Apuntes para unas estampas madrileñas (I)
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Si hubiera que buscar una identidad a la cultura popular madrileña, ésta oscilaría entre El Ángel Caído -la escultura de Ricardo Bellver que se alza en la glorieta a la que da nombre en los Jardines del Buen Retiro- y la virgen de la Paloma, la advocación mariana favorita de los madrileños -representada en un cuadro de autor desconocido- que designa a su vez a un templo y a la calle donde éste está sito. En tanto que unos madrileños se jactan de pertenecer a la única ciudad del mundo que dedica un monumento al Diablo -no es otro que Lucifer, recién expulsado del Paraíso por su soberbia, quien mira al cielo desde El Retiro-, sus vecinos vuelven a referirnos la célebre verbena que ha inspirado Nuestra Señora de la Soledad, la virgen de la Paloma.
A veces pía; otras, no tanto. Entre los rosarios de la media noche y los chocolatitos de San Ginés, que ponen fin a las madrugadas de excesos, licencias y disipaciones, la cultura madrileña es tan ecléctica como la de cualquier otra gran ciudad que se precie de serlo. En ella cabe casi todo lo que abarca el amplio trecho que va de la gracia al pecado.
Con anterioridad a la democratización del aire acondicionado, cuando los madrileños aún bebían en botijo, eran muy diferentes los motivos que cada quince de mayo les llevaban a la pradera de San Isidro. Unos acudían para llenarlo con el agua que manaba de la fuente del santo. Decían que con ello se libraban de los catarros para todo el año. Otros preferían el agua con anís, para quitarle al cántaro el sabor a barro.
Esa alternancia entre el vicio y la virtud se ve proyectada entre algunos otros términos antagónicos. Verbigracia, lo pretérito y lo recién llegado. Así las verbenas. Aunque relegadas ahora a los ciclos que organiza el Ayuntamiento dentro de los Veranos de la Villa para deleite de los madrileños más veteranos, conviven en perfecta armonía con las raves donde se celebran durante varios días las últimas tendencias musicales.
Por un procedimiento parecido, en Lavapies -el Soho madrileño- donde, no obstante los primeros recelos lo universal y lo castizo se han mezclado de forma inexorable, los manolos y manolas de toda la vida cohabitan con los madrileños de nuevo cuño, cuyos orígenes se antojan tan remotos del horizonte de Embajadores como los de Sri Lanka o Bangla Desh. Si señor, en Madrid hay sitio para lo autóctono y lo foráneo. No en vano, en ella caben tanto la Monumental de Las Ventas como esos militantes antitaurinos, apólogos de la "liberación animal", que acostumbran a manifestarse en la puerta de las hamburgueserías a favor del vegetarianismo.
Los encierros de San Sebastián de los Reyes van a la zaga de los de Pamplona. No por albergar el Museo del Prado, Madrid desestima a sus numerosos grafiteros. Así como tampoco los establecimientos de las grandes firmas internacionales del Barrio de Salamanca hacen de menos a mercadillos como el de El Rastro o el de los sellos, que anima la Plaza Mayor los domingos.
Publicado el 16 de octubre de 2011 a las 14:15.