Historia de cien años de múscia en el cine (V)
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5. El estudio para el que todo era música
Para dar cuenta de la importancia de la música en las producciones de Walt Disney basta un dato. Las Silly Symphonys, las Sinfonías tontas que fueron el germen y el corpus de toda la animación posterior del estudio, obedecían a una premisa: cualquier cosa puede convertirse en un instrumento musical. En efecto, incluso antes de que llegara esa antropomorfización de los animales que habría de ser una de las principales señas de identidad de la casa y una de las claves de su éxito -Goofy es un perro convertido en un hombre simplón; Donald un pato con trazas de un cascarrabias, etc.-, las Sinfonías tontas ya tenían una máxima: el ritmo puede aplicarse a cualquier cuerpo sonoro.
De hecho, el primero de estos cortometrajes, La danza macabra (1929) ya dispone a los protagonistas de la escena en base a un motivo musical. Más aún, en la más popular de estas Sinfonías tontas -Los tres cerditos (1933)- la canción leit-motiv del filme -¿Quién teme al lobo feroz?, original de Frank Churchill y Ted Sears-, amén de la primera de las bandas sonoras del estudio que habrían de engrosar el cancionero de la memoria colectiva, es una exaltación del optimismo frente a la Gran Depresión que sigue asolando el país y llenando sus cines de gente que quiere distraerse, olvidar las penurias del día.
Y sin embargo, pese a la gran cantidad de pruebas irrefutables que se podrían aportar sobre la importancia de la música en las animaciones de Walt Disney, si hay una que destaca entre todas ellas es la que aún late en lo más íntimo de nuestro ser para devolvernos a cierto limbo. Niños aún cantábamos el Heigh-Ho de Blancanieves y los siete enanitos (David Hand, 1937) con el mismo entusiasmo que Miles Davis y tantos otros jazzmen interpretaron Someday My Prince Will Come de esa misma cinta. Frank Churchill, Leigh Harline y Paul J. Smith fueron los autores de aquellas canciones que ya se anunciaban mediante fragmentos en el tema que acompañaba los títulos de crédito, piezas que a menudo se confunden con las canciones escolares del común de los lectores al que puedan interesar estas páginas.
En efecto, las bandas sonoras de las películas de Walt Disney se cantaban en los colegios con la profesora de inglés o con la de español, puesto que todas estaban traducidas a nuestro idioma. "Ya voy, ya voy al campo a trabajar" decían nuestros enanitos, en tanto que nuestra Blancanieves languidecía esperando a su príncipe entonado aquello de "me dice el corazón que pronto llegará".
Surgida de ese complejo de inferioridad de la banda sonora estadounidense frente a la música sinfónica europea, en Fantasía (1940), donde la animación se supedita a la ilustración de la banda sonora, se incluían piezas de la altura de la Tocata y fuga en Re menor de J.S. Bach, que luego habría de ser el tema favorito del capitán Nemo y tantos otros misántropos y enemigos del mundo, quienes fueron a dar cuenta de su desequilibrio interpretándola en su impresionante órgano de tubos. Puede decirse que, de alguna manera, Fantasía fue una sucesión de Sinfonías tontas concebidas al servicio de temas como la suite de El cascanueces de Tchaikowsky, La consagración de la primavera de Stravinsky o la Noche en el monte pelado de Moussorgsky. Tanta era la gravedad y la solemnidad de algunas de estas composiciones que incluso asustaban a esas audiencias infantiles a las que se dirigían. Ése fue el caso de El aprendiz de brujo de Paul Dukas, en el que las fregonas se revelaban contra Mickey.
Todas las películas de Walt Disney guardaban una canción nacida para perdurar. Así, en Los tres caballeros (Norman Ferguson, 1940) se incluían clásicos del repertorio iberoamericano como Ay Jalisco no te rajes, de Manuel Esperón, Ray Gilbert y Ernesto Cortázar; Baia de Ary Baroso y también Gilbert; o Solamente una vez, aquí cantada en inglés bajo el título de You Belong to My Heart, de Agustín Lara y el propio Gilbert.
Olvidaremos de nuevo esa romántica visión de la esclavitud y el racismo de La canción del sur (Have Foster, 1946) para evocar aquel Zip-A-Dee Doo-Dah que luego sonaría tan bien en la voz de Louis Armstrong. Curiosa la afición de los jazzmen a interpretar temas de Disney. Además del mítico Disney songs the Satchmo Way, una recopilación navideña llevada a cabo en 1968 por los propios estudios Disney -un mito para los amantes del jazz- hay que dar noticia de la versión del Chim Chim Cher-ee de John Coltrane y de las innumerables de Someday My Prince Will Come. Porque no fue sólo la de Miles Davis.
En fin, la banda sonora de la producciones de Walt Disney nos trajo el You Can Fly!, You Can Fly!, You Can Fly! de Sammy Cahn y Sammy Fain de Peter Pan (Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske, 1953). Ya en La dama y el vagabundo, también dirigida por Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske en 1955, se incluye el He's a Tramp de Sonny Burke y la mismísima Peggy Lee. Peggy Lee -que también ponía voz a varios personajes- interpreta la pieza junto a The Mello Man. Cómo olvidar The Bare Necessities de Terry Gilkyson o I Wanna Be Like You de Robert B. y Richard M. Sherman de El libro de la selva (Wolfgang Reitherman, 1967).
Sin embargo, la banda sonora más vendida de los estudios Disney, mientras el cine grabó sus músicas en vinilo, no corresponde a una cinta de animación. Al menos, no únicamente de animación. No es otra que Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964). Ateniéndonos a la siempre dudosa elocuencia de las estadísticas, hay que dar algunas cifras respecto a la película más taquillera de su temporada. La mágica experiencia de la niñera Mary Poppins (Julie Andrews) con los difíciles niños de la familia Banks proporcionó a los hermanos Sherman el asunto para su más aplaudido repertorio.
Del disco, llegado al mercado en agosto de 1964, se llegarían a vender 500.000 copias. Tras encabezar el Billboard -lista de ventas- durante catorce semanas, fue el número uno en las de éxitos durante más de dos años. Su primer single, el supercalifragilísticoespialidoso -aquella palabra con la que Mary expresaba sus sentimientos tras ganar el derbi de los dibujos animados-, conoció el top ten de 1965. La propia Andrews y Dick Van Dike -Bert en la cinta- fueron sus intérpretes. Como también lo fueron de A Spoonful of Sugar (Helps The Medicine Go Down), que para ellos era algo así como el Heigh-Ho de los enanitos al marchar al trabajo, y de Chim Chim Cher-ee, que Van Dyke interpretaba con acento cockney.
Todo son cifras disparadas respecto a las ventas de Mary Poppins. Sin embargo cuarenta y seis años después, llama más la atención el dibujo de la carátula, que ahora se nos antoja tan representativo de la ilustración de la época.
Si hay algo menos dudoso que la elocuencia de las estadísticas, eso es nuestra memoria. Y en ella, el Chim Chim Cher-ee, el A Spoonful of Sugar (Helps The Medicine Go Down) y supercalifragilísticoespialidoso -que también dio lugar a aquellos entrañables chiripitifláuticos, otro trabalenguas de nuestra infancia- constan en los primeros puestos de la banda sonora de nuestras mejores navidades, de nuestros primeros días.
Publicado el 22 de junio de 2011 a las 11:45.