Desde el pasado once de agosto tengo sesenta y cinco años. Ahora sí, por un cómputo que atiende a cuestiones biológicas antes que a eufemismos o a paños calientes, física y administrativamente soy un anciano. Según el baremo más objetivo de las edades, con relación a esos ochenta y cuatro en que se cifra la esperanza de vida en España, se es joven hasta los treinta y cinco; adulto, durante los treinta años siguientes y anciano, a partir de esa edad en la que entré el once de agosto, que no es la tercera, sino la senectud. El principio del fin, hablando en plata.
De modo que yo, que desde los cincuenta y muchos otoños venía congratulándome de ser un viejo, ahora sí que lo soy en toda la extensión de la palabra. Y en mi ancianidad encuentro el mismo placer que en esa infancia que hizo de mí el niño más feliz del mundo o en esa juventud que viví tan apasionadamente. De hecho, no recuerdo un solo momento en toda mi vida que me haya sentido desgraciado. He volado bajo con frecuencia. Mientras bebía -y me daba a otros placeres-, me emborrachaba y remontaba el vuelo. Pero ahora, que también hace ya tanto tiempo de mi último ciego, si esta noche se me apareciese Mefistófeles dispuesto a comprarme el alma -como ya he escrito en esta misma bitácora, en anteriores asientos- no se la vendería por la juventud perdida. Por nada del mundo ni del inframundo cambiaría mi apacible ancianidad para volver a esa vehemencia con la que me encurdelaba hace veinte, treinta o cuarenta años. Por otra cosa, tal vez. Pero por la juventud perdida, en modo alguno.
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Publicado el 20 de septiembre de 2024 a las 05:30.