Recordando a Clotilde Joano
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Un plano de "Les Bonnes Femmes".
Desde que pasé la cumbre de mi edad, hay algo que me lleva a contar con avidez el tiempo que va entre los dos años que guardan los paréntesis que siguen al nombre de una persona en sus apuntes biográficos. Prefiero no pensar en el motivo de esta desoladora práctica de medir las vidas ajenas. Sé positivamente que con ello estoy empezando a considerar el fin de mi existencia.
La de la actriz Clotilde Joano (1932-1974) fue breve y discreta. Al menos para un aficionado a la pantalla francesa de este lado de los Pirineos. Pasó fugazmente por el cine de Chabrol, donde yo he vuelto a verla recientemente. Y he recordado que la descubrí en El relojero de Saint Paul (1974), el brillante debut en la realización de Betrand Tavernier, e incluso pude haberla visto en El diablo por la cola (Philippe de Broca, 1969). Pero ha sido en esas dos víctimas que incorporó para el autor de Los primos (1959) donde su imagen me ha cautivado más poderosamente. Flaca y triste, como me gustan a mí las mujeres, en Les bonnes femmes (1960) -una de las mejores cintas del primer Chabrol-, recreó a Jacqueline, la lánguida y tímida de aquel grupo de dependientas que la protagonizaban. Luego de ser la más reacia a las relaciones con los hombres, morirá asesinada a manos de quien cree su enamorado.
Trece años después, de nuevo a las órdenes de Chabrol, interpretó a la Clotilde Maury de Las relaciones sangrientas. Era la esposa enferma de Pierre Maury (Michel Piccoli), que acabará envenenada por su marido, ya inmerso en su fatal adulterio con Lucinne Delamare (Stéphane Pudran). Más allá de su personaje -su última creación para la gran pantalla- era la propia Clotilde quien ya estaba en trance de muerte al interpretar esas secuencias. Eso es lo que se trasluce y el último año de su paréntesis confirma. Meses después fallecía a la temprana edad de cuarenta y dos otoños víctima del cáncer. No hay duda de que La Parca ya la rondaba en esos últimos planos que rodó para Chabrol. Tan es así que la triste Clotilde hubiera enamorado perdidamente a Edgar Allan Poe.
Hay algo en su prematura muerte que la asemeja a Michèle Girardon. Pero es mera apariencia. Clotilde no tenía nada que ver con ninguna de las actrices pretéritas que he evocado en esta bitácora. No era la clásica chica de los años 60 como Catherine Spaak, ni el ideal femenino de mi juventud como Carole André o Mimsy Farmer. La suya era una belleza tan triste como etérea. De hecho, al no haber envejecido, al no haber fotos que la muestren ajada por los años, parece haberse quedado como esos deseos que pasaron sin cumplirse, sin que les concediera esa noche de placer y esa mañana luminosa de las que habla Kavafis. Clotilde Joano dejó un cadáver bonito en toda la extensión de la palabra.
Hija de uno de los muchos exiliados de la revolución bolchevique, Clotilde Rabinovitch, su verdadero nombre, nació en Ginebra. Tras pasar su infancia Aix-en-Provence, estudió arte dramático en París. Entre sus primeros trabajos en la escena suele recordarse su participación en un montaje de Después de la caída, de Arthur Miller, dirigido por Visconti. Tras algunas creaciones para la pequeña pantalla debutó en el cine de la mano de Chabrol. Sí señor, aquella frágil Jacqueline, que morirá estrangulada cuando cree que su asesino va a besarla, fue su primera creación para la gran pantalla.
A decir verdad, se prodigó mucho más en la televisión que en el cine. Su creación de Sholua en Z (Costa-Gravas, 1969) completa su filmografía ideal. El resto fueron obras menores.
Redescubierta ahora, tantos años después de que el olvido cayera sobre ella, muy probablemente incluso al otro lado de los Pirineos, su imagen trasciende la ficción, los personajes que interpretó, para convertirse en un documento. Eso es algo consustancial a todo ese cine antiguo que tanto frecuento. Más allá de lo que nos cuentan, las filmaciones pretéritas también dan testimonio del tiempo en que se realizaron. Verbigracia, el landismo, que estimo porque muestra el Madrid, el mundo, de cuando yo era pequeño antes que por los galanteos de los personajes interpretados por Alfredo Landa. El giallo italiano -tan a menudo rodado en España-, además de magnetizarme argumentalmente, lo hace porque me devuelve la imagen prístina de mis años 70.
Desde esa perspectiva documental, que indefectiblemente ofrece el cine a quien sabe apreciarla. Desde ese retrato de lo que había ante el tomavistas en realidad, independientemente de lo que se estaba fingiendo, la estampa de Clotilde Joano, más allá de sus personajes, se antoja la de una mujer de naturaleza enfermiza. Una de esas bellezas tristes que se extinguen. Al gusto de Poe, ya digo. Más aún, remontándonos en la historia de la literatura, al gusto del ideal romántico. Interpretó Shelley en un cortometraje de 1965 y hubiese sido una esplendida tuberculosa que hubiera cautivado a Bécquer. Lástima que en su reducida filmografía no podamos dar cuenta de ningún terror gótico. Siendo como era una mujer de muerte, hubiera bordado su personaje.
Publicado el 27 de septiembre de 2011 a las 17:30.