A finales de los años 60, cuando el American Film Institute rindió un merecido homenaje a Hitchcock, en un momento dado, uno de los ponentes advirtió que el auditorio se había quedado vacío. No era que el mago del suspense no mereciera el más encendido tributo por parte de cuantos debieron ocupar los asientos. Eran las miserias de la toxicomanía, que habían llevado a la totalidad de la audiencia a los retretes y otros lugares, más o menos discretos, a entregarse al protocolo de la ya consabida cocaína.
Esa es la anécdota con la que suele iniciarse el relato de la experiencia de la generación que cambió Hollywood y David Carradine, fallecido el pasado miércoles en Bangkok, perteneció por derecho propio a ella. Es más, las extrañas circunstancias que rodean su muerte —ahorcado, encerrado en un armario y con la soga, supuestamente, ciñéndole los testículos—, llevan a pensar que no era tal ese sosiego que decía haber recuperado desde de Quentin Tarantino le encomendó la creación de Bill, el amante de la novia (Uma Thurman), en las dos entregas de Kill Bill (2003 y 2004).
En efecto, esa generación, que tiene por abanderado a Dennis Hopper —el antiguo rey de los excesos—, en cuya nómina cuentan nombres como los de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Robert de Niro, llevó a Hollywood del racismo a la tolerancia racial y del puritanismo a los desnudos fugaces de las actrices. Pero en su experiencia liberadora, pagó un alto precio a la autodestrucción y a los desequilibrios. Aunque todavía es pronto para aventurar conclusiones, muy probablemente, David Carradine ha sido el último de los caídos en ese combate contra el desasosiego.
No deja de ser curioso que el Pequeño Saltamontes, tan tocado por el orientalismo como todos los hippies, haya ido a morir en Bangkok. Sin embargo, hay en ello una lógica tan aplastante como en cierto dato que observan los comentaristas más agudos: la heroína que el Vietcong dejó caer convenientemente sobre los soldados estadounidenses jugó un papel determinante en el galope del Caballo de la muerte en Estados Unidos y por ende en sus países satélites. En cualquier caso, la toxicomanía fue el comienzo de la experiencia errática de David Carradine.
Al igual que los hermanos Fonda y algunos otros hijos de los grandes del Hollywood clásico, los hermanos Carradine —hijos de John Carradine, el gran villano de la Fox y uno de los actores favoritos de John Ford— fueron de los primeros hippies que conoció ese Hollywood que se resquebrajaba en los años 60. Casado en primeras nupcias —el 29 de diciembre de 1960— con Donna Lee Becht, el inquieto Carradine permaneció a su lado mientras interpretaba sus primeros westerns de escaso presupuesto y participaba en alguna que otra serie de televisión.
Es harto significativo que fuese precisamente en 1968 —el año clave en la revolución juvenil del pasado siglo— cuando el joven Carradine se separó de su primera mujer para situarse en la estela de la sedición que se gestaba en los campus de Berkeley y en los conciertos de The Doors. En aquellas protestas se mezclaban los Panteras Negras con la insumisión frente al conflicto vietnamita, aderezado todo ello con ácido lisérgico. Ése era el telón de fondo de David cuando, en 1972, rodando Boxcar Bertha a las órdenes de Martin Scorsese —una de las más comprometidas visiones del sindicalismo de la pantalla estadounidense— conoció a la actriz Barbara Hershey. A la sazón, la joven sintetizaba a la perfección la belleza de las hippies californianas: iba descalza a los sitios, se hacía llamar "Gaviota", llevaba a los hijos colgando del cuello y estaba obnubilada con el orientalismo. La unión, tan libre como el amor en el flower power, no tardó en producirse.
Ese hippismo -según contaba la revista Garbo y otras publicaciones de la crónica social de entonces, David y la bella Barbara vivían en una comuna- fue determinante para que el actor incorporara a Kwai Chang Caine, Kunfú para el Respetable.
Marchitas ya las flores del sueño californiano, Carradine se incorporó malamente a esa vida burguesa que acaba por imponerse inexorable. En febrero de 1977 se casó con Linda Gilbert, de la que se separó seis años más tarde. Como tantos antiguos politoxicómanos, el actor superó su propensión a los estupefacientes mediante la botella. A la postre, el alcohol no acarrea más problemas que el fin de los matrimonios y la expulsión de los bares. Casado con la también actriz Gail Jensen, la unión se prolongó desde 1988 hasta 1997. Su ya cuarta mujer no le tuvo en cuenta una detención en 1989, por conducir borracho como una cuba, que le llevó a dormir la mona a la comisaría durante 48 horas y a los correspondientes servicios pringantes.
El más corto de los matrimonios del actor fue el que le unió a la actriz Marina Anderson. El vínculo sólo duró cuatro años, los que se fueron entre 1998 y 2001. A la sazón, la actividad profesional del Pequeño saltamontes había decaído hasta el punto de que el antiguo protagonista de Scorsese y Hal Ashby rodaba lo que fuera con tal de que pagaran. Dudaban de él cuando aseguraba que había dejado la botella.
Y entonces llegó Quentin Tarantino, que tanto admiró a Carradine en su creación de Kwai Chang Caine, dispuesto a recuperarle. En diciembre de 2004, el actor se casaba con su sexta mujer, Annie Bierman. Todo parecía haberse enmendado cuando las extrañas circunstancias de la muerte del Pequeño saltamontes vuelven a sumir su rehabilitación en las dudas.
(junio, 09)
Publicado el 15 de abril de 2010 a las 16:45.