La tortuosa relación entre el jazz y el cine
No hay que llamarse a engaño, que la primera película sonora llevara por título El cantor de jazz, en modo alguno significa que el jazz interesara a Hollywood. Antes al contrario. Si cabe, el cine estadounidense se avergonzaba del jazz, más que del resto de las músicas autóctonas del país, por sus orígenes afroamericanos.
El jazz y el cine nacieron casi simultáneamente. Pero durante cincuenta años nunca hubo entre ellos la sintonía que cabía esperar ante dos manifestaciones culturales contemporáneas. No olvidemos que Hollywood lo pusieron en marcha creadores como Griffith, el apólogo del Ku Klux Klan, y sensibilidades afectas a la romántica visión de la esclavitud de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939).
Sabido es que Broadway debe tanto al jazz como a la opereta vienesa. Pero en la primera arribada de los escenarios neoyorquinos a Hollywood, el cine procuró camuflar esa influencia. Fue con posterioridad, con ese revivalismo del género al que asistimos a partir de los años 80 del pasado siglo, cuando el jazz empezó a asociarse al relato criminal. Y lo hizo sobre todo en producciones no estadounidenses. Pero en la serie negra canónica, la música la ponen Miklós Rózsa, Max Steiner, Adolph Deutsch o cualquier otro. Nunca es jazz. Si en esas cintas aparece un club de jazz lo hace porque, en efecto, fue en los establecimientos de la mafia, a los que se iba a beber clandestinamente, done se escuchaba la música proscrita y en las películas de gángsteres se tiende al tono documental.
Ahora bien, mediados los años 50 de la centuria pasada, cuando al cine, a Hollywood por mejor decir, sempiternamente en crisis, le llega el momento de afrontar la que le plantea la popularización de la televisión, el jazz vive uno de sus mejores momentos en los clubes de Nueva York y San Francisco. En 1959, Miles Davis venderá 3.000.000 de copias de su Kind of Blue. Se dice que James Dean exige en su contrato de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) que Chet Baker interprete la banda sonora.
Lo rigurosamente cierto es que el interés que empiezan a demostrar amplios sectores de la sociedad estadounidense por el jazz, no sólo los jóvenes beatniks, hace que en Hollywood comience a considerarse entre las nuevas ofertas frente a la recesión. Hasta entonces no ha sido más que mera anécdota en las producciones de los grandes estudios. Esas apariciones de Louis Armstrong en Nace una canción (1948), por otro lado un interesantísimo musical de Howard Hawks, y poco más.
Bien es cierto que se hicieron cortometrajes y películas dirigidas a los espectadores de color como Aleluya (King Vidor, 1929), Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943) o la esplendida Una cabaña en el cielo (Vincente Minnelli, 1943). Justo es reconocer que, en esta última, todavía nos conmueve escuchar a Ethel Waters interpretando Taking a Chance on Love de Duke, Fetler y Latouche. Pero no es menos justo y cierto apuntar que el jazz, como el cine de autor y el prestigio del propio Howard Hawks -un mero artesano antes de que le reivindicara la nouvelle vague- llegó a Hollywood vía París. Fueron los cineastas franceses los primeros que incluyeron al jazz en las bandas sonoras con todo el respeto que el jazz se merece.
Casi puede decirse que la historia volvió a repetirse. Sí señor, corría 1923 cuando las flapper estadounidenses enloquecían al ritmo del charlestón. Sin embargo, aunque su baile era frenético, su actitud no difería en nada de la de sus abuelos al escuchar a sus esclavos entonando sus lastimeros blues condenados a las labores del algodón. Fue el Hot Club de Francia -creado en 1932 por Hugues Panassié- el primero en considerar intelectualmente al jazz. Con un espíritu semejante, Louis Malle fue el primero en introducir el jazz en una banda sonora con toda la dignidad que la música proscrita en su país de origen se merecía. A la postre, dicho trato no era otro que su implicación dramática en los argumentos. Malle se lo dio al encargarle a Miles Davis la banda sonora de Ascensor para el cadalso (1958). Según parece, el trompetista compuso el célebre Générique, la pieza que habría de engrosar su repertorio ideal, sobre la marcha, mientras veía pasar los títulos de crédito en la sala de proyección.
Ciertamente en una cinta estadounidense, admirable y anterior, Música y lágrimas (1954), donde Anthony Mann nos presentaba la trágica historia de Glenn Miller, había jazz. Pero no iba más allá de esa mera anécdota de mostrar lo simpático que era Louis Armstrong y lo bien que tocaba la trompeta. En efecto, lo que allí se contaba era la historia del autor de In the Mood, pero con más atención a las lágrimas que a la música. En el bien entendido de que Mann es uno de nuestros realizadores favoritos, su actitud ante el jazz era la misma que la de Hellen -June Allyson-, la futura esposa de Glenn (James Stewart), cuando éste la lleva al club donde actúa Satchmo: curiosidad tras una primera desconfianza. Ya no es ese rechazo del Hollywood de antaño, pero tampoco es la sincera admiración de Malle. Tal vez se encuentre entre uno y otra la definición exacta del interés que Hollywood comienza a mostrar por el jazz.
En 1956 la nueva inquietud queda patente de forma meridiana en cierto fotograma de Alta sociedad, de Charles Walters, que nos muestra a Tracy Lord (Grace Kelly) asistiendo divertida a las explicaciones sobre la trompeta de Louis Armstrong. En esa misma cinta, Satchmo interpreta el calipso del tema principal y C.K. Dexter-Haven (Bing Crosby) una canción de título inequívoco: Now You Have Jazz, en la que explica a Tracy lo que es el jazz. No en vano, este remake musical de Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940), tiene lugar en Newport mientras se celebra el famoso festival de la música que nos ocupa. La banda sonora, original de Cole Porter, incluye joyas de la talla de True Love. La orquestación de Nelson Ridley, la mejor formación de cuantas acompañaron a Frank Sinatra -Mike Connor en esta ocasión-, es la guinda a tan suculento pastel. Veintiocho semanas en el quinto puesto de las listas de éxitos le avalan.
La permanencia de Porgy and Bess en dicha relación es aún mayor: cuarenta y siete semanas en el octavo puesto y medio millón de discos vendidos. Basada en la ópera homónima de George Gershwin, Otto Preminger decide llevarla al cine en 1959, tras el éxito obtenido en 1954 con su Carmen Jones. Fue aquélla una adaptación blaxploitation de la Carmen de Bizet llevada a cabo por Oscar Hammerstin II y Harry Kleiner. Aunque Gershwin no quedó satisfecho con el trabajo de Preminger, Summertime e It Ain't necessarily So se convirtieron en clásicos del jazz.
Sin duda comprendiendo que el interés que el jazz despertaba en el Respetable era mucho mayor que el suscitado por la música romántica alemana, en 1959 Preminger encomienda la banda sonora de Anatomía de un asesinato a Duke Ellington, que a la sazón era uno de los músicos estadounidenses más populares. A decir de expertos y aficionados, esta composición será otra de las mejores aportaciones del jazz a la música del cine. Sir Duke también será el encargado de la banda sonora de Un día volveré (Martin Ritt, 1961), sobre la experiencia de los jazzmen estadounidenses exiliados en París.
Tres años antes, en 1958, Robert Wise rueda uno de los más impresionantes alegatos contra la pena de muerte que se hayan visto en la pantalla -¡Quiero vivir!- y le encarga su banda sonora a Johnny Mandel. Es éste un antiguo cultivador del bebop, que con el tiempo llegará a escribir canciones tan celebradas como The Shadow of Your Smile, tema principal de Castillos en la arena (Vincente Minnelli, 1965). Antiguo arreglista de Peggy Lee, Frank Sinatra y Dean Martín, cuando el cine le reclama por primera vez, olvida la mesura de sus trabajos para tan insignes vocalistas y vuelve a la dureza del bop. Acentúa con ella el fatal destino de Bárbara Graham (Susan Hayward), a quien una concatenación de desgracias llevará a la silla eléctrica sin ser culpable de nada. Para registrar su partitura con toda la dureza que requiere, Mandel recurre al Jazz Combo. Gerry Mulligan y Art Farmer, sobradamente conocidos y admirados por los amantes del jazz, son dos de los miembros de la formación y, al igual que sus compañeros, aparecen en alguna secuencia de la cinta como la banda que anima uno de los antros en los que Bárbara hallará la perdición.
Ese mismo año 58, la bossa nova, siempre tan próxima al jazz, entrará en el cine de la mano de otro realizador francés, Marcel Camus. Partiendo de una adaptación de Vinicius de Moraes del mito de Orfeo y Euridice -Orfeo de Canceiao-, Camus nos traslada al carnaval de Río de Janeiro. Pese a que fue distinguido con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de aquel año, se trata de un filme bastante dudoso cinematográficamente hablando. De hecho, hoy casi nadie lo recuerda.
Desde luego, no fue ése el caso de su banda sonora, compuesta por Antonio Carlos Jobim y Luiz Bonfá. Entre sus distintos temas se incluyen piezas que bien podíamos llamar del dominio público. Verbigracia, Felicidade y Manha de carnaval. Aunque Jobim ya tenía un título en su haber y Bonfá contaba con alguno más, será su trabajo en Orfeo negro el que les lanzará internacionalmente. Lo que, en gran medida, también le sucederá a la bossa nova. He aquí un ejemplo meridiano de banda sonora infinitamente superior al filme.
Los grandes nombres de la música del cine de los años 60 -Henri Mancini, Burt Bacharach, Alex North- proceden del jazz. Pero no lo ponen en práctica cuando escriben para la pantalla. El verdadero artífice de la incorporación del jazz a la música de la pantalla en estos años es Quincy Jones.
Nacido en Chicago en 1933, tras formarse junto a Clark Terry, esa precocidad inherente a los compositores llevó al joven Jones a formar como trompetista, con tan solo 14 años, en la orquesta de Lionel Hampton. Ya en 1957 desempeñaría el mismo empleo, además del de arreglista, en la Dizzy Gillespie. Tras esa experiencia parisina canónica en el músico de jazz, que a Quincy Jones se le va ocupado como director artístico de Barclay Records, regresa a Estados Unidos a comienzos de los años 60 y es nombrado vicepresidente de Mercury Records. Aunque el oscar siempre le será negado, en 1963 gana su primer Grammy por los arreglos de I Can't Stop Loving You, de Don Gibson, interpretada por la orquesta de Count Basie. Arreglista igualmente de Sarah Vaughan, incluso llegará a dirigir la orquesta de Frank Sinatra en L.A. is My Lady (1984), que también producirá.
No es el Grammy, sino su aplauso obtenido en la televisión, lo que le lleva al cine. Corre 1965 cuando Sydney Lumet, con quien ya ha trabajado en la pequeña pantalla, le confía la banda sonora El prestamista. Sin abandonar nunca la televisión y su variada actividad en la industria discográfica, en 1967 Norman Jewison encarga a Jones la banda sonora de En el calor de la noche, un thriller ambientado en el profundo sur estadounidense, la tierra del Ku Klux Klan y Lo que el viento se llevó. Dicho de otra manera, un thriller localizado en un lugar donde aún está presente el racismo más violento, una de las cuestiones que se debaten más ardientemente en la sociedad estadounidense durante la encrucijada de los años 60.
En aquella década, la banda sonora ya ha empezado a perder la gravedad de la música sinfónica europea, siendo capaz hasta de incluir canciones que en algún momento de la proyección acompañan su tema principal. La de En el calor de la noche estará interpretada por Ray Charles. La pieza, en buena medida, contribuirá al lanzamiento internacional del vocalista.
Ese mismo año 67, Jones, que tiene una capacidad especial para sintetizar el jazz con las formaciones orquestales, será nominado al Oscar correspondiente por la banda sonora de otra película: A sangre fría, de Richard Brooks. Por supuesto, no lo gana. Lo que no puede negarle nadie es el honor de ser -junto al argentino Lalo Schfrin- el compositor que acaba por normalizar el jazz en la banda sonora de Hollywood.
Otro argentino, Gato Barbieri, es el encargado de la partitura -arreglada y dirigida por Oliver Nelson- de El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972). Aunque para el común de los espectadores es jazz, para los buenos aficionados a esta música, en el mejor de los casos, es smoth jazz. Ese jazz de sonoridades límpidas y comerciales, de estructuras fácilmente reconocibles, accesibles para todas las audiencias. Eso, y el enorme éxito de la película, más que por su indudable calidad por su profusión de secuencias de sexo explicito en unos días en que aún eran infrecuentes los desnudos, hicieron que su banda sonora, para escarnio de los puristas, pasase a engrosar la nómina del jazz en la gran pantalla.
Bien distinto, radicalmente opuesto, fue el caso de New York, New York (1977). Aunque es el propio Martin Scorsese quien sostiene. "No es un película sobre jazz, por tanto no era necesario que alguien cogiera un saxo y tocara de verdad, como en Alrededor de la medianoche. Podía haberse tratado de un cineasta y una escritora o de una artista y un compositor".
Aunque desde la perspectiva en la que el cineasta lo plantea -New York, New York es la historia de un amor frustrado antes que ninguna otra cosa- el jazz puede resultar accesorio -hubiese dado igual que sus protagonistas se dedicasen a cualquier otra actividad artística, porque, a la postre, lo que se trata es la imposibilidad del amor frente a la rivalidad que inexorablemente se establece entre creadores-, permítasenos hacer hincapié en la importancia del jazz en ese brillante homenaje a los viejos musicales de Minnelli que es New York, New York. A tal fin basta un breve apunte de su argumento: Tras un primer rechazo, cuando la abordó con insistencia en el día de la Victoria de 1945, el saxofonista Jimmy Doyle (Robert De Niro) coincide en una audición con la cantante Francine Evans (Liza Minnelli). Contratados ambos como pareja artística en la orquesta de Frankie Harte (Georgia Auld) no tardarán en convertirse también en pareja sentimental. La gloria, que siempre es efímera, les llegará cuando Jimmy se hace cargo de la orquesta. Francine, embaraza, regresa a Nueva York para dar a luz y terminar haciéndose cantante de baladas. Mientras tanto, Jimmy se entrega al vértigo del bebop. "El adoraba el jazz, pero no puede llegar muy lejos -continúa Scorsese-: es blanco aunque quiere ser negro. Ella prefiere el show-business de Las Vegas. Pero nosotros no tomamos partido por la música. Sencillamente, seguimos a los personajes".
Aunque no se tome partido por la música, en la banda sonora de New York, New York se suceden clásicos del Jazz como Don't Get Around Much Anymore de Sydney Kate Russell y Duke Ellington, la ya citada Taking a Chance on Love o a Night in Tunissia, de Dizzy Gillespie y Frank Paparelli. Por no hablar de las canciones originales de John Kander y Fred Ebb, entre las que destaca el Theme from New York, que habría de inmortalizar Frank Sinatra.
Ya en otro orden de cosas, habiéndose encontrado en el umbral de la muerte tras sufrir una dolencia cardiaca, Bob Fosse, uno de los últimos exponentes del musical estadounidense, decide rendir tributo al jazz de Broadway en Empieza el espectáculo (1979). Cinta onírica y autobiográfica donde las haya, en ella se cuenta la experiencia de Joe Gideon (Roy Scheider), coreógrafo y realizador cinematográfico que pone en marcha un nuevo musical en la escena neoyorquina a la vez que última el montaje de su nueva película. Tanto ajetreo acaba por llevarle al quirófano, víctima de una crisis cardiaca. "La muerte me fascina más que ninguna otra cosa en el mundo", declaró Fosse en una de las muchas entrevistas de las que fue objeto tras las cuatro estatuillas que distinguieron su penúltima película. De ahí que La Parca, aquí llamada Angélica, estuviera encarnada por Jessica Lange.
Quienes aún recordaban que la segunda cinta de Fosse había sido un remake en clave musical de Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1956), estuvieron más atentos a las indiscutibles analogías que se registran entre Empieza el espectáculo y Fellini 8½ (Federico Fellini, 1962).
A decir verdad, a los verdaderos amantes del jazz les gustó mucho más Cotton Club (Francis Ford Coppola, 1984) que la propuesta de Fosse. Bien mirado, en su acercamiento al mítico club de Harlem, al que se iba a beber durante la Ley Seca, el autor de El Padrino volvía a acercarse a la mafia. Si señor, aunque abierto en 1920 por el campeón de los pesos pesados Jack Johnson, el Cotton Club no tardó en pasar a manos de Owney Madden, uno de los grandes contrabandistas de licor que medraron durante la prohibición. Ya en manos del sindicato del crimen, a los afroamericanos, que siempre ponían la música, se les impedía la entrada. Así las cosas, para amenizar las famosas celebrities nights de los domingos -a las que asistían notables como Jimmy Durante, George Gershwin, Al Jolson, Mae West, Irving Berlin, Eddie Cantor o el entonces alcalde de Nueva York, Jimmy Walker-, se veían obligados a entrar por la puerta de atrás músicos como Fletcher Henderson, Duke Ellington, Count Basie, Bessie Smith, Cab Calloway, The Nicholas Brothers, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Nat King Cole, Billie Holiday o Ethel Waters.
Ése es el telón de fondo ante el que se desenvuelve la peripecia de Dixie Dwyer (Richard Gere), un trompetista de la casa prendado de Vera Cicero (Diane Lane), una chica que "nació con dieciocho años" y no se asusta ni ante los hampones ni ante los fiambres. Cinta en verdad bella, gravita en sus secuencias la misma nostalgia del Hollywood clásico que en New York, New York. Metralletas, licor y mujeres fatales dan pie a Coppola al retorno a las técnicas e imágenes del pasado. En cuanto a la banda sonora, la música original es de John Barry. Ahora bien, la diegética, va del Don't Get Around Much Anymore para arriba. Aquí sí que todo es jazz, jazz y puro jazz.
Más de los mismo cabe decir respecto a Alrededor de la medianoche, la cinta citada por Scorsese, quien interpreta un pequeño papel en la película, el mejor filme que haya inspirado el jazz. Dirigido por Bertrand Tavernier en 1986, su título, que no es otro que el de la pieza homónima de Thelonious Monk, ya es toda una declaración de intenciones. "Si hubieras visto tocar a Charlie Parker", recuerda el saxofonista Dale Turner (Dexter Gordon) antes de abandonar Nueva York, rumbo a ese exilio parisino de rigor.
Amante del jazz, como Louis Malle, desde la infancia, Tavernier nos lleva entonces a una reproducción exacta del mítico club Blue Note de la capital francesa. Francis Borler (François Cluzet) es un aficionado que no tiene dinero para entrar a ver la actuación de Turner. Pero la suerte está de su parte y esa misma noche, tras invitar a un alcoholizado Turner a un vino, trabara una sincera amistad con él. Tanto será así que, gracias a los infatigables desvelos de Borler, quien desatendiendo a sus obligaciones va a buscarle a los manicomios donde se recluye a los borrachos que se caen por la calle al borde del delirio, conseguirá volver a grabar e incluso regresar a Nueva York y actuar.
A decir verdad, la historia es la reproducción de la vivida por Bud Powell, el sobresaliente pianista de bebop, y Francis Paudras, un aficionado que en gran medida consiguió sacarle de la experiencia errática a la que también parecía estar abocado el músico en París. Todo es jazz sobre jazz. El propio Dexter Gordon, que interpretaba a ese Dale Turner que era trasunto de Powell, fue un legendario saxo tenor que realmente grabó junto a Powell en París. Freddie Hubbar, Ron Carter y otros jazzmen prominentes cuentan entra la figuración, como Louis Armstrong cuando Hollywood se empezaba a acercar al jazz.
Ante este panorama nadie más que Herbie Hancock podía haber hecho la música original. Esta vez sí, Hollywood tuvo que rendirse ante la evidencia y conceder el Oscar a la Mejor Banda Sonora a esta exaltación del jazz.
Dos años después, Clint Easwood, otro gran amante del jazz, llevará a la pantalla la vida de Charlie Parker -encarnado por Forest Whitaker- en Bird, apodo con el que fuera conocido el saxofonista que creó el bebop, "como en un solo que nos envuelve con su hechizo". "¡Extraordinaria!, la mejor película americana jamás filmada sobre el jazz", escribió Jack Kroll en el Newsweek.
Fue en 1991 cuando Spike Lee recreó la vida del trompetista Wynton Marsalis -incorporado por Denzel Washington- en Cuanto más, mejor. Esa fue la última banda sonora que inspiró al jazz, al menos mientras se registraban en vinilos.
Publicado el 30 de junio de 2016 a las 12:15.