La gloria subrepticia de Robert Bloch
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Hay guionistas cuyo nombre me magnetiza al leerlo en los créditos por primera vez. Luego siempre resulta haber algo más que ese nombre cuya simple lectura me atrae. Ése es el caso de Waldemar Young, que me llamó la atención por su similitud con el señor Valdemar de Poe. Lo descubrí en una cinta de la belleza de Garras humanas (1927), del gran Tod Browning, una joya silente que codicio desde hace veintiocho años, cuando la vi por primera vez. Andando en mi experiencia cinéfila, resultó que Waldemar Young adaptó para Erle C Kenton al Wells de La isla del doctor Moreau (1896) en La isla de las almas perdidas (1932), que aún hoy sigue siendo superior a la versión de Don Taylor del 77 y a la de John Frankenheimer de 96. Waldemar Young, en fin, fue uno de los guionistas de Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), la primera película que vi, hace ahora cincuenta y dos años. Fue entonces cuando el embrujo del cine me cautivó.
De Robert Bloch me atrajo la subrepción de su gloria. Me explico: aún siendo uno de los grandes autores de literatura fantástica del amado siglo XX, a mi entender nunca ha gozado de un reconocimiento mayoritario por parte del público lector. Bien es verdad que fue distinguido con algunos de los más prestigiosos premios del género, pero tengo la creencia de que no goza de todo el renombre que se merece, de ahí que su gloría se me antoje subrepticia.
Publicado el 8 de enero de 2015 a las 13:45.