria. Todas estas cuestiones son otro tema recurrente en Buzzati y otra prueba de que el escritor era un hombre piadoso…

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Ese buen rollo, a la usanza de la burguesía católica de los años 60, no impidió a nuestro autor, a la vez, experimentar esa fascinación por la riqueza tan frecuente en los impíos: tal es el caso de Week-End.

Más que un anglicismo, en el español hablado de los años 60, Week-End era un sintagma referido al nuevo concepto del fin de semana de aquella época, al que también aludió el gran Godard en su Week-End (1967), su última cinta antes de abandonar el cine comercial a raíz de los acontecimientos de mayo del 68. En su Week-End Buzzati nos habla de un lugar donde van a pasar los fines de semana las familias milanesas propietarias de las grandes empresas del sector automovilístico.

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En El secreto del escritor se nos cuenta de un autor que decide renunciar al éxito para no ser envidiado por sus amigos. Demasiado ingenuo par nuestros días en los que, por mucho que el amor a los pobres y a su bondad infinita permanezca incólume desde que yo recuerdo, a quien se venera es a aquel que fue capaz de alzarse “sobre los pobres y mezquinos que no han sabido descollar”. Tal vez alguien debería de haberle recordado al Buzzati periodista, el de El desierto de los tártaros era otra cosa, aquello que sostiene Ludwig Wittgenstein: “La ética no se dice, se muestra”.

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Historias del atardecer, que da título al libro, es un conjunto de párrafos impresionistas en que se da noticia del regreso a casa de los industriales de Turín en sus potentes coches, con sus bellas secretarias. Hablan del cierre de sus negocios.

Uno de ellos, repentinamente, lo deja todo para observar, con una entrega absoluta, el nido de una corneja.

Otro de esos párrafos, referidos cada uno a uno de esos industriales que vuelven a casa el 16 de octubre de 1964, recuerda cómo, con la edad, el protagonista de esas líneas ha ido reduciendo sus logros en el descenso, esquiando, del Plateau Rosa. Más que al glacial que se extiende en los Alpes, entre Italia y Suiza, aquí debe referírsenos alguna ladera del monte Cervino, una de las maravillas de la cordillera. De este industrial, que también es un esquiador que empieza ver reducida su capacidad para el deporte, extraigo una de las frases que más me han llamado la atención: “oscilo entre la resignada comprobación de que, al menos simbólicamente, mi turno ha terminado, y la confianza en el largo mañana, la ilusión, la esperanza, ¡la terrible esperanza!” (pág. 96).

Particularmente, en estas líneas reproducidas en el párrafo anterior, creo entender una metáfora de la existencia a los 40 años, cuando las fuerzas empiezan a verse disminuidas, aunque aún se tienen, y ya se ha llegado tan lejos como se va a llegar. Edad a la que seguir albergando esperanzas puede ser peligroso porque ni hay, ni va a haber, más cera que la que arde.

Lo que sí que tengo claro es que esa monomanía de Buzzati de asociar la belleza femenina a la riqueza, al prestigio social, al poder, algo tan cierto desde siempre como su exaltación en los autores de entonces, le valdría a este colaborador de El Corriere la cancelación en nuestros días.

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Los años en que Buzzati escribía sus relatos eran los años del conflicto generacional. No en vano, el rock estaba poniendo en marcha la mayor sedición juvenil que ha conocido la sociedad occidental. A ese debate, a esa contestación de la juventud desconocida anteriormente e irrepetible desde entonces, alude Cazadores de viejos. La ruptura entre hijos y padres -y entre padres e hijos pues aquellos progenitores, autoritarios hasta llegar a ser capaces de echar de casa a sus hijos eran muy frecuentes en aquellos días. Buzzati, escribiendo para ese medio de centro derecha que es El corriere… toma partido de un modo inequívoco por los padres.

Cazadores de viejos es una pequeña distopía que, de entrada, viene a ratificarme que un par de apuntes bastan para crear un escenario futuro y errado a consecuencia de ciertas prácticas sociales, políticas o tecnológicas.

Roberto Saggini, el protagonista de Cazadores de viejos, es el administrador de una pequeña papelería -¡las librerías papelerías de los 60!- de cuarenta y seis años. Al detener su espléndido deportivo para ir a comprar tabaco -ese culto a los coches también es muy de la época- no se percata de que, a esas horas de la madrugada los jóvenes se dedican a cazar viejos para matarlos a palos, como Alex y sus drugos en sus noches de ultraviolencia en La naranja mecánica, la novela de Anthony Burgess del 62 que perfectamente pudo leer, y dejarse influenciar por ella.

En fin, el caso es que, cuando Saggini repara en que, siendo como es un cuarentón con creces puede costarle la vida estar en la calle a esas horas de la madrugada, ya es tarde: un grupo de jóvenes a la caza del viejo le ha visto. Falto de tiempo para correr hasta el coche, grita a la mujer que huya del lugar con el automóvil. Ella se va y, mientras el lector se queda sin descubrir si la acompañante era un lío o una compañera de trabajo, el administrador empieza a correr, entre las sombras de la noche, para salvar la vida.

En ello está cuando descubre que uno de sus perseguidores es su propio hijo. Cuando el joven Saggini se da cuenta de que está persiguiendo a su propio padre siente el natural reparo. Mas a sus perseguidores no les hace falta insistir mucho para que el ya inminente parricida supere esas reticencias y corra tras su progenitor para matarle a palos.

(Continuará)

 

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Javier Memba Thu, 21 Nov 2024 23:45:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Quincy Jones http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12313/que-la-tierra-le-sea-leve-a-quincy-jones/ Los grandes nombres de la música del cine de los años 60 –Henri Mancini, Burt Bacharach, Alex North- proceden del jazz. Pero apenas dejan entrever sus orígenes cuando escriben para la gran pantalla. El verdadero artífice de la incorporación del jazz al score cinematográfico en estos años es Quincy Jones.

            Nacido en Chicago en 1933, tras formarse junto a Clark Terry, esa precocidad inherente a los compositores llevó al joven Jones a integrar como trompetista, con tan solo 14 años, la orquesta de Lionel Hampton. Ya en 1957 desempeñaría el mismo empleo, además del de arreglista, en la de Dizzy Gillespie. Tras esa experiencia parisina canónica en el músico de jazz, que a Quincy Jones se le va ocupado como director artístico de Barclay Records, regresa a Estados Unidos a comienzos de los años 60 y es nombrado vicepresidente de Mercury Records.

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Aunque el Oscar siempre le será negado, en 1963 gana su primer Grammy por los arreglos de I Can’t Stop Loving You, de Don Gibson, interpretada por la orquesta de Count Basie. Arreglista igualmente de Sarah Vaughan, incluso llegará a dirigir la orquesta de Frank Sinatra en L.A. is My Lady (1984), que también producirá y del que, el pasado mes de agosto, se cumplieron cuarenta años.

(Acuso el óbito de Quincy Jones volviendo a escuchar una vez más -tras años de no hacerlo- L.A. is My Lady, aquel último gran álbum de Sinatra -pieza fundamental de la playlist de mi juventud- y The Quintessence, long play que Jones grabó con su orquesta en el 67. El saxofonista en aquella ocasión no fue otro que Oliver Nelson, quien en los años siguientes, hasta su prematura muerte en 1975, también haría historia en la banda sonora de la pequeña pantalla).

            No es el Grammy, sino su aplauso obtenido en la televisión, lo que le lleva al cine. Corre 1965 cuando Sidney Lumet, con quien ya ha trabajado en la pequeña pantalla, le confía la banda sonora de El prestamista. Sin abandonar nunca la televisión y su variada actividad en la industria discográfica, en 1967 Norman Jewison encarga a Jones la banda sonora de En el calor de la noche, un thriller ambientado en el profundo sur estadounidense, la tierra del Ku Klux Klan y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939). Dicho de otra manera, un thriller localizado en un lugar donde aún está presente el racismo más violento, una de las cuestiones que se debaten más ardientemente en la sociedad estadounidense durante la encrucijada de los años 60.

            En aquella década, la banda sonora ya ha empezado a perder la gravedad de la música sinfónica europea, siendo capaz hasta de incluir canciones que en algún momento de la proyección acompañan su tema principal. La de En el calor de la noche estará interpretada por Ray Charles. La pieza, en buena medida, contribuirá al lanzamiento internacional del vocalista.

            Ese mismo año 67, Jones, que tiene una capacidad especial para sintetizar el jazz con las formaciones orquestales, será nominado al Oscar correspondiente por la banda sonora de otra película: A sangre fría, de Richard Brooks. Por supuesto, no lo gana. Lo que no puede negarle nadie es el honor de ser –junto al argentino Lalo Schfrin- el compositor que acaba por normalizar el jazz en la banda sonora de Hollywood.

 

Que la tierra le sea leve a Quincy Jones.

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Javier Memba Mon, 04 Nov 2024 23:00:00 +0100
Dos esperanzas de la edad senil (y II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12312/dos-esperanzas-de-la-edad-senil-y-ii/  

 

(viene del asiento del 20 de septiembre)

            Esa línea, tendente al círculo, presta a ir cerrándose sobre sí misma, que se me antoja la vida ante esas concomitancias que registro entre la ancianidad y la infancia, tiene otro de sus jalones en la cartelera cinematográfica. El cine visto en una sala siempre ha sido mi primera ventana al universo. Más, incluso que la televisión, que, con anterioridad al streaming, para mí siempre fue esa “pequeña pantalla”, que se la llamaba en mis edades pretéritas. O esa “caja tonta”, que ya la denominaba Enrique Jardiel Poncela antes de sus primeras emisiones en España*.

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El cine, la literatura, la fotografía, el rock & roll y por extensión una buena parte de la música estadounidense del pasado siglo; la bande desinée -es decir, el cómic franco-belga-, especialmente la escuela de Bruselas y la de Marcinelle… Esos son mis verdaderos intereses, el resto del mundo, empezando por los abominables deportes -a los que me acerqué superficialmente en la adolescencia, por seguir a la murga, antes de descubrir mi verdadera personalidad-, no me interesa. Cualquier cosa que tuviera visos de ser mínimamente popular o mayoritaria –“antes muerto que gregario”, ese es mi lema-, dejó de ser asunto mío. Desde que me reafirmé en mi personalidad, desdeñando todas las influencias externas, la pequeña pantalla, para mí no fue más que un sucedáneo de la grande, donde se emitían películas en miniatura.

El cine y los informativos al hacerme la comida. Eso fue cuanto vi la antigua caja tonta con anterioridad a la llegada de la ITV, esto es, la televisión interactiva. De un tiempo a esta parte, la cosa es bien distinta. Desde que puedo interactuar con “el bicho”, que lo llamaba Carlos Boyero cuando escribía en El Mundo¸ y ver esos espléndidos documentales sobre cineastas, que nos ofrecen las distintas plataformas, a esas horas intempestivas en las que discurre mi vida -en recuerdo de mis años noctámbulos y etílicos procuro dormir de día, como cuando tenía resaca-, la televisión, esa nueva televisión, me ha ganado como el resto de las nuevas tecnologías.

Ahora bien, eso no ha sido óbice, para que haya dejado de ver películas a oscuras, en la primera fila y en salas de proyección, como es debido. Ni cuando el video -y por ende el DVD-, ni cuando las plataformas digitales. Desde que vi mis primeras dos películas -Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y ¡Hatari!  (Howard Hawks, 1962)-, en el desaparecido cine San Bernardo, en la calle homónima, en el remotísimo año 63 -o acaso fuera el 64- nunca he dejado de ver películas con regularidad en salas. Tanto ha sido así que mi primera nostalgia fue la de las proyecciones perdidas. Me explico:

Mi itinerario, mi educación como soñador del cine, que llamó a esta vocación nuestra el crítico estadounidense -tiempos ha afincado en Francia- Noël Burch, podría ser como la del Salvatore -incorporado, respectivamente en su infancia, adolescencia y juventud, por Salvatore Cascio, Marco Leonardi y Jacques Perrin- de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988). Pero esa frase hecha del “amor al cine”, que tan gratuitamente y tan a menudo se aplica a quien solo es un mero espectador, más o menos afanoso, se queda corta -y es muy cursi- para definir esa entrega absoluta, esa necesidad imperante de ver películas que experimento: un apetito quimérico por insaciable. Y, desde luego, tampoco me sirven sensiblerías como esa de Tornatore de dejar ciego al proyeccionista encarnado por Philippe Noiret, Alfredo se llama el personaje.

Se dice que los humanos, junto con las hienas, somos los únicos seres que nos reímos. Seguramente. Pero hay una certeza aún mayor: las personas somos los únicos animales -racionales, pero animales al cabo- conscientes del verdadero drama de la existencia: su fugacidad. Todos vamos a perderlo todo, ésa es una condición ineludible de la vida: se acaba sin remisión. Todo puede inspirarnos nostalgia porque todo va a desaparecer.

Una de mis primeras nostalgias fue la que sucedía a la fugacidad de las proyecciones cinematográficas. Cuando acabó aquel primer programa doble, visto hace sesenta y uno o sesenta y dos años, la sentí por primera vez. “¿Dónde va tanta dicha?” me pregunté en una de mis primeras desolaciones. ¿A dónde ese placer que experimenté en la secuencia final de Tres lanceros bengalíes, cuando, muerto en combate el teniente Alan McGregor (Gary Cooper), como es costumbre en su regimiento, condecoran a su caballo?... ¿A dónde aquel primer éxtasis mío ante la belleza de Elsa Martinelli, toda una mujer que entonces me pareció una chica, sin olvidar a Michèle Girardon? ...

Quise aprehender ese trasunto de la realidad, merced a esos veinticuatro fotogramas por segundo en que discurría la proyección y la persistencia de la retina. Ése fue el punto de partida de mi itinerario, de mi educación como soñador del cine. Muy probablemente, el Salvatore, alias Toto, de Tornatore -alter ego sin duda del cineasta- sintió algo muy parecido. Pero Tornatore/Salvatore nos lo cuenta mediante un sentimentalismo tan fácil que acaba por desvirtuar a la auténtica cinefilia. Es como la emoción que embarga a aquellos que están hablando en público -especialmente los siempre infaustos políticos- que de pronto, empiezan a llorar. “Se rompen”, dicen, además, los necios que lo comentan. Me quedo con el laconismo, con la impasibilidad del ademán.

Ya convertido el cine en la maravilla de los sábados, frecuenté la sesión continua desde las cinco de la tarde, que veía en las salas del Paseo de Extremadura, entre las de otros muchos rincones del amado Madrid; al igual que las otras, casi palacios, de los estrenos de la Gran Vía. Y en todas ellas, al acabar la proyección, sentí esa nostalgia: nunca habría de volver a ver los filmes en cuestión. Esa nostalgia por la cartelera perdida fue el pilar sobre el que pivotó mi educación como soñador del cine, mi cinefilia.

A comienzos de los años 80, con aquella primera posibilidad de grabar y atesorar películas que nos brindó el video, la cosa cambió, esa nostalgia fue a paliarse. Pero también fue entonces, y a raíz de las nuevas posibilidades ofrecidas por el video, cuando las salas de proyección, el cine a la antigua usanza, comenzaron a declinar. Sin ir más lejos, los programas dobles en sesión continua, que tantos placeres me había procurado en mi infancia, desaparecieron. Creo que fue entonces cuando empecé a darle vueltas a la cartelera perdida, aunque los artículos que reúno bajo dicha etiqueta se remonten a julio del año 19. Desde luego es de entonces, de los primeros años 80, cuando escribí -y publiqué- mis primeros textos sobre cine.

Ya cinéfilo, frecuenté durante cuarenta años la Filmoteca. En los últimos disfruté de un carné, merced a mi dedicación al estudio del cine, que me permitía el acceso gratuito. Eso, y alguna que otra subvención a mis libros sobre la gran pantalla, es cuanto me ha dado la cultura oficial. Dejé de ir a la Filmo cuando resultó que había visto todas las películas que programaban que hubieran podido ser de mi interés. Aún así, sigo viendo cintas gratis -una o dos a la semana-, a oscuras y en salas de proyección, gentileza de sus distribuidores o de los gabinetes de comunicación que contratan, en los pases de prensa a los que me invitan, uno o dos a la semana.

Pero esa sensación de la línea que traza un círculo, que empieza a cerrarse a medida que avanzo en la decrepitud, esa segunda esperanza de la edad senil -la primera es la tarjeta + 65 que me ha facilitado el Consorcio de Transportes Madrileño- la experimento merced a otra prebenda ministerial. Es ese cine de los martes a 2 euros que, hasta nuevo aviso, se ha dispuesto para nosotros los ancianos.

Procuro beneficiarme de todos los descuentos de la edad senil y no son pocos. Pero ese del cine me toca de un modo especial. De entrada, me ayuda a paliar ese apetito insaciable, esa necesidad imperante de ver películas. Viví los comienzos de mi itinerario -repito una vez más-, la prehistoria de mi cinefilia, en los grandes formatos de pantalla: el 70 mm., el Cinerama, los diversos scope… De modo que esa posibilidad de pasar veladas enteras viendo películas, que ahora me ofrece mi tesoro bibliográfico, me sabe a poco en mi actual televisión, que, al cabo, es como una de las pantallas de entonces, de los comienzos de mi itinerario, en Súper 8 o 16 mm. De hecho, desde que los martes puedo ver una película en una sala de proyecciones, a oscuras y en la primera fila por dos euros, voy todos. Y eso de ir al cine en función de la edad, como cuando sólo podía entrar en los programas tolerados a menores, me devuelve a esa concepción de la vida como una línea, que traza un círculo, tendente a cerrarse sobre sí misma: la impericia de la infancia es igual a la torpeza de la decrepitud.



* Es de suponer que presenció alguna emisión extranjera ya que Jardiel murió en el Madrid de 1952 y, como es harto sabido, las primeras emisiones españolas datan de 1956. Más concretamente, del 28 de octubre de aquel año. Si bien, no es menos cierto que, en 1948 se hicieron algunas emisiones de prueba cuyo fracaso fue tan estrepitoso que, si nuestro dramaturgo asistió a alguna o supo de ellas, bien pudieron hacerle llamar caja tonta al nuevo invento.

 

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Javier Memba Thu, 24 Oct 2024 20:30:00 +0100
Los relatos de Dino Buzzati (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12311/los-relatos-de-dino-buzzati-i/             A menudo, al pasar por el 105 de la calle de Illescas, me acuerdo de mi amigo Julián, Postigo creo recordar que se apellidaba. Durante cuarenta y tantos años, hasta que se jubiló, atendió el quiosco que hubo allí. La primera revista que le compré fue un número de Popular 1 de la primavera del 75. Era de Canarias y, ese mismo verano, en mi primera visita a Tenerife, me lo encontré paseando por el Puerto de la Cruz. A partir de entonces nació nuestra amistad. Si era invierno, se quejaba del frío que pasaba por las mañanas, al abrir el templete; si verano, del calor cuando el Sol comenzaba a caer a plomo sobre el barrio. Siempre me dejó abrir las publicaciones para cerciorarme de que aparecían mis artículos y eso que, de no ser el caso, no las compraba. Como lo que leo influencia lo que escribo, a no ser que tenga que hacerlo por algo concreto, no acostumbro a leer a mis contemporáneos: no quiero estar influenciado por ninguno de ellos. Me gustaría estarlo por Charles Baudelaire. De modo que, si mi artículo, por “a” o por “b” no salía, el resto de la publicación no tenía ningún interés para mí.

Hace casi treinta años que escribí sobre mi amigo Julián por primera vez. Hoy vuelvo a hacerlo, no por ese recuerdo, inevitable al pasar por el lugar donde estuvo su quiosco y reparar en el hueco que ha dejado: nadie ocupó su puesto, arramblaron con su pequeño pabellón cuando él se fue. Hoy recuerdo a mi amigo Julián merced a la lectura que me ocupa en estos días, unos relatos de Dino Buzzati, una compra que, en efecto, sí le hice.

            Ya al final de su actividad -prolongada hasta el primer semestre de 2014, si no recuerdo mal-, entre la prensa periódica y diaria que comercializaba, comenzó a saldar algunos ejemplares de esas queridísimas ediciones de los años 60 de la Colección Reno, de la Editorial Plaza & Janés. Títulos entrañables donde los haya -en aquellas páginas leí a Sven Hassel, a Arthur C. Clarke, a James Hilton y algún otro de mis primeros autores-, al verlos a precios irrisorios -dos € o poco más- me hice con Invitación a la ciencia (1965) de Isaac Asimov, Risa en la oscuridad (1938) de Vladimir Nabokov y estas Historias del atardecer (1966) de Dino Buzzati, que estos días me ocupan.

            Descubrí a Buzzati, con la misma fascinación que la mayoría de sus lectores, en El desierto de los tártaros (1940). Incluida en La Biblioteca de Borges, esplendida colección comercializada en los años 80 por Orbis, las aventuras del segundo teniente Giovanni Drogo, el oficial enviado a la fortaleza de Bastiani -un territorio mítico- a la espera de un enemigo que no acaba de llegar -de hecho no lo hace hasta que él ya pasa a la reserva-, me magnetizaron desde el primer momento. Calculé que con estas Historias del atardecer me habría de ocurrir algo semejante y no ha sido así.

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            El colombre, la pieza que abre la selección, versa sobre un tiburón mitológico, invento de Buzzati pues nada ni nadie da noticia de semejante escualo en ningún sitio. Puede que éste sea el mejor relato de los aquí reunidos y que por eso sea el primero. Stefano es hijo de un marino y amante del mar él mismo desde las primeras singladuras con su progenitor. Su padre precisamente es quien, cuando Stefano ve a un colombre, le asegura que éste le ha elegido su víctima, lo que supone una auténtica maldición: cuando un colombre se decide por alguien, no ceja en su empeño hasta acabar con el desdichado de su elección.

            Frente a otras, que son meras narraciones, esta primera es una de las piezas traídas a estas páginas que son auténticos cuentos. Más aún, se trata de una fantasía que no lo parece, con trazas de realidad. Es ahí, donde realidad y ficción se confunden, prevaleciendo aquella, donde yo cifro mi ideal del género. El colombre, además, se antoja en la estela de Moby Dick (1851) de Herman Melville, y, sobre todo, en la de El desierto de los tártaros. La advertencia de su padre sobre el escualo, determina toda la existencia de Stefano, como el ataque de los tártaros la de Drogo.

            En un principio, el elegido por la bestia marina, busca trabajo en tierra firme y alejada de la costa. Pero la fijación del colombre con él le magnetiza hasta el punto de hacerle volver al mar. Y allí, en el océano, ya próximo el último trance de nuestro protagonista, Stefano va al encuentro del colombre como Drogo, el segundo teniente, al de los tártaros. En el único prodigio de esta pieza, en la que la fantasía horada la realidad en su justa medida, resulta que la bestia es capaz de hablar y de lamentar que Stefano haya perdido toda su vida evitándole cuando la única intención del escualo era darle una piedra fabulosa que, en principio, le entrega.

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            Una de las cosas más gratuitas que he leído sobre Buzzati es esa afirmación que se hace, en el artículo que le dedica Wikipedia, acerca de que era ateo. Muy por el contrario, los textos aquí reunidos, publicados originalmente en el rotativo italiano Corriere della Sera -creo haber entendido que como lecturas dominicales- demuestran que Buzzati era un católico muy de la época en que vieron la luz por primera vez estas historias. Una época marcada por esa renovación de la Iglesia en base al Concilio Vaticano II -iniciado por Juan XXIII en 1962- y la encíclica Ecclesiam Suam -publicada por Pablo VI en 1964-.

Yo, que sí soy ateo -precisamente hablé con mi amigo Julián, del PSOE a la antigua usanza, de ateísmo-, eso sí, ateo tras haber sido educado en ese catolicismo moderno de los años 60, en los que fui el niño más feliz del mundo, reconozco la fe de los católicos de entonces desde lejos. Si bien, tampoco hace falta discurrir mucho ante un relato que se titula La Creación y versa sobre la creación del mundo. Naturalmente, toda esa teoría del Big Bang, aquí no aparece. Aquí se habla del Sublime -que se llama al sumo Hacedor- y las mas necias de sus criaturas: el hombre y la mujer. Una lectura que, una vez concluía resulta como esa versión de Down By te Riverside, ese tema inolvidable en la voz de Louis Armstrong, que, cuando yo iba a misa -dejé de hacerlo en los primeros años 70-, se versionaba en las iglesias a modo de un góspel que versaba sobre lo equivocado que está quien piensa en la grandeza del hombre cuando, según esa canción, la grandeza radica en Dios. Ya se sabe que a Dios le gusta el góspel y deja el jazz, los blues del Delta del Misisipi y el rock& roll al Diablo

            A mí, que no creo ni en uno ni en otro, y tampoco en la humanidad -que sería el equivalente en nuestros días a lo que Buzzati se refiere como “el hombre”-, La creación me parece un texto escrito por un católico militante.

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            La edición príncipe de estas Historias… data de 1966 y fue dada a la estampa por Mondadori. Mi edición, traducción de Domingo Pruna está fechada dos años después y es el número 277 de mi querida colección Reno. La lección de 1980, tercera narración, entra de lleno en ese nuevo entendimiento, en ese buen rollo imperante en los años 60. Aquella buena disposición no era otra cosa que el pacifismo que aconsejaba la Guerra Fría.

            En el 1980 que nos presenta Buzzati, las dos grandes potencias de 1966 -China aún dormía- ya han llegado a La Luna. Se disputan la propiedad de uno de sus cráteres: el Copérnico. En ello están cuando una extraña enfermedad comienza a matar a los hombres poderosos. Así las cosas, cuando la sociedad empieza a darse cuenta de la relación directa entre el poder y la enfermedad, la gente comienza a desprenderse de los cargos. El belicismo empieza a remitir en la misma medida que lo hace la autoridad.

            Se diría que, La lección de 1980 es anterior a esas piezas de inspiración católica precedentes en la organización de las Historias… Aquí, Buzzati se antoja casi ácrata, A destacar su fijación con de Gaulle, el único poderoso que se salva de la muerte, por el proverbial afán del general de no alinearse con ninguno de los bloques. Esto da pie al autor a referirse constantemente al francés, pero en un tono más sarcástico que halagüeño.

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            El general anónimo es un ejemplo meridiano del pacifismo, no hippie, de los años 60. En realidad, como vengo diciendo, todo el libro es un buen ejemplo de la edición y el buen rollo de aquella época. Se trata, al cabo, del hallazgo de la momia de un militar en el campo donde se libró una cruenta batalla y, a raíz de las condecoraciones que aún luce la guerrera, Buzzati especula.

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            El difunto erróneo tiene tantas concomitancias con La máscara de Ripley (1970), que me da que Patricia Highsmith, su autora, leyó a Buzzati: su novela es posterior a este relato. En fin, la de estas páginas que me ocupan es la historia de un artista que, cuando descubre indignado que la prensa ha publicado su obituario, advierte que su obra se revaloriza. De modo que decide hacer creer a todos que, en verdad, ha muerto y seguir produciendo lienzos.

            Lo malo es que su mujer comienza a coquetear con su mejor amigo, un tal Óscar. Y cuando Óscar acaba desplazándole en el corazón de su esposa, el artista se mete voluntariamente en el panteón de su familia, presto a esperar la muerte.

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            Humildad es otra de esas piezas que nos demuestran que Buzzati era católico, que no ateo, y ésta, además, de un modo irrevocable. Aquí se trata de un cura humilde, de una capilla humilde y olvidada que recibe a otro en confesión regularmente. Cuando, al final de sus días, nuestro párroco se decide a ir a Roma a visitar al papa, descubre que el pontífice no es otro que aquel cura al que estuvo confesando desde que los dos eran párrocos. Religiosos que, por lo demás, carecen de esa angustia -existencial y vocacional- del párroco de Ambricourt, el sacerdote que nos presenta Georges Bernanos en Diario de un cura rural (1936).

Ya digo, yo, que soy ateo, aunque no tengo ningún problema con el catolicismo en que me educaron, antes al contrario, en este Buzzati me cansa tanta fe, tanta beatería y tanta piedad.

 

 (sigue en el asiento del 22 de noviembre:#mce_temp_url#)

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Javier Memba Mon, 14 Oct 2024 20:15:00 +0100
Dos esperanzas de la edad senil (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12310/dos-esperanzas-de-la-edad-senil-i/             Desde el pasado once de agosto tengo sesenta y cinco años. Ahora sí, por un cómputo que atiende a cuestiones biológicas antes que a eufemismos o a paños calientes, física y administrativamente soy un anciano. Según el baremo más objetivo de las edades, con relación a esos ochenta y cuatro en que se cifra la esperanza de vida en España, se es joven hasta los treinta y cinco; adulto, durante los treinta años siguientes y anciano, a partir de esa edad en la que entré el once de agosto, que no es la tercera, sino la senectud. El principio del fin, hablando en plata.

De modo que yo, que desde los cincuenta y muchos otoños venía congratulándome de ser un viejo, ahora sí que lo soy en toda la extensión de la palabra. Y en mi ancianidad encuentro el mismo placer que en esa infancia que hizo de mí el niño más feliz del mundo o en esa juventud que viví tan apasionadamente. De hecho, no recuerdo un solo momento en toda mi vida que me haya sentido desgraciado. He volado bajo con frecuencia. Mientras bebía -y me daba a otros placeres-, me emborrachaba y remontaba el vuelo. Pero ahora, que también hace ya tanto tiempo de mi último ciego, si esta noche se me apareciese Mefistófeles dispuesto a comprarme el alma -como ya he escrito en esta misma bitácora, en anteriores asientos- no se la vendería por la juventud perdida. Por nada del mundo ni del inframundo cambiaría mi apacible ancianidad para volver a esa vehemencia con la que me encurdelaba hace veinte, treinta o cuarenta años. Por otra cosa, tal vez. Pero por la juventud perdida, en modo alguno.

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Sé que ya estoy camino al hoyo, pero eso no quiere decir nada. Una de las cosas más sabias que le he leído a Pedro Laín Entralgo -con quien llegué a coincidir en la inauguración de un curso en el verano del 96 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo- la descubrí en el prólogo a Los relatos más bellos del mundo, del que fue autor el académico. Venía a decir que cualquier anciano puede vivir un año más con las mismas que cualquier joven puede morir al día siguiente. Así que el tiempo apremia relativamente, muy relativamente. Todos los nacidos, sin distinción de edad, podemos morir en cualquier momento.

Eso sí, ya no me queda ni un minuto para las grandes esperanzas, para proyectos de vida, para nada que sea aguardado a largo plazo. Los baby boomers ya somos ancianos. Si alguien de nuestra cohorte demográfica espera algo a diez o quince años vista, se engaña. Perfectamente, La Parca puede truncar sus planes o la vida dejarle como deja a los ancianos aquejados por una patología terminal. Se es joven para morir hasta los cincuenta años. De los sesenta en adelante, el deceso ya no es nada extraordinario, por mucho que la esperanza de vida esté cifrada en los ochenta y cuatro.

Ante el panorama, que si bien no es nuevo ya es ineludible, procuro olvidar las ilusiones perdidas, como el resto de los deseos que pasaron sin cumplirse, regocijándome en pequeñas esperanzas, tan propias de la ancianidad como algunas enfermedades. La primera de esas ilusiones ha sido la tarjeta +65 que me ha facilitado el Consorcio de Transportes madrileño. Merced a dicho documento, puedo viajar gratuitamente en metro y autobús, todas las veces que quiera, en principio, hasta el fin de mis días.

Hay una inercia circular, como si la vida fuera una línea que tendiera a cerrarse sobre sí misma inexorablemente, en esas concomitancias que el final registra con el principio. Es sabido lo parecidos que los ancianos podemos llegar a ser a los niños: los movimientos torpes -ellos por bisoñez, nosotros por desfallecidos-… algunos caprichos, esas obsesiones, absurdas en otras edades… la vulnerabilidad de unos y otros ante el mundo adulto, sin duda la auténtica vida, la plenitud de la existencia...

En fin, en ese regreso a los orígenes, que tanto se me asemeja a esa teoría del buen artículo periodístico -referida a cómo éste, en el último párrafo, ha de volver a la idea apuntada en el principio-; en ese retorno al punto alfa cuando se acerca el omega, unido a esa potenciación de la memoria remota en detrimento de la inmediata, la más reciente -sigo olvidando lo qué iba a hacer cuando ya he empezado a hacerlo, mientras evoco con exactitud el cartel anunciador de El puente de Remagen (John Guillermin, 1969), en la cartelera cinematográfica de aquellos días, en la estación del metro de la plaza de España de aquel tiempo- me ha llevado al recuerdo de mis primeros viajes en los transportes públicos madrileños. Ya lo he contado varias veces en distintos textos, pero volveré a hacerlo una vez más. Para eso es uno de mis primeros y más dulces asientos en mi memoria:

Contaba seis años. Aún iba al colegio donde mi madre daba clases, al final de la avenida de la Reina Victoria. Al salir, ella seguía impartiendo sus lecciones, esta vez particulares, y había madres de alumnos a las que no les gustaba que me llevase con ella, a jugar con los hermanos pequeños de su joven pupilo. Otras de aquellas señoras de la avenida de la Reina Victoria estaban encantadas, bien es cierto. Guardo en la memoria a unas y otras con el mismo cariño: las que me recibían en su casa, celebrando cómo iba creciendo, y las que preferían no hacerlo. A estas últimas les debo haber empezado a viajar solo en el autobús y en el metro de mi amada ciudad con tan solo seis abriles. Aunque ahora pueda parecer una temeridad, no lo era en modo alguno.

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Hablamos del Madrid donde los niños aún jugaban en la calle. Allí donde había un bloque de viviendas, era una estampa cotidiana, lo más normal del mundo, verlos saltar a la pata coja, jugando al truque; o a las canicas en los descampados. De modo que no era nada extraordinario que yo cogiese solo el autobús 2, o el microbús 5. Uno y otro me llevaban por la calle de Guzmán el Bueno y la de Serrano Jover, que aún delimitaba el pequeño barrio de las Pozas -apenas una manzana de hotelitos, que se llamaba entonces a las viviendas unifamiliares- hasta la calle de la Princesa. Algunas de mis primeras imágenes de Madrid están asociadas a esos trayectos. Prefería el 2 porque se detenía y abría las puertas en todas las paradas. Los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes -que siempre eran Barreiros- aún tenían cobrador, quien daba al conductor las voces pertinentes para el procedimiento de las puertas: “¡Abre atrás!” “¡Cierra en medio!”.

El microbús 5, por el contrario, sólo disponía de conductor y sólo se detenía en las paradas que le solicitaban los viajeros. A tal fin, había que pulsar un botón del techo. Como yo no llegaba, saber que el 5 acababa su ruta en la plaza del Callao era un alivio. Me bajaba en la última parada y después, seguía bajando por la Gran Vía. Se me aceleraba el corazón ante las cafeterías y los cines de estreno -donde se proyectaban títulos como El puente de Remagen- y, eufórico ante la grandeza arquitectónica de mi ciudad, llegaba la Plaza de España. Allí cogía el Suburbano, origen de la actual Línea 10, que entonces llegaba hasta Carabanchel, y, atravesando la Casa de Campo, me llevaba hasta Campamento. ¡Cuánto Madrid descubrí en aquellos paseos! Aún tenía que crecer, para satisfacción de las señoras de la avenida de la Reina Victoria y para alcanzar el pulsador del microbús, y ya era para mí un orgullo manejarme en los transportes públicos madrileños.

Ella y el miedo (1964) es una gran película, un noir español debido a León Klimovsky, que yo tengo en la más alta estima porque retrata, como ninguna otra, el Suburbano que me recibía en el 67, en la estación de la Plaza de España, al volver del colegio. Durante mucho tiempo, estas escaleras -con veintiún metros y medio de desnivel- fueron las más largas de Europa. Pero el 6 de junio del 68, con la inauguración de la Línea 5, ese primer puesto fue ocupado por las de la estación de La Latina, que descienden a lo largo de cuarenta metros en un par de centenares de escalones. Eso sí, el desnivel, de tan sólo 18 metros, es algo menor que el de la Plaza de España. Lógicamente, en mis primeros viajes bajo tierra solo, no tenía noticia de estos datos. Me bastaba con mirar esos anuncios de Coca Cola que, uno tras otro, y todos igual, ilustraban la bóveda del techo. Esa publicidad, con la calidad de un decorado, se mantuvo igual durante toda mi infancia.

El lector que haya visto la primera versión de Pelham 1, 2, 3, dirigida por el rutinario Joseph Sargent en 1974, recordará a ese tipo que viaja en el convoy secuestrado -un anciano, como yo, incorporado por Michael Gorrin-, quien se hace notar como un experto en el metro de Nueva York, asegurando que todos los trenes del metropolitano neoyorquino disponen de un sistema automático de frenado, por si fallan todos los demás. Los captores lo han abandonado, a la deriva, y el Pelham 1, 2, 3, -denominación por la que se conoce nuestro convoy- avanza por las vías a toda velocidad, presto a estrellarse.

Me gustaría saber tanto del metro de Madrid como aquel tipo del de Nueva York. Pero tengo en tan alta estima al ferrocarril suburbano de mi ciudad como él al de la suya. Tan es así que, como decía Julito Bullón, el responsable de El Cañí (*), uno de los bares legendarios del Madrid de mi época, siento una inquietud especial cuando llego a un lugar y no hay una boca de metro en las inmediaciones. En una primera instancia, se me figura una pequeña catástrofe, porque el metro, prácticamente omnipresente en Madrid, es la única garantía de que, si el sitio me disgusta y hay que irse, puedo cogerlo y marcharme con toda la diligencia que sea precisa. Y, en una instancia última, más sublime, los lugares sin metro se me antojan un paisaje postapocalíptico, postcatástrofe atómica, como el que se encuentra Taylor (Charlton Heston) en Regreso al planeta de los simios (Ted Post, 1970).

Ahora podría hablar de cómo advertí el primer cambio de los vagones del Suburbano mediados los años 70, ya en la Transición, o de cómo el Suburbano dejó de serlo cuando su recorrido se prolongó hasta Alonso Martínez. Creo recordar que fue entonces cuando se convirtió en la Línea 10. Sobre lo que no tengo ninguna duda es acerca de que el metro, todas las líneas de Madrid que he frecuentado -las seis primeras y especialmente la 10- han sido mi mayor sala de lectura. Mientras pude hacerlo, aproveché todos los trayectos para entregarme a la lectura y, tan concentrado, que, a menudo, me pasaba de estación.

Ahora suelo leer tomando notas, y cuando no lo hago, si viajo de pie, se me hace muy difícil mantener el equilibro agarrado a la barra con una mano y sujetar el libro con la otra. Ya no leo en el metro -ahora atiendo a las cuestiones del smartphone- pero no olvido los miles de páginas leídas en aquellos vagones, en esos trayectos largos de los que tanto se quejan quienes denuestan Madrid por sus distancias inmensas. Como tampoco olvido el calor con el que me recibe siempre que arrecia el frío en mi ciudad.

Ahora podría hablar de los cientos, acaso también millares, de viajes en el 25, el 36 y el 39, los autobuses que más he utilizado, a través de cuyos cristales descubrí el sudoeste de Madrid. O de los búhos, que llamábamos -y creo que aún se llaman- en los años 80 a los autobuses nocturnos que, borracho como una cuba, me devolvían al barrio a altas horas de la madrugada. Recuerdo el bonobús y cuando empezaron a dejar de verse cobradores.

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Más inocente es un recuerdo del principio. Vagamente, como en una nebulosa, pues me estoy remitiendo al umbral de mi memoria, rememoro cuando era tan pequeño -tres o cuatro años a lo sumo- que aún no pagaba billete en los transportes públicos. Era frecuente que me quedase dormido y que mi madre tuviera que cargar conmigo en brazos todo el rato, hasta volver a casa, en Campamento, desde el centro. En efecto, ahora me parece sumamente injusto haber sometido a mi madre a aquel esfuerzo. Sólo puedo decir en mi desargo que era un niño y que aquel sueño era un acto involuntario. Me limitaré a señalar cómo esa gratuidad del metro y el autobús entonces, con la que tan gentilmente acaba de obsequiarme el Consorcio de Transportes Madrileño, ha venido a incidir en esa idea de que la vida es un círculo que se cierra sobre sí mismo. Ya no le pido a la existencia más que seguir escribiendo, junto a mi esposa y hasta el último aliento. Pero siempre en mi amada ciudad que, como el anciano que soy, me ha concedido la gratuidad total, e indefinida, en sus transportes públicos. Ésa es una de las pocas esperanzas de la edad senil en las que creo.

(Continúa en el asiento del 24 de octubre)



[*] Donde aparezco borracho, junto a Cristina, siendo yo aún rocker, en la novena de las fotografías que el lector puede ver a la derecha de estas líneas, una Polaroid tomada en el año 91 por Antonio Bartrina, el alma de Malevaje.

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Javier Memba Fri, 20 Sep 2024 03:30:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Alain Delon http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12309/que-la-tierra-le-sea-leve-a-alain-delon/ Llegado el momento de la semblanza postrera, sé que una buena parte de la afición recordará al Alain Delon de Luchino Visconti -Rocco y sus hermanos (1960) y El gatopardo (1963)-, yo también me descubro ante aquellas creaciones. Cómo olvidar a Tancredi Falconeri, el personaje de Delon en la segunda de aquellas producciones, en la secuencia en que confiesa al príncipe Salina (Burt Lancaster) que va a batirse contra el rey junto a los garibaldinos; y en esa otra, que vuelve del combate, ya tuerto y con la bandera tricolor.

Pero debo confesar que mi favorito era el Alain Delon de los grandes malotes, el villano más magnético del polar -el policiaco francés-, el actor más representativo del cine del gran Jean-Pierre Melville, sin que ello signifique menoscabo alguno para Lino Ventura y Jean-Paul Belmondo. Sin apenas diálogos, Jef Costello y Corey, sus personajes, respectivamente, en El silencio de un hombre (1967) y Círculo rojo (1970), dos obras maestras del gran Melville, vienen a sublimar todas las convenciones del noir más fatalista: valor, soledad, ocultación de los sentimientos, finales desdichados...

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Menudearán quienes evoquen la apostura de Delon. Era uno de esos tipos bien parecidos, eso está claro. Pero a mí me da igual. Yo me quedo con su capacidad para expresar el mal. De sus interpretaciones a las órdenes del gran René Clément, puede seguirse que hubiera incorporado al perfecto Mefistófeles en cualquier versión de Fausto. De hecho, fue un sublime William Wilson -el doppelgänger, el doble del relato homónimo de Poe-, que no dista mucho del Maligno, en el segmento de Louis Malle de Historias extraordinarias (1968). Pero con Clément recreó al primer Tom Ripley de la historia del cine. Fue en A pleno sol (1959), título bajo el que Clément llevó a las pantallas El talento de Ripley (1955). En aquella ocasión, el singular criminal, que con el correr de los años acabaría escuchando a Lou Reed junto a Heloise en su lujosa finca de Villeperce-sur-Seine, corrió a cargo del actor que hoy despedimos. Éste, aun sin contar con el favor de su creadora, realizó un trabajo admirable, como también lo fuera el de Maurice Ronet (Dickie Greenleaf). Bien es cierto que la moral de la época, que obligaba a dar a entender que el crimen siempre paga, hizo que el realizador galo tergiversara radicalmente el final de la novela. Puede que en ello estuviera el origen del poco interés que mostraba Patricia Highsmith por la estimable A pleno sol.

Como no veo series, lo mío son las películas, ignoro el Ripley de Netflix, ni siquiera me interesa saber el nombre de su protagonista. Eso sí, a fe mía, todos los Ripley que en la gran pantalla han sido, han recreado con excelencia al gran malote de Patricia Highsmith: Dennis Hopper -El amigo americano (Wim Wenders, 1977)-, Matt Damon -El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)- y John Malkovich -El juego de Ripley (Lilliana Cavani, 2002)-. Pero el primero, el de Delon es especial. No por ello hay que olvidar al Marc Borel que el ya finado interpretó en Los felinos (1964), otra obra maestra de Clément en la que Jane Fonda recreaba a la chica, Melinda, otra perversa en la que Borel encontraría la horma de su zapato.

Alain Delon también dio vida a algunos héroes. ¡Cómo no! Como productor puso en marcha cintas en las que incorporó a algunos flics, que llaman a los policías en el polar. Pero será mejor correr un tupido velo sobre títulos como Palabra de Ley (José Pinheiro, 1985) o Por la piel de un policía (1981), producida y dirigida por el mismo actor. Es más, una de sus primeras producciones, Borsalino (Jacques Deray, 1970), cinta que en su momento me llamó mucho la atención, cincuenta y cuatro años después me parece poco más que un filme comercial en el que acaso sea el score de Claude Bolling lo más reseñable: otra de esas propuestas que acercaron la música del cine al lounge que se escuchaba entonces en las recepciones de los hoteles y en los restaurantes de postín.

Ciertamente, el Alain Delon productor también lo fue de El otro señor Klein (1976), la memorable cinta de Joseph Losey en la que el difunto nos brindó otro de sus grandes personajes. Pero lo suyo eran los villanos, románticos como Jef Costello, o perversos, tal que William Wilson. Incluso en su vida personal, en los orígenes del legendario actor francés que hoy despedimos, hay algo de villanía según el canon actual: fue paracaídas en la guerra de Indochina, el mismo conflicto en que acabó de aquilatar su patriotismo Jean-Marie Le Pen. Si bien es cierto que el futuro actor fue licenciado del ejército con deshonor. Eso sí, lo que no creo que le perdone nadie fue su maldad con Romy Schneider y alguna otra de sus novias reconocidas.

Alain Delon se estrenó en el cine, tras toda una experiencia errática en su vida anterior, en Quand la femme s'en mêle (Yves Allégret, 1957). Yo recuerdo sus personajes en la cartelera de los años 60 y 70. Le descubrí en El tulipán negro (Christian-Jaque, 1973), a mitad de camino entre La pimpinela escarlata (Harold Young, 1934) y El signo del Zorro (Rouben Mamoulian, 1940), desde esa tradición del cine de espadachines de la pantalla gala. Fue en la proyección en la que me enamoré perdidamente de Virna Lisi, en una tarde de mis primeros inviernos en el Real Cinema de Madrid.

Algunos años después, ya en 1970, me dejó fascinado el cartel de Círculo rojo, que habría de ver por primera vez en 1981, en una matinal de la Filmoteca, en la sala que entonces tenía en el Museo Español de Arte Contemporáneo, siempre en Madrid. Yo me quedo con el Alain Delon de los malotes, sublimes hasta la perversión. Eduard Coleman, el comisario de Crónica negra (Jean-Pierre Melville, 1972), ya me interesa un poco menos.

Y en esas cintas, que él mismo producía y protagonizaba en los años 70, le aplaudo en dos, la italiana: Tony Arzenta (Duccio Tesari, 1973), en la que Arzenta mataba a la gente mientras Ornella Vanoni cantaba L'appuntamento, y en Alias el gitano (1975), la mejor realización de José Giovanni.

 

Llegado el momento de la semblanza postrera de Alain Delon, no quiero olvidar su colaboración con Michelangelo Antonioni en El eclipse (1962), una de las cumbres de la incommunicabilità del maestro de Ferrara. Pero a quien yo despido es al Jef Costelo de El silencio de un hombre, con un gesto lacónico, como los que se dedicaban los que iban a morir en el cine del gran Jean-Pierre Melville.

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Javier Memba Sun, 18 Aug 2024 21:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve al gran André Juillard http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12308/que-la-tierra-le-sea-leve-al-gran-andre-juillard/             Yo también quiero lamentar el reciente óbito del gran André Juillard, en quien tanto solaz encontré cuando, a partir de La maquinación Voronov (2000), comenzó a ser uno de los dibujantes habituales -con Yves Sente como libretista- de la continuación de las aventuras de Blake y Mortimer tras la muerte de Jacobs. Colaborador de uno de los grandes maestros de la bande dessinée -antes de Blake y Mortimer dibujó las aventuras de Arno (1983-1997), de Jacques Martin. Así que tengo a Juillard entre los mejores de la segunda generación de maestros de la Línea Clara, la posterior a ese triunvirato integrado por Jacobs, Bob de Moor y Martin.

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Sirvan estas líneas sobre Las siete vidas del Gavilán (1983-1991), a fe mía la obra maestra del finado, a modo de tributo al gran historietista que nos ha dejado. Se trata de una saga con guión de Patrick Cothias que, más que saga propiamente dicha, puede considerarse todo un ciclo narrativo. Ambientado en la Francia del siglo XVII, está integrado por siete aventuras -La Blanca muerta, El tiempo de los perros, El árbol de mayo, Hyronimus, El maestro de los pájaros, La parte del Diablo y La marca del cóndor- que conocieron sus primeras ediciones españolas entre 1989 y 1992, mientras veían la luz las últimas entregas originales francesas. Sin embargo, fue en el verano del 18 cuando al cabo pude leerlas. Lo sé, es algo imperdonable para alguien que se dice amante de la Línea clara puesto que Las 7 vidas del Gavilán, como El Incal en otro orden de cosas, constituye uno de los hitos indiscutibles del Noveno arte de las últimas décadas.

            Dejando a un lado la vanagloria del experto, para la que si pretendiera serlo llegaría con casi treinta años de retraso, el integral de Las 7 vidas del Gavilán constituyó una auténtica epifanía de mi experiencia como lector de tebeos. Su asunto nos propone la peripecia de Ariane de Troïl, hija adulterina del barón de Troïl, un aristócrata auvernés venido a menos. Aun así, con la fortuna suficiente como para desposar a una mujer enamorada de su hermano, la Blanche aludida en el título de la primera entrega, la madre de Ariane. Nacida Arianne en un bosque cubierto por la nieve, mientras su madre huía de su marido, la infeliz parturienta deja su vida en el alumbramiento tras desnudarse para abrigar a su hija con su vestido. Como si tanta desdicha sirviera de acicate del Diablo, el Maligno, una hechicera y un gavilán marcarán el destino de la familia Troïl, que discurre en paralelo al del delfín que será el futuro Luis XIII de Francia.

            Las 7 vidas de Gavilán sería un cómic de espadachines si no estuviera trufado por la nigromancia y el más absoluto escepticismo. Pese a que en La historia en los cómics (Glenat, Barcelona, 1997), el interesantísimo estudio publicado por Sergi Vich en la Biblioteca Cuto que es uno de mis textos de referencia al respecto, no merece cita alguna, Las 7 vidas del Gavilán es también un cómic histórico. En las primeras entregas, Enrique IV es uno de sus protagonistas. Como también su segunda esposa, María de Medici. El rey traba amistad con Germain Grandpin. Puesto a dar cuenta de la camaradería que les une en tabernas y burdeles, Cothias nos descubre a un monarca crápula y sucio. Con cierto sentido de la justicia, sí. Pero, antes que nada, objeto del escepticismo del guionista. Tanto es así que se llega hasta lo escatológico. Algo impensable en Alejandro Dumas, acaso el modelo de todas estas ficciones.

            Por su parte, la de Medici, despreciada por el rey y al corriente de sus devaneos, conspira “con sus italianos” contra los hugonotes, con los que Enrique IV, pese a haber abjurado de su fe, aún simpatiza. Las guerras de religión que asolaron Francia a finales del siglo anterior están recientes: Las 7 vidas del Gavilán -cuyo título evoca a Las 7 bolas de cristal (1943) de Hergé de forma inequívoca- comienza en 1601. Por sus páginas, en las que se reproduce la corte francesa anterior a Versalles con un primor digno del de la Roma de las aventuras de Alix o la Francia de las de Jhen, también circularán personajes históricos como el cardenal Richellieu e incluso clásicos de estas ficciones como los tres mosqueteros. En La parte del Diablo, llegado un lance de Grandpin con un traidor, será Porthos quien deje su tizona a Grandpin para darle al felón la última estocada.

            En las primeras entregas, el principal hilo argumental, en lo que a la familia Troïl se refiere, es el de su rivalidad con su vecino: el conde Thibaud. Este miserable será la primera víctima de Máscara Roja, el Gavilán. Este justiciero enmascarado, según explica Cothias en los textos y cartas, que entre los bocetos de algunas viñetas sirven de introducción al volumen, es un personaje complementario a Masquerouge, un enmascarado también creado por Cothias y Juillard entre 1988 y 2004. Dado el entusiasmo con el que he descubierto el universo de capa y espada creado por estos dos historietistas, juro por estas líneas hacerme con la traducción española de las aventuras de Masquerouge apenas pueda.

            En lo que a Las 7 vidas del Gavilán respecta, serían un divertimento delicioso, como una película de espadachines de André Hunebelle, Christian-Jaque o cualquier otro de los cultivadores de un género en el que la pantalla, especialmente la gala, se ha prodigado con largueza. Pero, además del escepticismo, hay algo en la serie que marca una distancia con la ligereza de esas películas. No es tan evidente como la evolución del dibujo entre las primeras entregas y las últimas -parece ser que las aventuras de Tintín son las únicas con las viñetas homogenizadas en todos sus álbumes-, pero se palpa.

            Para empezar, Ariane es un personaje tan sensual como la Nastasia de las entregas de Blake y Mortimer debidas a Yves Sente y Juillard. Especialmente, la Nastasia de El santuario de Gondwana (2008). La evolución de Ariane, desde su nacimiento el mismo día que el delfín hasta su aparente muerte, ya convertida en el nuevo justiciero que se oculta tras la máscara roja, nos lleva de una niña traviesa y decidida, como un niño echao pa’lante, a una mujer que acaba sojuzgando al hombre que la ultraja -el propio Grandpin-, a quien por cuestiones de honor convierte en su maestro de esgrima.

            Desde que le ve por primera vez, mientras suelta a los pobres la clásica perorata sobre la injusticia subida al púlpito de la iglesia local, Ariane admira al enmascarado. Juega a ello con su hermano, Guillemont, lo que al muchacho acabará por costarle la vida. Ella misma, ya en París, terminará ocupando el lugar del justiciero, en liza con los conspiradores italianos del momento. Entre ellos no falta el propio rey.

 

            Ese escepticismo al que me refiero tiene una de sus expresiones inequívocas en lo crítico que se muestra Cothias con los dos soberanos, Luis XIII encarcela al primer enmascarado durante largos años. Al salir, convertido en el Cóndor, dará muerte en un duelo al nuevo Máscara Roja. Ignora que quien ha ocupado su lugar es su propia hija: Ariane. Aunque se sabe, pese a que hay unas viñetas en que el justiciero le jura a su hermano que no es el padre de la joven, la confesión viene dada por una carta que el Cóndor manda a su hija, a la que no sabe que acaba de ensartar en el célebre duelo.

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Javier Memba Sat, 03 Aug 2024 16:00:00 +0100