Nostalgia del gran Barbet Schroeder
Archivado en: Inéditos cine, "Nostalgia del gran Barbet Schroeder"
Homenaje a Joseph H. Lewis, maestro de la Serie B.
Recuerdo bien esos programas dobles en sesión continua. Aquellas, maravillas del cine de los sábados que las llamó Antonio Martínez Sarrión. "A esto llegamos", decía mi madre cuando, en efecto, la proyección de la primera película volvía sobre la secuencia que estaba en pantalla unas horas antes, al entrar en la sala. Ya propenso a ver una y otra vez la imagen fílmica, intentaba aguantar unos planitos más. Pero inexorablemente acabábamos por irnos. "La semana que viene venimos", me prometía ella. Y yo me iba con la esperanza de volver el siguiente sábado para ver -entonces me bastaba con eso- las dos películas anunciadas en el trailer del intermedio. Aquello era lo mejor de mi vida hace cuarenta y cinco años. Y eso que entonces todo era dicha, placidez y demás gracias. No en vano fui el niño más feliz del mundo.
Como se ve, recuerdo bien los cines de barrio, al igual que los de la Gran Vía, que ya he tenido oportunidad de llorar en esta bitácora y en varios de mis artículos periodísticos. Pero mi cinefilia no tiene nada que ver con la del bueno de Giuseppe Tornatore. De hecho, Cinema Paradiso (1989) me parece de una sensiblería insufrible. Tanto que tiendo a asociarla a El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990) y El cartero -y Pablo Neruda- (1995) en lo que tengo por ser el tríptico del sentimentalismo más fácil de toda la historia del cine europeo.
Mi nostalgia es la de aquel Barbet Schroeder que descubrí en los cinestudios de finales los años 70. Fueron aquellas salas una reconversión de algunas abiertas para programas dobles en las que se proyectaban cintas especialmente atractivas para los jóvenes de entonces. Al igual que en los viejos cineclubes, de los que de algún modo eran herederos, se imprimían hojas informativas de los filmes programados. Aquellas noticias -junto con mi querido El cine de la editorial Buru Lan y los textos de Sadoul y de Jean Mitry de Siglo XXI Editores- fueron uno de los primeros alimentos de mi pasión cinéfila.
Ya andando en mi obsesión, supe que aquel Barbet Schroeder que tanto admiré en More (1969) -una de las películas que más me han conmovido de cuantas recuerdo-, El valle (1972) y Maîtresse (1975), como impulsor de Les Films du Losange, también había sido el productor de Jacques Rivette y de Eric Rohmer, al igual que unos años antes fuese actor de Godard en Los carabineros (1963). Todo encajaba en mi interés por un cineasta -el gran epígono de la Nouvelle Vague junto con Jean Eustache- al que seguí con avidez hasta Barfly (1987). Aquel comienzo de su aventura estadounidense me pareció un acercamiento al universo de Bukowski tan acertado como coherente con la filmografía anterior de Schroeder. Incluso El misterio Von Bulow (1990) y Mujer blanca soltera, busca... (1992) me resultaron lo suficientemente "escabrosas" -que se llamaba en los días de los programas dobles a las cintas inquietantes o ajenas a la pacata moralidad de la época- como para ser herederas de More, el amor por una mujer fatal en los días de la psicodelia.
Sin embargo, con la misma desilusión que acepté el agotamiento del talento de Ridley Scott, descubrí que El sabor de la muerte (1995), remake de El beso de la muerte (Henry Hathaway, 1947), no era más que otro de los execrables thrillers del cine americano actual, que de ordinario abomino. Huelga decir que no llegaba al original ni a la altura del zapato. Decepcionado pues con mi dilecto, continué revisando lo que bien podríamos llamar el díptico hippie de Schroeder -More y El Valle-, el musicalizado por Pink Floyd.
En mis últimas sesiones he tenido oportunidad de ver Antes y después (1995) y Medidas desesperadas (1997) y vengo a criticar aquí -con ese pulso que me tiembla al escribir contra un autor que admiro- al Schroeder estadounidense. Creo entender que en ambas resuena la trágica ausencia de la actriz Pascale Ogier, una de las chicas de Rohmer -Perceval el galo (1978), Las noches de luna llena (1984)-, fallecida -se dijo en su momento que de una sobredosis- un día antes de cumplir veintiséis años. Aunque la triste Pascale no era su hija, Schroeder debió de quererla como tal puesto que lo era de Bulle Ogier, la gran musa del cine de autor francés de los años 70, y compañera sentimental de Schroeder desde entonces.
Así que a mí, tanto el asunto de Antes y después -una familia que ve desmoronarse su existencia luego de que el hijo cometa un homicidio involuntario- como el de Medidas desesperadas -un policía que ha de arramblar con todo para que su hijo reciba el transplante que precisa de un peligroso criminal- me parece atisbar el hueco dejado por la malograda Pascale en casa de Schroeder.
Ahora bien, en ambos casos, el otrora gran cineasta cae en las abominaciones del actual cine estadounidense. Hay un apunte en Antes y después -la reflexión sobre ese momento al que alude el título, instante, casi siempre imperceptible tras el que nada vuelve a ser lo mismo- que me seduce. Pero no es bastante para la película deje de resultarme un melodrama familiar como la copa de un pino.
En cuanto a Medidas desesperadas, es un cinta de acción -esa acción que se ha convertido una de las grandes lacras del Hollywood de nuestros días- como pueda serlo cualquier entrega de la Jungla de cristal. ¡Lastima que el autor de More haya llegado a eso!
Isabel Coixet es una realizadora tan lejana de mi mitología personal como pueda estarlo el boom de la literatura latinoamericana, el realismo socialista o el buenrollismo. Pero aplaudo en ella el no haberse dejado cautivar por Hollywood cuando tuvo la oportunidad de hacerlo. El cine americano de nuestros días no tiene nada que ver con ese de los años 30 y 40 en el que todo era una gloria que no cejo de aplaudir a medida que avanzo en mi experiencia de cinéfilo.
A la espera de que Schroeder vuelva a emplazar su cámara en Francia, estos días me deleito dando cuenta de la filmografía de Roy Rowland, uno de esos maestros de la serie B, a quien descubrí en Los 5.000 dedos del doctor T. (1953) entre esas delicias que a veces nos ofrecen las madrugadas televisivas. En los próximas sobremesas me haré con El último baluarte (1952), uno de sus interesantes westerns. Que otros se queden con el Hollywood de nuestros días, sus estrellas y sus estatuillas.
Publicado el 19 de febrero de 2012 a las 00:00.