Archivado en: Cuaderno de lecturas, Robert Graves, La hija de Homero
Como tantos grandes autores elegidos por cualquiera de las dos pantallas, el británico Robert Graves vio cómo sus novelas eran objeto de nuevas reimpresiones, y en tiradas cercanas al bestseller, a raíz del éxito que conoció su díptico de Claudio y Mesalina -Yo, Claudio (1934), Claudio el dios y su esposa Mesalina (1935)- en la adaptación televisiva producida por la BBC en 1976, con todo el buen hacer que caracteriza a la antena inglesa, bajo el título genérico de Yo Claudio.
Ciertamente, en España, Graves debió haber sobresalido mucho antes. Residente en Deiá (Mallorca) desde 1946, si no gozó del renombre que sí tuvo su compatriota Gerald Brenan entre la intelectualidad española, fue porque Graves, aunque enamorado de España -a la postre vivió más en nuestro país que en el suyo- no fue un hispanista. Y, sobre todo, no fue uno de esos hispanistas británicos prestos a escribir el nuevo relato de la historia de España surgido de la sensibilidad posterior a 1975. Más aún, Graves, que ya se afincó entre nosotros en 1929, abandonó la isla en 1936, ante el inminente estallido de la Guerra Civil, para no regresar a ella hasta 1946. A diferencia de tantos grandes autores británicos, resuelta y apasionadamente implicados en la causa republicana -quiero recordar al poeta W. H. Auden y a mi dilecto George Orwell, gran azote del estalinismo-, Graves salió de la Gran Guerra ahíto de esas carnicerías, que son todos los conflictos armados cuando quedan en la retaguardia los buenos, los malos, las causas justas y todo lo demás. Fue tanto el horror al que asistió en las trincheras de Francia que tras el armisticio se convirtió en un pacifista a ultranza. En este sentido, su proceso resulta semejante al de J. R. Tolkien.
Publicado el 28 de marzo de 2020 a las 20:45.