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El insolidario

Esplendores y miserias de las cortesanas

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Esplendores y miserias de las cortesanas", de Honoré de Balzac

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            Frente a quienes aseguran que Balzac quiso competir con el registro civil y crear un ciclo narrativo que reflejara todo lo acontecido en la sociedad francesa de su tiempo, no faltan quienes sostienen que el escritor no era consciente de la magnitud de su obra. En cualquier caso, la posteridad le otorgó la gloría de haber sido el gran cronista de esa Francia decimonónica de la que daba cuenta por entregas. Siendo esa redacción inicial por fascículos, rara es aquélla de sus novelas que fue concebida y organizada en un principio tal y como las leemos ahora.

            La disposición actual tiene su origen en la edición Furne, la integrada por dieciséis volúmenes y ciento dieciséis grabados, resultado del contrato que firmó con algunos de sus distintos editores -Hetzel, Paulin, Dubochet, Sanches y el propio Furne- para obtener unas rentas que, si bien aliviaron un poco su dramática situación, no pusieron fin a esas deudas que le acompañaron hasta la tumba. De hecho, su vivienda en la calle Raynouard, aunque desconocida para el común de los acreedores, estaba dotada estratégicamente con una puerta trasera para salir disparado en caso de que alguno descubriera el domicilio y se presentara.

            Esplendores y miserias de las cortesanas no escapa a esa fragmentación folletinesca. Es más, su primera redacción estaba aún más seccionada que la de Ilusiones perdidas, de la que es continuación. Ester la cortesana -o "ramera", según el epígrafe bajo el que se nos presenta- que ama ahora a Lucien -ese Luciano que se le dice en estas páginas se me hace tan raro como llamar Alfredo a Hitchcock- aparece por primera vez en un tomo publicado en 1838 por Werdet -otro editor de Balzac- junto a otras dos piezas -Los empleados y La casa Nucingen- bajo el título de La torpedo, nombre de guerra de la muchacha.

            Ya con una forma mucho más semejante a la de las páginas en que yo la he leído, apareció en fascículos en el periódico Le Parisien, entre el veintiuno de mayo y el primero de julio de 1843, con el título de Ester o los amores de un viejo banquero. Era la primera parte y poco más de la mitad de la segunda de la actual Esplendores y miserias de las cortesanas. Este título, con el que ha pasado a la historia, se leyó por primera vez como subtítulo a Las penas de amor de un millonario (1844), que incluía la actual segunda parte de Esplendores... También fue en el 44 cuando la novela en su conjunto fue incluida en el tomo III de las Escenas de la vida parisiense, XI de la Comedia Humana de la edición Furne. En el 45, Potter la daba a la estampa por primera vez como obra independiente. Mi edición es heredera de esta última.

            No obstante las múltiples adecuaciones que conoció el texto, su autor iba anotando nuevas enmiendas en un ejemplar de la edición Furne que tenía al efecto. La Parca, con las mismas que le impidió pagar sus deudas, tampoco le permitió llegar a verlas impresas...

            Ya dejando a un lado el interesante prefacio, por desgracia anónimo, donde se consignan los datos precedentes, Cómo aman las rameras, la primera novela de la tetralogía que finalmente conforma Esplendores y miserias de las cortesanas, se abre con Luciano de nuevo en París y mimado por la fortuna. Causa sensación en el último baile de la ópera de 1824. Sixte du Châtelet -quien junto a su esposa, Louise de Nègrepelisse, primera benefactora de Lucien, le ofreció asiento en su coche cuando el joven poeta volvía derrotado y a pie a Angulema en Las ilusiones perdidas-, Rastignac y sus acólitos, son algunos de los que se maravillan ante la resurrección de aquel que vieron derrotado. Ahora el antiguo periodista es todo un dandi y ha recuperado un título nobiliario de su familia, como le hace saber a Louise de Nègrepelisse, a quien reconoce pese a que es su primera benefactora quien esconde su rostro bajo esa máscara a la que alude el título del primer capítulo.

            La protección con la que cuenta ahora Lucien, como comenta una de sus admiradoras en la ópera, es la de la iglesia. Bien es cierto que quien así se expresa ignora que Carlos Herrera, el benefactor del poeta de Angulema, no es en verdad clérigo, sino Vautrin. Antaño "soldado de vanguardia en la astuta política de Fernando VII", y siempre uno de los grandes villanos de La Comedia Humana, el falso español[1] es uno de esos personajes, tan queridos a Balzac, que obran en las sombras.

            Como le anunció cuando le salvó del suicidio en Las ilusiones perdidas, el pretendido religioso ha proporcionado a Lucien esplendor para regresar al gran mundo parisino, a La Comedia Humana. Aunque el título surgió en oposición a La divina comedia de Dante no puede ser más elocuente respecto a lo que acontece en la obra. A cambio del favor, Herrera pretende servirse de Lucien en sus maniobras contra ese gran mundo. Ester, la prostituta a quien el joven ama ahora con la misma sinceridad que amó a Coraile en Las ilusiones..., molesta a tal fin. "Proceda como proceda, todo ambicioso va a chocar con una mujer en el momento en que menos piensa en semejante tropiezo" (pág. 258).

            Ante este panorama, Herrera se presenta casa de la muchacha como ese cura que no es. Le suelta una perorata sobre cómo una no bautizada, perteneciente a la "raza maldita" -Ester es hebrea-, que además se prostituye, no es digna del amor de Lucien. Sin embargo, la joven ama tan sinceramente al poeta que se presta a la reclusión en el convento al que la lleva Herrera, donde -según el farsante- la instruirán y regenerarán hasta ser digna de su amor por el poeta de Angulema.

            Esa sabiduría que busco en Balzac con un afán semejante del Antoine Doinel al encender la vela al novelista en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) se manifiesta especialmente en las disertaciones que acompañan a las minuciosas descripciones, el célebre suprarrealismo del escritor. En las referentes a esas nostalgias que Ester, que por su candor y devociones es la admiración de sus compañeras de convento, siente de su vida anterior de licencias y disipaciones, he visto reflejada mi propia nostalgia de la vida turbia.

            Mientras su amada se regenera, Lucien, ignorando su suerte, se dedica a la holganza. Cuando Herrera confiesa a su protegido -lo es hasta el punto de que le creen hijo natural del falso sacerdote- que él la tiene recluida, el poeta está a punto de agredirle.

            Ante la nueva situación, Herrera saca a Ester del convento y la encierra en unas habitaciones de París con dos criadas, Asia -una cocinera javanesa- y Europa. Las dos mujeres deben obediencia al español por un oscuro secreto. Para no dar lugar a habladurías de su nuevo confinamiento, Ester sólo sale por las noches a pasear por los bosques de los alrededores de París acompañada de un lacayo y el conductor del coche, siempre dispuesto a defenderla de cualquier agresión.

            "La dicha no tiene historia y los narradores de cuentos de todos los países lo saben tan bien que la frase ‘¡fueron felices!' es la que concluye todas las historias de amor" se lee el capítulo XV (pág. 270). Y no se da más que una somera noticia de la pasión que viven los dos jóvenes amantes.

            Antes de llegar a tan acertadísima observación se nos ha contado cómo Lucien ha renunciado incluso a la gloria literaria. Con indiferencia ha visto publicado Los arqueros de Carlos IX, que aquí se dice el verdadero número del título de la misma obra que en Las ilusiones... nombra sólo a un arquero, y su colección de sonetos: Las margaritas. Pero los laureles de las letras vienen tarde. Lucien ya se entrega a otros asuntos mientras saluda con desdén a sus antiguos amigos del periodismo y un viejo rencor le impide ir a casa de Louise de Nègrepelisse, su priumera bebenfactora.

            Sin embargo, Lucien no es todavía lo bastante poderoso para la venganza. Más sapiencia: "Cuando se va de camino bajo un sol ardiente, no hay que detenerse, ni siquiera para coger la más hermosa flor" (pág. 268).

            Prueba irrefutable de que Balzac estaba tan obsesionado por el dinero como todos los que lo debemos y no podemos pagarlo es que Nucingen, el barón Fréderic de Nucingen, el banquero, es el personaje que, según Carlos Pujol, tiene más apariciones en la Comedia humana. Aquí hace su entrada al quedar perdidamente enamorado de Ester, a la que descubre en uno de esos paseos de la muchacha por los bosques parisinos. Una mirada fugaz, mientras su coche se detiene frente a ella, le basta para quedar totalmente prendado de la muchacha.

            Sorprende que, a la primera que hace saber de su pasión sea a su propia esposa, la baronesa, Delphine Goriot -una de las hijas del tío Gorriot- de soltera. La llama amiga y en efecto, Delphine se comporta como tal en una actitud que a mí se me antoja tan francesa como al gran Honoré español ese pelo, negro como las alas de un cuervo, de algunas de las mujeres de este lado de los Pirineos que describe. Con las mismas que el barón consiente el adulterio de su esposa con Rastignac, Delphine aconseja cabalmente a su marido para conquistar a Ester, cuyo nombre imagino mucho más propio con "h". Es decir, "Esther", como aparece en otras novelas.

            Pero lo que en verdad entorpece la lectura es la fonetización del habla de Nucingen. Alemán de origen -lo que también dice mucho respecto a la rivalidad francogermana-, el acento que se le supone da lugar a frases que hay que leer dos o más veces hasta descifrar lo que quieren decir. Consciente de ello, unos capítulos más adelante, cuando Vautrin se empeña en ser Carlos Herrera y habla el francés con acento español, Balzac apunta que renuncia a la fonetización de las palabras del falso compatriota a sabiendas de que ya nos ha cansado con la del banquero (pág. 428).

            En efecto, incluso para esos lectores de los folletines, para los que Balzac concibió su obra, quienes disponían de mucho más tiempo para entregarse a ella los lectores del siglo XXI, el recurso habría de resultar cargante. Empero, a la larga, es más suprarrealismo en definitiva. Cuesta lo mismo leer dichas frases que entender a un extranjero que habla mal español. En cualquier caso, como el autor apunta, no son achacables a una ocurrencia del traductor -cuyo nombre por desgracia tampoco figura- pues ésta es una edición infinitamente más cuidada que la de las Ilusiones perdidas que poseo. Lástima que las ilustraciones no sean las célebres de la edición Fume, sino otras, originales de R. Aguilar Moré y J. M. Prim que me recuerdan sobremanera las estampas de los textos de mi infancia.

            No hay duda, esa fonetización de los diálogos de Nucingen también obedece a ese suprarrealismo que, como esas largas descripciones en las que tiene su máxima expresión esta característica de Balzac, no son ajenas al natural afán de llenar páginas -y el tiempo de los lectores- de la literatura por entregas. Nada que ver con la concreción que se exige en nuestros días. Pero volvamos al asunto y dejemos sus formas.

            Apenas queda prendado de la reclusa del falso cura, Nucingen pone en marcha todas sus influencias para saber el nombre de la que tanto le inspira. Con la misma maestría que la canción de la experiencia de cada uno de sus personajes compone la sinfonía del tiempo en el que dichas canciones se perdieron -vaya evocando una de las más brillantes comparaciones que me han sido dadas en estas líneas-, puesto a dar noticia del nuevo espía del banquero, Balzac hace una descripción completa de la policía.

            Entran entonces en escena Corentin, Contenson y Peyrade. Los dos primeros son adjuntos de este último, que fuera agente del antiguo régimen y ahora se emplea como detective privado. Su hija, Lidia, de "porte casto, sin exageración, exhalaba un encantador perfume de burguesía", también está enamorada de Lucien. El sentimiento que inspira a su padre es lo único bueno que hay en el antiguo policía político.

            Como el mismo Peyrade observa y el lector viene advirtiendo desde Ilusiones perdidas, el poeta es el capricho de las mujeres. Algo así como el Bel Ami de Maupassant. De hecho, Luciano ya ha dejado los versos y su único afán es medrar entre las mujeres. A Herrera no le cuesta demasiado convencerle para que deje de ver a Ester en aras de su futuro matrimonio con Clotilde de Grandlieu, la hija de la duquesa de Grandlieu, uno de los principales objetivos del falso cura. Aunque Clotilde es una de esas muchachas de las que, no pudiéndose decir que son guapas, se asegura que tienen los ojos grandes y otras afirmaciones por el estilo.

            Ni que decir tiene que cuando Herrera sabe del amor que Ester inspira a Nucingen comienza a maquinar para sacar provecho de ello. Sostiene Carlos Pujol -cuyo Balzac y la "Comedia humana" (Bruguera, 1983) es mi guía en este impresionante fresco- que la relación entre el sentimiento y el vil metal es uno de los principales asuntos de Balzac. ¡Vaya si es cierto!

            Falto de dinero para mantenerse y hacerse con la propiedad de los Rubempré, que exige la pretensión de Clotilde por parte de Lucien -el padre de la muchacha se niega al matrimonio hasta que el antiguo poeta disponga de la renta adecuada y el título correspondiente-, Herrera convence a su pupilo para que le deje hacer. Así, embauca también a Ester para que se haga cargo de unas supuestas deudas de Lucien, a lo que la joven accede con esa generosidad que imagino el esplendor del título. Cuando Nucingen da por fin con la bella cortesana, deberá hacerse cargo de esta suma para tener acceso a ella. Esa ha de ser la única miseria de Ester.

            Eso es lo que hay cuando se inicia la segunda novela de tetralogía que en realidad es esta obra, A cuanto les resulta el amor a los viejos (pág. 318). En ese segundo libro serán frecuentes los disfraces con los que los que los sabuesos desempeñan su empresa. El de Peyrade, de "nabab" inglés; el Contenson, mozo de mercado que lleva las provisiones al palacio de la calle san Jorge, el nuevo domicilio de Ester, o de mulato. Unidos al del falso cura español, cabe dar cuenta de cierta tendencia en el maestro a estas caracterizaciones, que son una de las pocas cosas en la obra de Balzac -junto al afán de querer comprar títulos nobiliarios- que se me antojan algo anticuadas. No obstante, a nuestros investigadores el ardid les funciona pues consiguen descubrir toda la trama urdida por Carlos Herrera y hacer llegar al duque de Grandlieu una nota en la que se le anuncia que el origen del dinero con el que Lucien se dispone a comprar su título es impuro.

            Este último dato, valiéndose de una técnica que me ha llamado mucho la atención, no es contado luego de que a Rubempré le sea negada la entrada en el palacio de los Grandlieu, donde ya incluso había llegado a jugar partidas de naipes con el duque, el padre de la chica de ojos grandes a la que pretendía.

            Y mientras, en su propio palacio, Ester comienza a recibir a las otras cortesanas, con las que se ha vuelto a reencontrar tras su retiro de años. Cuando Lucien acude al teatro después de que le haya sido negada la entrada en el palacio de los Grandlieu, ella que ocupa su palco junto a Nucingen, repara en su profunda aflicción y exige al banquero que lo invite a su palacio.

            Mucho más expeditivo, Herrera, para frenar a los investigadores, finge viajar a España y pone en marcha el rapto de Lidia, la hija de Peyrade.

            No sin cierta sorpresa concluye la primera parte de mi edición y el segundo libro de esa tetralogía que en realidad son estos Esplendores y miserias, ese A cuánto les resulta el amor a los viejos, con tres muertes. Sin que ello signifique en modo alguno apostillar al maestro, después de las grandes descripciones a las que venimos asistiendo desde el comienzo, la presentación de los tres decesos se me antoja precipitada.

            Durante la cena de inauguración del palacio que Nucingen ha puesto a Ester, a Peyrade le llega la noticia de que Lidia ha sido encontrada en lamentables circunstancias. Su disgusto es tanto que deja fingir su acento inglés y se delata ante sus anfitriones y el resto de los invitados antes de abandonar la mesa.

            Sin embargo, es Contenson quien se encuentra a la muchacha vagando por las calles y la lleva a su casa. En efecto, ha sido violada. Cuando su padre lo descubre, se muere de un ataque de apoplejía. No obstante, Contenson, quien demuestra por Peyrade una fidelidad insospechada en personajes tan miserables como se supone son los antiguos miembros de la policía política, jura venganza e insiste en que se practique la autopsia a su antiguo jefe que, recuerda ante su cadáver, en alguna ocasión se mostró condescendiente ante sus vicios.

            Presto a echar el guante al falso cura español, mientras Herrera huye por los tejados empuja a Contenson, quien se precipita al vacío yendo a morir estrellado contra el suelo.

            La tercera muerte es un suicidio, el de Ester. Tras entregarse a su banquero, la esplendorosa cortesana decide autoinmolarse envenenada. Se mata en la ignorancia de que un pariente la ha hecho heredera de una fabulosa fortuna. De modo que también lega a Lucien dicha cantidad, además de la renta que le ha dejado a ella Nucingen, para que pueda casarse. Sin embargo, la herencia será sustraída por Europa y Paccard, otro de los servidores de la casa por serlo antes de Herrera, quienes deciden hacerse con los setecientos cincuenta mil francos y desaparecer. "Nos pierden con su estafa", dice el falso cura cuando tiene noticia del asunto.

            La venganza está ahora en manos de Corentin (cap. XXVI). Lucien es detenido durante su última entrevista con Clotilde. La joven ya parte de viaje junto a la duquesa de Lenoncourt-Chaulieu cuando el antiguo poeta de Angulema se encuentra con ella en Fontainebleau. Aún no ha terminado su charla, en la que imaginan un nuevo comienzo de sus relaciones, cuando el capricho de las mujeres es detenido y encerrado en la Force. La misma prisión que guarda a Herrera desde la víspera.

            A dónde llevan los malos caminos, tercera novela de la tetralogía y primera del segundo libro de Esplendores... se abre con una minuciosa descripción del cesto de frutas, el carro que lleva a los detenidos al palacio de justicia, y su recorrido. Salvo algunos capítulos, que frecuentemente se reducen a dos o tres párrafos- la acción raramente saldrá de dicho tribunal y los calabozos que en él guardan a los prevenidos, condenados y demás detenidos que allí acuden a rendir cuentas a la justicia o a escuchar sus sentencias. Es éste un terreno en el que Carlos Herrera, Jacques Collin, Vautrin, Burla-la-muerte, pues todos el mismo dab -una majestad del hampa- se mueve a sus anchas y en todo su esplendor. Apenas es bajado del cesto de frutas, descubren entre quienes le observan a Asia, quien resulta ser su tía y su más ferviente subordinada-. A una seña del falso cura español pondrá en marcha todo un plan.

            Se trata en primer lugar de que Lucien no se venga abajo y declare convenientemente. Pero quiere la casualidad que Camusot, el juez que ha de escucharle, sea hijo del hombre a quien Coraile abandonó para convertirse amante de Lucien en Ilusiones perdidas. Huelga decir que Camusot procurará desquitarse del niño bonito que arrebató la amante a su padre. Con estos antecedentes, interroga al arribista que quiso ser poeta comunicándole que el no es culpable de la muerte de Ester. La muchacha ha dejado escrito que ha decidido poner fin a sus días haciéndole a él heredero de sus bienes.

            Convenientemente manipulado por Camusot, quien le habla de una inmediata puesta en libertad, Lucien declara en contra de Carlos Herrera. De nuevo en su confinamiento, arrepentido de sus palabras, El poeta desilusionado también decide autoinmolarse ahorcándose en su celda. Ya en su último trance, aquel cuerpo que fue el capricho de las damas del gran mundo adopta una forma grotesca.

            La muerte del capricho de las damas traerá muchas consecuencias. Antes incluso de tener noticia de ella, sabiendo sólo de su detención, la condesa Leontina de Sérizy, esposa del vicepresidente del consejo de Estado, quien la ama hasta el punto de consentir su pasión por Lucien con esa indolencia que sólo se hace en el gran mundo de Balzac en particular y en la novelística francesa en general, hace valer sus influencias sobre el fiscal general para que libere al joven y destruya su declaración. La duquesa de Maufrigneuse, es otra de las damas poderosas que también se muestra interesada en la libertad del dandi poeta. "Las mujeres, las mujeres bonitas sobre todo, cuando están en la posición que gozaba la señora de Sérizy son los niños mimados de la civilización francesa" (pag. 450) escribe el maestro. De la civilización occidental, cabría decir.

            Camusot, consciente de que el poder de estas señoras está por encima de la ley escrita, se aviene a razones. Pero cuando firma la orden de liberación de Lucien de Rubempré, éste ya se ha quitado la vida. La condesa de Sérizy, conseguirá arrebatarle de las manos, literalmente, la declaración del dandi suicida y arrojarla al fuego. Con todo, Leontina acaba perdiendo la cabeza ante el destino final del joven al que amó tanto.

            Incluso, Amelia -la esposa de Camusot- recriminará a su marido su proceder frente a Luciano, dado que sus ascensos en la judicatura dependen del conde de Sérizy. Ante este panorama, madame de Camusot conspirará entre las enemigas de Lucien a favor de su marido. Pero la trama está ahora en manos de Vautrin, quien se convierte en protagonista absoluto de estas estampas judiciales de la Escenas de la vida Parisina. No en vano, esta última novela que la tetralogía que incluye dichas páginas lleva por título La última encarnación de Vautrin.

            En un primer momento, Camusot intenta demostrar que el detenido no es ese prelado español que pretende ser, sino el peligroso criminal que en verdad es, después de veinticinco años en liza con la justicia. Dado que Vautrin no es sólo un maestro del disfraz -tanto los suyos como los de los policía y la misma Asía son un recurso del maestro que se me antoja obsoleto-, sino todo un portento interpretativo, representa con tanto acierto su papel de Carlos Herrera que está a punto de convencer a quienes no le conocieron bajo sus antiguas identidades.

            No es ése el caso de Bibi-Lupin -un antiguo criminal ahora convertido en jefe de policía- que decide enviarle sutilmente al patio de Las pistolas, la cárcel del Palacio de Justicia, a la espera de que sea reconocido por los otros presos. El converso a la ley es consciente de que Vautrin se ha gastado los botines que le confiaron los hampones en los primeros pasos que devolvieron al gran mundo a Lucien.

            Vienen entonces unas páginas brillantes -más que el resto quiero decir-, dedicadas a dar cuenta del argot del hampa. Estos fragmentos, bien podrían entenderse como unas escenas de la vida carcelaria. En ellos, además de contársenos que a la cárcel se le llama "pradera"; a los que aguardan a la guillotina, que van a "segar" y a quienes han decidido seguir delinquiendo para el resto de sus días, "amigos", se nos cuentan las costumbres de los fuera de la ley y cómo algunos de ellos hicieron depositarios del producto de sus crímenes a Vautrin, todo un príncipe de los ladrones. Capaz de ejercer una siniestra influencia sobre la gente, tal ha sido el caso de Ester, hace y deshace compromisos a su antojo. Dado el temor que todos le profesan, nadie osa contradecirle.

            También se da a entender ahora esa homosexualidad que creí entrever en su acercamiento a Lucien en Ilusiones perdidas. En efecto, Vautrin es el clásico bujarrón del hampa, además de un auténtico misógino. Cuando se topó con el poeta a punto de quitarse la vida a orillas del Charenta, acababa de perder, huyendo del puerto de Rochefort, a Teodoro Calvi, apodado Madeleine. Éste -"condenado a cadena perpetua por once homicidios cuando sólo contaba dieciocho años"- fue su efebo y compañero de grilletes en presidio. Vautrin iba en su busca cuando se topó con Lucien y lo convirtió en su "nuevo ídolo". Y ciertamente parece estar enamorado del poeta. Tanto es así que el príncipe de los ladrones -todo un cínico enemigo del orden social- incluso le perdona su traición durante los interrogatorios. Demuestra tal cariño por él frente los jueces que algunos hasta llegan a creer que es su hijo natural, como asegura desde ese disfraz de Carlos Herrera en el que se empeña en mantenerse.

            Las deslealtades en el patio de Las pistolas son muy frecuentes ya que muchos de los detenidos, para llegar a acuerdos con la justicia, acaban de delatar a sus cómplices. Así pues, allí reina una desconfianza -y en cierto sentido una desesperación- aún mayor que en una pradera normal. Sin embargo, lejos de lo esperado por Bibi-Lupin, sus antiguos camaradas no sólo ignoran que se ha gastado su dinero, sino que además están convencidos de que Vautrin se ha introducido en la prisión disfrazado de cura para liberar a Teodoro, quien se encuentra allí a la espera de ser segado.

            Vautrin, ignorante hasta que sus camaradas le dan noticia de ello de que la guillotina aguarda en las próximas horas al efebo que le hacía almohadillas para los grilletes cuando los compartieron, decide cerrar un círculo abierto en Ilusiones perdidas. Entonces, yendo a salvar al corso Teodoro, quedó prendado de Lucien. Fiel a sus efebos no obstante sus perversiones -estas matizaciones son las que humanizan al personaje a decir de la crítica- en el mismo lugar en que el poeta se ha dado muerte, cumpliendo así con el destino del que Vautrin le salvó cuando le encontró, el falso cura español se dispone ahora salvar a Teodoro de la pena capital, lo que iba a hacer cuando empezó a dedicarse a la rehabilitación social de Lucien.

            Ante este nuevo panorama, Vautrin decide reconocer que es Jacques Collin -nombre por el que allí se le busca- y advierte al fiscal general que está en posesión del epistolario amoroso que Clotilde de Grandlieu, madame Sérizy y la duquesa de Maufrigneuse remitieron a Lucien, cartas todas ellas que acabarían con el buen nombre de sus respectivas familias. Pero está dispuesto a entregárselas al fiscal a cambio del indulto de Teodoro y su traslado a la prisión benigna de Tolón. Para él mismo, el príncipe de los ladrones pide su total absolución y su empleo como jefe de policía en sustitución de Bibi-Lupin de quien aporta informes de unas traiciones presto a descalificarle.

            Aunque la reconversión de la antigua majestad del hampa en jefe de la policía pueda resultar chocante, lo cierto es que está inspirada en la de Vidocq, el célebre delincuente que acabó siendo uno de los grandes talentos de la investigación policial, además de impulsor de Seguridad Nacional francesa. Amigo, se dice de Balzac, además de al autor de La comedia humana inspiró al Victor Hugo de Los miserables.

            En una primera apreciación me ha parecido que Esplendores tiene menos vigencias que Las ilusiones pérdidas. Pero, a poco que se piense, se acaba por convenir que las influencias ajenas a la Ley que obran sobre la justicia siguen siendo las misas. Según la definición que el propio Balzac nos da de Esplendores y miserias de las cortesanas en el prefacio a la primera edición de 1845 -en la mía de 2001 inserto como colofón-, ésta es una obra donde "se pintan las existencias, en toda su verdad, de los espías, de las rameras de alto copete y de las gentes en guerra con la sociedad que hormiguean en Paris".

            Ester y Lucien son enterrados juntos en el mismo cementerio Pére Lachaise que hoy guarda los restos del autor de La Comedia Humana.

 

 


[1] En realidad es Jacques Collin, cuya historia se refiere a partir del segundo párrafo de la página 278.

Publicado el 14 de diciembre de 2011 a las 10:45.

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Comentarios - 1

1 | sex shop (Web) - 28/6/2012 - 06:20

Muy buenooooo!!!!!!!!!!!!

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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